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Me resulta muy difícil de entender el más grande de los empeños, el de la vida. Tal vez, en esto soy demasiado curioso y ando con demasiada avidez en pos del milagro; estoy esperando continuamente lo inesperado. Para mí, cuando realmente tiene valor lo que sé, o lo que quiero, es cuando ha sido superado o discutido. En la meta de todos los caminos se esconde lo otro, del cual siento sólo que va a ser algo sorprendente. Sé para que, de repente, esto se sepa de otra manera. Quiero para que la voluntad se me desvíe. En todo hay tal riqueza de esperanzas que un final, una conclusión sea cual fuere su forma, se me hace impensable. No hay fin ninguno, pues todo va teniendo cada vez más ser. El auténtico hombre es para mí el que no reconoce ningún fin; no tiene que haber ninguno y es peligroso inventarlo.

Lo que hacen las religiones a algunos les parece útil. Es cierto, suavizan el terrible filo de la separación e infunden esperanza a los menos afectados, a los que siguen viviendo. Su pecado principal, no obstante, lo cometen con los muertos, de quienes disponen, como si tuvieran derecho a ello y supieran algo de su destino. Para mí es justa cualquier ficción que mejore las relaciones mutuas entre los vivos. Pero las afirmaciones sobre los muertos, sobre los que se han ido definitivamente me parecen frívolas e irresponsables. Aceptando algo de lo que se afirma sobre ellos, uno los abandona del todo, y ellos no pueden defenderse de ninguna forma. La indefensión de los muertos es el más incomprensible de todos los hechos. Amo demasiado a mis muertos como para colocarlos en algún sitio (encuentro ya humillante que se les aparte, se les encierre y sepulte). No sé nada de ellos, absolutamente nada, y estoy decidido a seguir amándolos en medio de todo el dolor que supone esta inseguridad.

La fotografía ha destruido el doble.

¡Oh ligereza, ligereza! ¿Se hará viejo y cada vez más ligero hasta entenderlo todo sin decirlo, amarlo todo sin quererlo, tenerlo todo sin que ellos lo noten?

Sólo por esto no puede haber ningún Creador: la tristeza por el destino de lo creado no sería imaginable ni soportable.

El estado de saciedad del vencedor, su hartura total, su satisfacción, el prolongado placer de su digestión. Algunas cosas sería mejor que no existieran, pero lo único que no debería existir nunca es un vencedor.

Pero somos vencedores, de todo hombre a quien conocemos bien y a quien sobrevivimos. Vencer es sobrevivir. ¿Cómo hay que hacer para seguir viviendo y, no obstante, no ser un vencedor?

La cuadratura moral del círculo.

Sobre lo que se requiere para los «Emplazados»: no comprendo cómo a los hombres no les preocupa mas el misterio de la duración de su vida. En el fondo, todo fatalismo tiene que ver con esta única pregunta: la duración de la vida del hombre, ¿es algo fijado de antemano o es primariamente el resultado del modo como transcurre su vida? ¿Viene uno al mundo con un determinado quantum de vida, digamos 60 años, o durante mucho tiempo este quantum es algo indeterminado, de modo que el mismo hombre, después de la misma juventud, podría llegar a los 70 o solamente a los 40? Y ¿cuándo se alcanzaría el punto en el que estaría claro dónde se encuentra el límite? El que cree lo primero es, naturalmente, un fatalista; el que no lo cree atribuye al hombre una sorprendente dosis de libertad y concede que éste tiene influencia sobre la duración de su vida. Uno vive, más o menos, como si este segundo supuesto fuera cierto y se consuela de la muerte con el primero. Quizá son necesarios los dos y hay que usarlos alternativamente para que los hombres sin coraje soporten la muerte.

La mayoría de las religiones no hacen a los hombres mejores, Pero sí más cautos. ¿Hasta qué punto esto tiene valor?

El cielo quiere que le penetren con la mirada y se lo recuerda a los hombres con los rayos.

Personas, una cada dos o tres años, en las cuales uno se resume; a quienes hay que presentarles todo lo anterior, como desde una atalaya. Personas que están en lugar de montañas, con una vista amplia y despejada, pero que ellas mismas ven tan poco como la montaña sobre la que uno ve.

1953

Todo lo relativo a los «Emplazados» es un misterio para mí. No puedo prever qué efecto va a tener ninguna escena sobre la vida misma. Temo las conexiones inmediatas como si estuviera en medio de una malla de prohibiciones estrictas que yo infringiera con cada nueva escena. Para reparar estas culpas tendría que inventar cada vez una escena distinta que equilibrara la anterior, es decir, que pesara más que ella ¿Cómo puedo saber yo si voy a conseguir este equilibrio entre las escenas?

Tal vez, hasta hoy, todos los pensamientos han sido pensados en torno a un pensamiento que está esperando a que lo piensen. Tal vez todo depende de que este pensamiento sea pensado realmente. Tal vez aún no hay ninguna seguridad de que vaya a ser pensado.

Uno que al ir a casa tiene que perderse necesariamente. Cada vez tiene que encontrar un camino distinto.

Es una paz terrible la que le entra a uno cuando a su alrededor van cayendo más y más hombres. Uno se vuelve completamente pasivo; ya no devuelve los golpes. En la guerra contra la muerte se convierte en un pacifista y pone la otra mejilla y el hombre siguiente. Esta debilidad, esta laxitud la capitalizan las religiones.

Se convierte en un asesino de masas porque una enfermedad de la que murió su ser más querido es curable al poco tiempo de la muerte de éste.

Ya no puedo leer nada sobre ningún pueblo primitivo. Yo mismo soy todo un pueblo primitivo.

Lee para conservar la razón, para seguir comprendiéndose a sí mismo. De no ser así… ¿adónde habría ido a parar, de no ser así? Los libros que tiene en la mano, que observa, abre, lee, son su lastre. Se agarra a ellos con toda la fuerza de un desdichado a quien un tornado se lo va a llevar. Sin los libros viviría, sin duda, con más intensidad, pero ¿dónde estaría? No sabría dónde está, no se orientaría. Para él los libros son brújula, memoria, calendario, geografía.

Dios como preparación de algo mucho más terrible de lo que nosotros todavía no sabemos absolutamente nada.

Transeúntes y «Eternos». Me persigue la idea de un extraño mundo en el que los hombres, a una edad determinada, se paran, cada uno a una edad distinta. He aquí que uno, con bastante prisa, llega a los 30 y no pasa de ahí. El otro llega renqueando hasta los 70 y luego se queda en los 70. Algunos andan de un lado para otro como niños de 12 años y jamás pasan de esta edad. Hay dos clases de hombres, unos están todavía en camino hacia su meta, los otros la han alcanzado. Puede que algunos niños pasen de los 12 años, pero luego hay otros a los que cabría llamar eternos doceañeros.

De los «Eternos» los hay de todas clases: niños, hombres, mujeres, ancianos. Tienen un cierto sentimiento de superioridad; a ellos ya no les puede ocurrir nada. Pierden el interés por sus años una vez que han llegado a su segundo período; ya no los cuentan y se quedan en lo que ahora son. Tienen los privilegios de su duración, se conocen unos a otros y se saludan de un modo especialmente respetuoso. Su actividad corresponde a aquello que cabría llamar su edad fundamental. Son los modelos de los otros, a los que la gente llama «Transeúntes». Cada «Transeúnte» tiene un «Eterno» como padrino y éste decide su meta.