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Ocuparse de la paranoia tiene sus peligros. A las pocas horas me acomete la torturadora impresión de que estoy encerrado, y cuanto más convincente es el sistema psicopático que estoy estudiando, tanto más crece mi miedo.

Dos cosas confluyen aquí: por un lado el carácter completo y cerrado de la locura, que hace que sea muy difícil escapar: en ningún sitio hay puertas; todo está completamente cerrado; inútil buscar algún fluido en que poder sumergirse, en cuya corriente pueda uno ser arrastrado; aunque se encontrara tendría cerradas las salidas; todo es como granito; todo es oscuro, y ¡de qué modo tan natural le cubre a uno esta dura oscuridad! En todo lo que he intentado hacer me he defendido precisamente de este enclaustramiento; mi primer pensamiento era: aberturas, espacio; mientras haya sitio no hay nada perdido. Pero aquí me encuentro con una persona para la cual locura es aquello en lo que yo más fácilmente caería; aquello que, jugando y sin esfuerzo, podría llevar a cabo. Nunca tengo tanto miedo de mí mismo como en el momento en que comprendo el carácter completo y cerrado de la locura de otro.

El segundo peligro, que es mucho mayor, consiste en que empiezo a dudar de la validez de mis propios pensamientos. Si a una locura como la paranoia – de cuyo carácter patológico nadie duda – es posible presentarla y enmarcarla de un modo tan convincente que llegue a hacer mella en alguien, ¿qué es lo que no se podría presentar en el supuesto de que uno tuviera algo de este poder paranoico? La evidencia que muchas veces siento en mí es exactamente la misma que siente el paranoico. La diferencia, sin embargo, está en que yo me desvío inmediatamente y no echo la llave a lo que me parece convincente; lo desplazo, lo quito de en medio, empiezo con una cosa completamente distinta; luego, más tarde, abordo el problema desde ángulos siempre nuevos; jamás me prescribe un método y en modo alguno un método propio; rehuyo la angostura de disciplinas establecidas saltando a otras; aprendiendo siempre cosas nuevas disuelvo aquello que ha quedado anquilosado en el ámbito de lo particular; y, sobre todo, mal que les pese a mis bienintencionados amigos, dilato mi trabajo a lo largo de años y más años, de modo que al curso de la historia se le ofrecen toda clase de oportunidades para rebatir o destruir estos descubrimientos y a su autor.

Sin embargo, a pesar de todo esto, sigue siendo verdad que no puedo vivir sin creer en estos descubrimientos. No puedo equipararlos a cualquier tipo de locura. Por esto, cuando profundizo formas extrañas y angostas de locura, me odio a mí mismo porque pongo en peligro pensamientos nuevos.

Uno sólo puede vivir una parte de este mundo; pero para ti nada cuenta como el todo: ésta es tu limitación.

Una carta de amor desde Suecia. Strindberg en los sellos.

Amor en cubos; el uno al otro se lo echan por la cabeza.

El ha puesto un desierto en el espíritu de ella. Allí florecen sus pensamientos.

¡Esta historia criminal del sultán de Delhi! Uno participa en una especie de coacción moral y lo soporta todo sin resistencia; y de repente tiene la impresión de que él mismo es un criminal; por el simple hecho de haberse prestado a esto; por no haberlo rechazado inmediatamente con energía y repugnancia. Lo peor es siempre historia, y yo no puedo escapar a ella; el hecho de que ésta, en realidad, haya sido cada vez peor me obliga a ser su anatomista; hago la disección en su cuerpo en putrefacción y me avergüenzo del oficio que he escogido.

No puedas aceptar nada más a no ser que te obligues a formularlo inmediatamente; hay demasiadas cosas y te arrastra la corriente. No vas a poder salir de este río hasta que llegues a su desembocadura. Es mejor que decidas libremente flotar en él que no que estés nadando continuamente contra corriente.

Un hombre dijo a su mujer: «llueve, tengo ganas de tener sueños agradables.» Comienzo de un relato de Surinam.

Todas las noches él iba allí. Ella le recibía amablemente. El se quedaba horas y horas. En un desierto de secretos destruidos la dejó tirada y se fue.

Tanto «gracia» como «rodilla» tienen la curvatura de la «n»*.

* N. T. Gracia: Gnade; rodilla: Knie.

Lo perdido que se encuentra en el otro que vive, resiste, le mira a uno, te habla; buscar en él tiene algo de desesperado: «¿dónde lo tienes?», le dice uno, «¿lo estás escondiendo?, ¿está ahí todavía?», y así uno inquiere y rebusca en vano y todo ha desaparecido en el fondo del mar; pero, doquiera que busques, no hay mar en el que haya podido desaparecer; y ya no hay nada importante excepto esta búsqueda; es la búsqueda de la nada en la que uno, en el otro, se ha convertido.

El Restaurador. Cruce de actor y arqueólogo. Tiene que representar el papel del pintor cuyo cuadro restaura. Al ir quitando capa tras capa cautelosamente y cuidando muy bien de no cambiar nada, al fin llega al cuadro de aquel cuyo papel está representando. Su respeto se entrevera con sus esperanzas. Pero además no está pasivo: tiene mucho en su mano. Cuanto más reconstruya lo que apenas es reconocible, tanto mayor será su éxito como arqueólogo. Esta dimensión humilde de su ser puede, de repente, cambiar y tomar el signo contrario cuando da rienda suelta a su arbitrio y presenta según sus conjeturas aquello que en realidad ya no se puede completar. Puede que, al final, confíe tanto en sí mismo que llegue a inventar cuadros enteros, pero en esto jamás dejará de estar representando un papel que ha aceptado, como la inmensa mayoría de actores que no son dramaturgos.

Las metamorfosis del restaurador están prescritas; la Historia del Arte contiene la lista completa de sus personajes; él no añade ninguno nuevo. Acepta incluso su jerarquía: en los grandes nombres es donde invierte mayor respeto.

1950

Qué daría yo por perder el hábito de observar el mundo con ojos de historiador. Es deplorable esta compartimentación del tiempo en años y, siguiendo hacia atrás, la aplicación de esta división a la vida de los animales y de las plantas, de cuando éstos todavía no estaban lastrados por nosotros. La culminación de la tiranía del hombre es el cómputo de los años; la más opresora de todas las leyendas, la de que el mundo ha sido creado para nosotros.

Cada año le hace a uno más desvergonzado.

Un país que cuelga en las ventanas a su chusma, como si fueran banderas.

Seres humanos como barcos con su repugnante carga.

La masa más terrible que podría uno imaginar sería aquella que estuviera formada sólo por conocidos.

El médico realmente distinguido que inventa una enfermedad nueva para cada uno de sus pacientes.