Mahoma es algo así como la consumación de todos los profetas: se convierte en legislador y gobernante de facto; hasta él no llegaron los profetas a tener verdadero poder; nadie antes de él ha utilizado a Dios de un modo tan consecuente y eficaz. La fe es para él obediencia. Los bienes de Dios, los premios que promete para el Más Allá, los maneja Mahoma de un modo dispendioso; le gustaría ser generoso como un rey. Se llama a sí mismo el profeta de Dios: de igual modo o mejor, se llamaría la orden de Dios.
De entre sus predecesores sólo admite a los que han hecho carrera: Abraham, Moisés, Jesús. No conoció nunca a su padre; su respeto por la propiedad ajena es el de un huérfano bien educado; ficha a una viuda rica como mujer, la cual le diviniza de todas las formas posibles.
En el templo de la Kaaba recluta a los peregrinos, profeta de extranjeros en vez de caudillo de extranjeros, y cada vez le atrae más la idea de instalarse allí; disolver la oligarquía de los coreichitas con una tiranía. Sus negociaciones con las gentes de Medina tienen desde el principio algo de político; se asegura a sí mismo por medio de alianzas y planea una guerra contra su ciudad natal.
El interés de Mahoma por las tumbas: entre las tumbas cogerá incluso la enfermedad que le llevará a la muerte. Los cadáveres le preocupan como objetos de resurrección. Para él el juicio Universal es el resumen y la concentración máximos del dominio. Todos serán juzgados y se decidirá sobre ellos para siempre. Es la mayor masa imaginable convertida en objeto de una sentencia definitiva. El montón de muertos, que es propiamente el objeto de las guerras, llega a ser tan grande que abarca la totalidad de los muertos (Mahoma prefiere decididamente las guerras a las curaciones). A partir del día del juicio, cuando ya nadie más va a morir, los muertos se convertirán en vivos, y el único fin de esta resurrección será llegar todos juntos a ponerse a las órdenes inmediatas y tajantes de Dios.
En el Islam, la orden de Dios tiene mucho de pena de muerte. En la Biblia, él «sacrifica a éste, sacrifica aquél» se refiere las más de las veces a animales; sólo de vez en cuando alcanza esta orden a un hombre, en forma de rayo fulminante. El paso del judaísmo al Islam consiste en una mayor insistencia y una mayor concentración en la orden.
Una expresión plástica de la relación que hay entre guerreros y muertos – en forma de montón, concretamente – es la que tenían los antiguos celtas. Cuando salían a la guerra, cada hombre cogía una piedra y, junto con los demás, la tiraba a un montón. Al volver de la guerra cada hombre cogía otra vez una piedra: las piedras de los caídos, que no podían hacer esto, quedaban en el montón. De esta manera, por sí solo fue surgiendo un monumento a los muertos. En esta operación de restar del número de los que han salido el número de los que vuelven se expresa con especial claridad el sentido del número de muertos: en lugar de los que han quedado en el campo de batalla o en poder del enemigo, está el monumento de piedras.
Masa e imperio del grito. Una especial función de la masa consiste en acallar los peligros con la voz, da igual que sean terremotos que enemigos. La gente se junta para gritar mas fuerte. Cuando el otro enmudece – el terremoto o el enemigo, por ejemplo -, han ganado. Es importante aquí tener en cuenta que el mar no se deja acallar a gritos. Porque aun en el caso de que una gran masa consiguiera por un momento llegar a ser más fuerte que el mar, esto no lo haría enmudecer. De ahí que el mar, siempre según los hombres que lo conocen, sigue siendo la masa más grande a la que jamás se podrá nadie equiparar realmente.
«Si por lo menos los hombres pudieran ocultar a sus parientes – pensaba el extranjero – de tal modo que la gente no supiera nunca quién es pariente de quién… Sería estupendo tener una familia secreta, para uno solo; una familia de la que nadie supiera nada, a la que únicamente se pudiera llegar con precaución porque alquien podría llegar a saberlo: padre, madre, hermanos, hermanas como amados secretos».
