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Las interrupciones son buenas para aquel a quien le crecen muros por todas partes. Felices aquellos que saltan por encima de estos muros antes de que sean demasiado altos.

Es vergonzoso cómo uno, a pesar de todas las convicciones contradictorias, es más práctico que la mayoría de los hombres. De cada experiencia he aprendido tanto y de un modo tan radical que no voy a consistir más que en un conjunto de moralejas válidas, aunque espirituales.

Del Islam ya no me podré librar. Mis antepasados han vivido siglos en Turquía, y antes – quizá un período de tiempo igual – en la España musulmana. Una y otra vez me he acercado al islam, una y otra vez me he apartado de él. Hay algo en el fanatismo de esta fe que, hace años, se avenía con mi manera de ser. Mi liberación y mi realización como ser humano es algo así como una liberación de mi propio Islam. El Dios del Islam es un ser más concentrado que el Dios de los judíos. En los señores de los estados islámicos, este Dios, a modo de ejemplo, ha ejercido una influencia enorme. Lo que me tortura, lo que odio, lo que combato y lo que intento reducir a escombros lo encuentro una y otra vez, en su expresión más claramente acuñada, en los señores del Islam.

Allí se encuentra la doble generosidad, la de matar y la de regalar; la sumisión a la ley ritual; el modo como los que dominan reconocen al Poderoso, a Dios; la fuerza que éste les comunica para cometer cualquier atrocidad; el modo como anticipan el juicio Universal con infinidad de juicios particulares que le preceden. Allí se encuentra la igualdad de todos los hombres ante la fe, una igualdad cuya última consecuencia es prácticamente el derecho que los todos hombres tienen a ser matados. Allí está Dios, como asesino, que decide y manda ejecutar la muerte de cada individuo; y allí está el señor que, con la mayor ingenuidad, se afana por imitar a Dios. Allí está la orden que, de un modo claro y diáfano, exhibe siempre su carácter arcaico de sentencia de muerte; el reconocimiento religioso de todo poder que sea capaz de afirmarse – Dios lo da a quién quiere, ahora a éste, ahora a aquél – y su realización religiosa que, una y otra vez, no sirve más que para conseguir el poder.

Hay una tremenda desnudez en el dominio que se ejerce en el Islam, una religión, por otra parte, que con la ley lo viste y lo cubre todo con varios velos.

Es únicamente un dominio sobre hombres, un dominio que llega a su máximo esplendor en las grandes ciudades, en las ciudades cosmopolitas. La época del sometimiento del animal pasó hace tiempo, ya no se discute; éste es solamente víctima.

El tono de Nietzsche tiene algo del Corán. ¡Jamás se lo hubiera ¡ido imaginar!

En el fondo, para mí ahora sólo cuentan los días en los que me dedico a alguno de los libros sagrados. Del mismo modo como antes había gente que tenía que rezar todos los días, yo tengo que meditar sobre alguno u otro de los viejos temas sagrados, como si allí tuviera que encontrar el mal que alguna vez podríamos hacernos.

Pero no quiero prevenir. Tampoco quiero prever el futuro. Odio a los profetas. Quiero sólo sostener lo que somos. No creo que esto se pueda encontrar ni en argumentos ni en discusiones. Pero quiero conocer todas las afirmaciones. Lo único que me interesa son las afirmaciones. Que pueden discutirse, ya lo sé. Pero quiero tener en mí todas las afirmaciones, unas al lado de otras como si estuvieran libres de toda controversia. Ya sé que no lo están y que ya no deben estarlo para nadie. Pero mi destino, mi tarea, es mantenerlas vivas dentro de mí y meditar sobre ellas.

¿Pero quién eres tú para examinar? ¿Qué te has creído? La sola inquietud no te da derecho a examinar.

Tu única justificación es tu inconmovible odio a la muerte. Es la muerte de todos y por esto examinas por todos.

