Es impreciso; confunde con facilidad nombres, fechas y lugares. Lo sabe y para él es indiferente. Las relaciones están vacías y no significan nada; lo único importante es aquello que considera que es el sentido profundo de una frase. En cambio, los ingleses están enfermos de precisión. La falta de puntualidad es el segundo de los pecados y está inmediatamente después del asesinato; al afeitarse no hay que olvidarse de un sólo pelo; los minutos que debe durar una visita están contados antes de que ésta empiece; la cerca que rodea una propiedad es sagrada; un libro consta de un número determinado de letras; nadie miente. Es fácil imaginarse de qué modo este oriental, con su marcada flema frente a toda exactitud destaca entre sus paisanos ingleses.
También su amabilidad tiene otra coloración. Alaba a todos y a cada uno de los hombres de los que se habla, sin levantar mucho la voz, pero ciertamente, con la exaltación con que lo haría un meridional. La persona más ridícula es extraordinaria, ejemplar y sublime. Al dirigirse a la gente emplea los títulos que éstos podrían desear. Pero, sin que en realidad sea irónico – carece totalmente de incisividad -, deja entrever la poca importancia que los títulos tienen. Sus ansias de paz eterna están llenas de un sentimiento de pena por el hecho de que pronto ya no va a estar: padece del corazón; y no se avergüenza de hablar de su enfermedad. La manera detallada y exhaustiva de hacerlo traiciona de un modo especial aquella pena. Le gustaría que la gente admirara su corazón enfermo, y la verdad es que es pasmoso porque sigue trabajando «de un modo creativo», escribe. De las actividades humanas, escribir es sin duda la más tranquila, la más adecuada por tanto al oriental, que, con las piernas cruzadas, en una actitud llena de dignidad, deja que esta actividad se vaya produciendo sobre una pequeña tabla, con movimientos pequeños y circulares. Si realmente siguiera estando en Inglaterra, se guardaría de mencionar el hecho de que tiene un corazón, y no digamos un corazón enfermo, y todo lo que escribe lo habría guardado pudorosamente bajo llave.
A quien hemos visto dormir, ya no le podremos odiar nunca.
El hombre está enamorado de sus armas. ¿Qué remedio tiene esto? Las armas deberían ser de tal modo que, con frecuencia y de una forma totalmente inesperada, se volvieran contra el que las usa. El miedo que provocan las armas es demasiado unilateral. No basta con que el enemigo actúe con medios iguales. El arma misma debería tener una vida antojadiza e imprevisible y los hombres deberían tener más miedo al peligro que se encuentra en su mano que al enemigo.
De todas las religiones del hombre la guerra es la más tenaz; pero también ella puede desaparecer.
Si tuvierais que batiros desnudos os resultaría más difícil la carnicería. Los asesinos uniformes.
La fe en Dios tiene algo en sí que pesa mucho: uno cree en la existencia de un ser al que no se puede matar, ni siquiera empleando toda nuestra maldad.
En la oscuridad las palabras pesan doble.
Hoy en día ya o es verdad que los monos estén más cerca del hombre que otros animales. Durante mucho tiempo puede que no nos hayamos distinguido mucho de ellos; entonces eran parientes cercanos nuestros; hoy en día, un sinnúmero de transformaciones nos han alejado tanto de ellos que no tenemos menos de pájaro que de mono.
Para comprender de qué modo hemos llegado a ser hombres, lo que, sin duda, habría que investigar en primer lugar serían las condiciones imitativas de los monos. Aquí los experimentos tendrían un sentido muy especial. Tendríamos que poner los monos mucho tiempo con animales a los que hubieran podido conocer antes, y registrar cuidadosamente de qué manera su conducta se deja influir por la de estos animales. Tendríamos que ir cambiando los animales de su entorno siguiendo un orden cada vez distinto. De vez en cuando, después de estas impresiones, que serían fuertes, deberíamos dejar a los animales abandonados totalmente a merced de sí mismos. Con muchos intentos de este tipo, el concepto vacío de imitación cobraría un cierto contenido y tal vez se llegaría a la conclusión de que lo que estaba en juego era una transformación, no únicamente una “adaptación”, y que la “adaptación” era simplemente el resultado de torpes transformaciones conseguidas sólo a medias.
En el hombre, donde mejor se pueden estudiar estos procesos es en el mito y en el drama. El sueño, en el que estuvieron siempre, ofrece mucha menos precisión y permite interpretaciones arbitrarias. El mito no sólo es más bello sino que para los fines de una investigación de este tipo es también más útil porque permanece constante. Su fluidez es una fluidez interna, no se le escapa a uno de entre las manos. Allí donde tiene lugar regresa una y otra vez de la misma manera. Es lo más estable que los hombres son capaces de producir; no hay instrumento que a lo largo de milenios haya permanecido tan idéntico a sí mismo como algunos mitos. Su carácter sagrado los protege, su representación los eterniza, y el que sea capaz de llenar al hombre con un mito ha conseguido más que el más osado de los inventores.
De todas las posibilidades que el hombre tiene de hacer un resumen de sí mismo el drama es la menos engañosa.
Siempre que a los ingleses les van mal las cosas, me entra una gran admiración por su Parlamento. Es como un alma hecha de luces y sonidos, un modelo delegado en el que, ante los ojos de todos, tiene lugar lo que de otro modo permanecería secreto. Además de la libertad de la que están hablando siempre, los hombres han conseguido aquí una libertad desconocida: la de contar en público pecados políticos y ser absueltos de ellos por una instancia terrena. Aquí existe una posibilidad de atacar a los poderosos como no se encuentra en ninguna otra parte. No por esto son menos poderosos; de sus decisiones pende realmente todo; es cierto que tienen la seguridad propia de su condición, pero no el engreimiento, porque el Parlamento les quita del todo las ganas de tenerlo. Seiscientos ambiciosos se vigilan unos a otros en el más mínimo detalle; las debilidades no pueden quedan ocultas; los aspectos positivos se toman en cuenta mientras lo son. Todo ocurre a la vista de todo el mundo. A uno le están citando continuamente. Pero, en medio del trajín diario, uno puede estar al margen y avisar de los peligros a los demás. Aquí, el profeta, con sólo que tenga suficiente paciencia, puede esperar. Aprende a expresarse de manera que el mundo le entienda. La primera condición de eficacia de las manifestaciones que se hacen aquí es su claridad. Y por muy enmarañado que esté el verdadero juego por conseguir el poder, de puertas afuera lo que hay son exigencias y empeños perfectamente delimitados.
No hay nada más curioso que este pueblo, la forma como resuelve de un modo ritual, deportivo, sus asuntos más importantes y cómo no se sale de estos modos ni aun cuando está con el agua al cuello.
La novela no debe tener prisa. Antes, incluso la prisa podía pertenecer a su esfera; ahora la ha tomado el cine. Comparada con el film, la novela apresurada se quedará siempre corta. La novela, como criatura de épocas más tranquilas, puede que aporte algo de su vieja calma a nuestro moderno apresuramiento. A mucha gente podría servirles de cámara lenta; podría incitarles a la perseverancia; podría sustituir las vacías meditaciones de sus cultos.