Palabras sin las cuales uno no pueda vivir, como amor, justicia y bondad. Uno se deja engañar por ellas y lo ve con toda claridad para creer en ellas todavía más.
El dolor más profundo lo guarda cada uno en secreto.
El peculiar movimiento del saber. Está mucho tiempo quieto, como una piedra o como uno que parece que está muerto. Luego, de repente y de un modo inesperado, adquiere un carácter vegetal. Uno lo mira casualmente: en realidad no se ha movido de sitio, pero ha crecido. Un gran momento, pero todavía no es el milagro. Porque un día uno mira a otro lado y encuentra el saber allí; sin duda antes no estaba; ha cambiado de sitio, ha saltado. Este saber que da saltos lo espera todo el mundo. Por la noche – uno está lleno de noche -, se escuchan los bufidos de los nuevos animales depredadores y en la oscuridad se ve el brillo ávido y peligroso de sus ojos.
Dios saliendo de un huevo, y el filósofo que lo ha puesto.
Lo más repugnante a mis oídos es el dialecto de la hartura.
En la niebla las formas son como palabras. Quienquiera que se me acerque en la niebla me estimula como una palabra nueva.
A él le puede concentrar una palabra.
Hay algo tan vil en torno a la sensatez que uno preferiría ser sabio en calidad de loco.
Entonces las personas eficientes estarán mal vistas y todo el que consiga algo será castigados.
Desde hace una semana estoy leyendo un libro que me inquieta profundamente: son las Memorias de un enfermo mental de Schreber, el antiguo presidente del senado; un libro que, costeado por su autor, apareció va a hacer pronto cincuenta años, en 1903, y cuya edición completa fue comprada por sus parientes, retirada del mercado y destruida, de modo que quedaron solamente unos pocos ejemplares. Uno de ellos, en circunstancias especiales, cayó en mis manos en 1939 y desde entonces estuvo en mi biblioteca. Aun sin leerlo, sentí que iba a ser importante para mí. Como ocurre con no pocos de mis libros, ha estado esperando su momento, y ahora que. estoy resumiendo mis ideas sobre la paranoia, lo he cogido y lo he leído, tres veces. No creo que jamás un paranoico internado años y años en un manicomio como tal paranoico haya presentado un sistema tan completo y tan convincente.
.¡Lo que no habré yo encontrado en él! Ejemplos concretos de algunas de las ideas que me preocupan desde hace años, por ejemplo, la indisoluble conexión entre paranoia y poder. Todo su sistema es una lucha por el poder en la que el mismo Dios es su verdadero antagonista. Schreber ha estado viviendo mucho tiempo con la idea de que él era el único superviviente del mundo; todos los demás eran almas de difuntos, y Dios en distintas encarnaciones. La idea de que uno es el único o quisiera ser el único – el único en medio de cadáveres – es decisiva para la psicología del paranoico como caso extremo del que detenta el poder. Esta conexión se me hizo clara por primera vez cuando en 1932, en Viena, asistí al proceso de Matuschka, un hombre que cometió un atentado en un tren.
Pero Schreber llevaba también en sí, en forma de locura, la ideología entera del nacionalsocialismo. Para él los alemanes son el pueblo escogido cuya existencia está amenazada por judíos, católicos y eslavos. Se suele llamar a sí mismo el «paladín» que va a salvar a Alemania de este peligro. Una tal anticipación de lo que luego ocurrió en el mundo de los «cuerdos» sería suficiente razón para ocuparse de sus Memorias. Pero Schreber ha imaginado muchas más cosas. La idea del fin del mundo lo persigue; tiene de él visiones grandiosas, que no se olvidan. Es ocioso hacer una relación de todo lo que le ocurre a este hombre; me ocupo de esto con todo detalle en capítulos destinados a Masa y poder. Pero algunos aspectos que me interesan en relación con Auto de fe sí los voy a mencionar. En el libro de Schreber se encuentra la descripción de un período de inmovilidad; recuerda el capítulo La petrificación de Auto de fe.