Con la idea cada vez más clara de que estamos sobre un montón de muertos – hombres y animales – de que el sentimiento que tenemos de nosotros mismos saca su verdadero alimento de la suma de aquellos a quienes hemos sobrevivido, con esta intuición rápida y expansiva difícilmente va a ser posible llegar a una solución de la que no nos avergoncemos. Es imposible volver la espalda a la vida, cuyo valor y cuya esperanza estamos sintiendo continuamente. Pero también es imposible no vivir de la muerte de otras criaturas, cuyo valor y cuya esperanza no son menores que los nuestros.

La felicidad de referirse a una lejanía de la que todas las religiones del pasado se nutren tampoco puede ser ya nuestra felicidad.

El más allá está en nosotros: una grave constatación, pero está prisionero en nosotros. Esta es la gran escisión, la insalvable escisión del hombre moderno. Porque en nosotros está también la fosa común de las criaturas.

1957

¿Respeto a la inmortalidad? ¿A quién? ¿A César, Gengis Kan, Napoleón? ¿No son los hombres más grandes y más tenaces los más terribles? ¿Y qué efecto tuvieron los ejemplos de Plutarco?

Intentas hacer lo que hay que hacer: desenmascarar lo irremediablemente criminal que tiene un cierto tipo de grandeza. Pero ¿qué tipo de grandeza contrapones a ésta que sea suficientemente peligrosa?

Porque lo criminal arriesga incluso el crimen, y la felicidad con la que escapa a él es lo que constituye también su atractivo. ¿Qué les das a los hombres que quieren tener a otros hombres muertos delante en lugar de esta, exactamente de esta, satisfacción?

Si tuviera que decir qué es lo que me resulta más siniestro de la Historia, diría que los modelos: los planes que César tenía para Persia antes de su muerte, que venían de Alejandro. La campaña de Hitler en Rusia, que quería sobrepasar la de Napoleón. En este regreso de los grandes planes hay un elemento de locura y nunca podrá ser extirpado porque la tradición histórica es inextirpable. De ahí que todo tenga que volver, por absurdo que sea. ¿Quién va a imitar a Hitler? ¿Quién a nuestros otros caudillos? ¿Qué nietos van a morir para éste o aquél epígono?

No hay ningún historiador que, por lo menos, no ponga en la cuenta de César como mérito, esto: que los franceses de hoy hablen francés ¡Como si, de no haber matado César a un millón de ellos, hubieran sido mudos!

Un mérito de las Vidas de Plutarco es que se pueden abarcar fácilmente. Tienen la extensión suficiente como para contener todos los detalles de una vida y como para que uno no se pierda en ellas. Son más completas que nuestras biografías modernas, que son mucho más largas que las Vidas, porque éstas, en los sitios adecuados, contienen incluso sueños. Los errores más notables de estos hombres adquieren mayor claridad en sus sueños; estos son inconfundibles y los resumen. Nuestra moderna interpretación de los sueños no hace más que convertir a los hombres en seres normales y corrientes. Destiñe la imagen de su tensión interior, en vez de iluminarla. En Plutarco me cautivan incluso los romanos, a los que siempre he detestado. En modo alguno puede decirse que este autor se sitúe de un modo acrítico frente a sus criaturas. Pero en su espíritu caben muchos tipos de hombres. Es generoso como en realidad sólo puede serlo un dramaturgo, que está trabajando siempre con muchos personajes y sobre todo con la diversidad que existe entre ellos. De ahí también que su efecto haya sido doble. Algunos han buscado en él modelos como en un libro de oráculos, y han orientado su vida según ellos. Otros han asimilado la cincuentena aproximada de personajes de este autor y, de este modo, han llegado a ser dramaturgos o lo han seguido siendo. Plutarco, cosa de la que yo antes no era consciente, no tiene nada de remilgado. En él ocurren cosas terribles, como en su sucesor Shakespeare. Pero lo terrible de estos autores tiene siempre algo de doloroso. Un hombre que ama a los hombres con una seguridad tan grande como él puede verlo todo y puede también anotarlo todo.