Puede que uno haya conocido a tres o cuatro mil personas; nunca habla más que de seis o siete.
Algunas cosas uno las retiene simplemente porque no tienen relación con nada.
Los sucesos de Everton, en 1759, explican por qué el sermón de John Wesley y de sus desenfrenados seguidores produjo masas de moribundos, de condenados que se retuercen de miedo ante las consecuencias de su propia muerte. Al leer la descripción del «Journal», uno piensa en un campo de batalla, pero en un campo de batalla imaginado o fingido – como en una obra de teatro -, en un campo de batalla provisional, por así decirlo, que se simula para escapar al verdadero. En este sentido no hay duda de que Wesley puede compararse a un general, a uno que da órdenes y señales para empezar la batalla, pero una batalla-de-una-masa que, por sí misma, se convierte en masacre. Sin embargo, esta situación está dominada por la idea de que el espectáculo de la masacre tiene un efecto benéfico y salva del holocausto real.
Siempre que veían el cielo abierto, estaba tan lleno que sólo deseaban una cosa: encontrar sitio en él.
¿Puede uno mismo sentir todos los fanatismos? ¿No se excluyen unos a otros?
Anda husmeando tras todas las sectas; a lo mejor es un inquisidor como cualquier otro.
Historiadores en el día del juicio Final.
¿Qué horcas, qué carne, y quién es que nos asa?
La observación psiquiátrica del ser humano tiene algo de lesivo que consiste más en la clasificación de lo anormal que en su simple constatación. Ya no hay más normas reales; entre los hombres que tienen criterio y experiencia se ha llegado al convencimiento de que cada uno, todo, de una manera u otra, es anormal. El valor de esta idea está en el sentimiento de individualidad de cada hombre que tal idea fomenta: así es como uno quisiera respetar, amar y proteger a cada individuo, incluso en el caso de que su conducta no fuera ni comprensible ni previsible. Sin embargo, el psiquiatra -que crea categorías de anormalidad y a quien le incumbe primero clasificar y luego curar – al hombre que a menudo está humillado le quita además su carácter de ente individual. La víctima de este poder de agrupar a los otros no es únicamente el que es objeto de esta clasificación; también para el observador que está implicado en ella le resulta deprimente ver este poder en acción y no poder hacer nada para que sea reversible.
A partir de cierta edad, toda persona inteligente y sensata aparece como peligrosa.
Sabe siempre de antemano lo que va a venir en el periódico y por esto tiene que leerlo con la máxima atención.
Sabe provocar incluso el odio de un mosquito.
Esta historia que está hecha fundamentalmente de atrocidades diabólicas, ¿por qué me ocupo de ella, yo que no tengo nada en común con ni una sola de sus atrocidades? Torturar y matar, matar y torturar; leo esto una y otra vez de mil maneras distintas; siempre lo mismo; sin los años, que como alfileres están prendidos en todo esto, uno no podría mantenerlo a distancia.
Está esperando una palabra que le rehabilite y justifique todas sus palabras.
Voy a destruirme hasta que esté entero.
Quizá fue una suerte que años atrás no me dejara dominar nunca por mi «material»; que una y otra vez lo mantuviera a cierta distancia. De este modo cada uno de sus fragmentos tenía su efecto propio y duradero. Podía meditar sobre cosas que, de otro modo, se hubieran asfixiado unas a otras. Mucho que, de no ser así, hubiera tenido sólo una existencia breve y turbulenta en la superficie, tuvo tiempo de encontrarse y enlazarse en el recuerdo. De esta manera puedo comprender también por qué el enorme material que en los últimos meses he estado mirando no me ha llevado ni a un solo pensamiento realmente nuevo; se ha limitado a ratificarme en lo que ya había pensado y a darme nuevo ánimo, yo diría que un ánimo científico.
¡Oh frases, frases! ¿Cuándo vais a acoplaros de nuevo unas con otras y a no separamos nunca más?
Estoy rodeado de enemigos que quieren consolarme. Quieren romper mi desafío de dos maneras. Por un lado, en relación con la desahuciada para quien no puede haber salvación posible: Si tiene que ocurrir, mejor que ocurra. Por otro lado gritan. ¡Me muero, me muero! Pero yo todavía no he reconocido nunca que esto tenga que ser así, en ningún ser humano; que se me seque la lengua si alguna vez lo reconozco; prefiero disolverme en un vaho maloliente que decir sí a esto. Y que todos los demás también tienen que morir ya lo sé; me lo tomo suficientemente en serio; pero que con esto me amenacen para apoderarse de mi miedo y quitárselo al que ahora está amenazado, esto se lo censuro, esto no se lo perdonaré a nadie.
¿Es el sentimentalismo el amor por todo aquello que uno conoce bien? Se juntan tantas cosas conocidas y familiares en el curso de una vida que todo parece estar cubierto de una capa de sentimentalismo. Cuanto más conocido es algo más capas de azúcar se depositan sobre ello. Pasa mucho tiempo hasta que los sedimentos de lo conocido se endurecen del todo. Hasta la fecha no hay nadie que haya podido escapar al sentimentalismo; lo único que puede hacer es cuidar de que las regiones de lo conocido estén muy separadas unas de otras: así quedan muchas capas en medio, que son todavía dignas de asombro. Lo único peligroso es la trama de lo familiar, el continente cerrado de lo conocido. El que está instalado en él, ¿adónde puede ir todavía? ¿a qué país extranjero puede llegar aún?
Es necesario no escapar siempre a los terremotos. El dolor por lo destruido de un modo inmerecido y ciego es un dolor sin consuelo, y ninguna vida será suficientemente larga para asimilar del todo este dolor en el sedimento de lo familiar, que es lo que a uno le parece seguro.
Algunos se hacen sus propios terremotos, temperamentos atrevidos que están desgarrados por el miedo. Otros, como en el sueño, encuentran el camino que lleva a lugares amenazados, profetas que hablan en voz baja. Pero hay todavía víctimas que se aceptan en la violencia de su modo de vivir, que se marchan, se alejan, andan por el mundo hasta agotarse, hasta que la desgracia les acomete a. ellos solos; y entonces para ellos todo ha terminado de un modo absurdo y sin sentido; sin sentido, es decir, sin testigos.
¡Toda rebelión tiene que tener algo de mentira! La dinámica de la rebelión exige que uno aumente el motivo inicial de ésta. Uno está furioso, sin duda, pero qué es lo que uno no aprovecharía para atizar y justificar esta furia. Los momentos de furia sólo tienen un sentido si llegan a estar llenos, si de repente se inflama el hombre entero y todas sus reservas. El que es demasiado ambicioso o demasiado tímido para esto y no conoce esta experiencia es un ser desdichado. Todo el mundo necesita acordarse de su propio fuego; con sólo el fuego que le puedan prestar los demás nadie se dará por satisfecho.
El juego de azar en el que uno se lo juego todo es una forma de ira. Sólo que tiene un efecto distinto porque tiene lugar dentro de un ritual establecido; ira blanca, pero ira.
Algunos hombres prefieren esta forma de ira, porque el alto precio que hay que pagar simula ser un resto de sensatez. Parece como si uno quisiera tener algo muy especial; en realidad lo que ocurre es que uno quiere arriesgar algo especial y para ello necesita del fuego de la ira. La frialdad aparente corresponde a la pérdida anticipada. Uno atenta contra lo que tiene; cuanto más tiene, más violenta acaba siendo su ira; el que lo pone todo en juego es el más furioso.