A veces pienso que mi constante dedicación a los Poderosos me está comiendo vivo. Es como el castigo persa de las cubas del que habla Plutarco, y los Poderosos son los gusanos.
¿Qué queda en mí aún? ¿Qué tengo que hacer con estas abominables criaturas? ¿Por qué tengo que hacerlo? ¿No voy a fracasar como hasta ahora ha fracasado todo el mundo? ¿Puedo meterme con el poder? ¿No voy a infundirle tal vez nuevas fuerzas con mi implacable enemistad?
Durante todo este mes he estado meditando sobre el triunfo del matar y del sobrevivir. Podría parecer que todo lo que he hecho con mi insurrección verbal, con mis bravuconadas fuera la constatación de que la muerte de los otros es algo que infunde fuerza y, por tanto, algo querido. No le des tanta importancia al hecho de que tienes que morir, parece que esté yo diciendo, antes que tú verás morir a muchos. ¡Cómo si cada muerte en particular sea quien sea el que muere, no fuera un gran crimen que hubiera que impedir por todos los medios!
El ahorcado de la turbera danesa, a quien he conocido después de dos mil años.
El sol es una especie de inspiración, por eso no debemos tenerlo siempre.
No desconfiar demasiado de las clasificaciones encontradas por nosotros mismos. Si las aplicamos durante un tiempo suficiente acaban revelando una faceta lozana de la realidad: se convierten, por así decirlo, en verdaderas y renuevan la vida.
He separado las cuatro clases de hordas que existen y luego vuelvo a encontrarlas juntas. Esta circunstancia no dice nada en contra de la clasificación en cuatro tipos, habla sólo a favor de un hecho: yo estaba lleno de algo realmente existente. Se trata sólo de una manera especial de describir lo que hay. No podemos penetrar en lo concreto de las cosas si antes no las hemos clasificado y no hemos establecido fronteras. Pero es peligroso aferrarse a estas fronteras cuando uno ha encontrado ya las cosas en pos de las que iba.
No les vas a quitar un solo centímetro a los «grandes». No les arrebatarás ni una sola de sus víctimas. Cada una de tus respiraciones las van a emplear para sí. Igual que en esta vida no has salvado a un solo hombre, tampoco después de tu muerte vas a salvar a ninguno. Quizás contagiarás a alguien el mismo afán de salvar. Esto es lo más que puedes hacer, esto es todo.
El corazón tiene que latir de modo que se le oiga a distancia.
La sensibilidad no tiene medida; por esto todas las doctrinas griegas del término medio son falsas.
U responsabilidad actual del ser humano: sin oráculo que le quite esta responsabilidad, sin divinidad que le mande de un lado para otro, sin límites en su saber, con la sola certeza de que todo aquello que le afecta está sometido a un cambio incesante y cada vez más rápido.
Las penas como armas: se tiraban las penas por la cabeza.
El estar-pensando-una-y-otra-vez lo que ya ha sido pensado muchas veces. Es el elemento conocido y familiar de personajes de la Antigüedad o de la Biblia, lo que les hace tan atractivos. Estamos siempre con ellos, y como antes que nosotros muchos estuvieron ya con ellos, cada nueva interpretación a la que les sometemos continúa, por dentro, la esencia general del mundo.
Hablar como si fuera la última frase que nos dejaran decir.
Tiene un poeta en el vientre, ¡si pudiera tenerlo en la lengua!
Hay una indestructible solemnidad en él, como si en el vientre de su madre se hubiera rezado oraciones a sí mismo.
Los herederos que uno no conoce los encuentra la suerte.
Una noche en la que todos los seres se le curvan a uno formando figuras nuevas. La mañana que sigue a esta noche.
No hay nada más maravilloso que hablar en serio a un joven. Cuando digo «en serio» quiero decir que uno está tomando a este joven en serio. Además hay que ir perdiendo seguridad en uno mismo, sin demostrárselo, y, poco a poco, hay que ir tanteando, como si fuera la primera vez, hasta llegar a las proximidades de una seguridad en la que uno pueda creer, para el joven incluso y no sólo para uno mismo.
Noches y días de miedo. Tengo la extraña sensación de que todo lo que aprendo se convierte en miedo. Después de días en los que los pensamientos vuelven a cobrar vida del todo, vienen noches de miedo. ¿Llegará alguna vez el momento en el que ya no pueda asimilar nada nuevo? ¿Ha terminado la expansión del espíritu?
Una idea terrible, pues quiero seguir y seguir.
¿Puede un enemigo enseñarte la libertad?
Recorren el mundo, vuelven, se marchan; y yo, aquí; siempre el mismo; no ha ocurrido nada; siempre preocupado con los mismos pensamientos y con los mismos hombres.
¿Qué es lo que no está bien?, ¿son ellos?, ¿soy yo?, ¿o son estos pensamientos que desde hace treinta años no me dejan? ¿Moriré de estos pensamientos?, ¿podré escapar alguna vez de ellos?.
Porque mi tendencia a caer en estos pensamientos crece; ellos mismos crecen también y se enredan unos con otros, y en su maraña me parece que está contenido el mundo entero: el mundo no conozco.
¡Oh!, sacerdote de los signos, ser inquieto, prisionero en el templo de todas las letras, tu vida toca a su fin. ¿Qué has visto? ¿Qué has temido? ¿Qué has hecho?
El latido de todos los que han muerto antes de tiempo: así, como todos ellos, late el corazón de él en la noche.
Todavía no he vivido un solo momento en el mundo sin estar dentro de este o aquel mito. Todo tenía siempre sentido, incluso la desesperación. Puede ser que de un momento a otro todo cambiara de aspecto: siempre había un sentido que seguía creciendo. Puede que ni siquiera lo haya conocido yo, él me conocía. Puede que él haya guardado silencio, luego tomó la palabra. Hablaba en una lengua extranjera, la he aprendido. Por esto a los antiguos no los he olvidado. Lo que hubiera dado por olvidar algo; no lo conseguí, todo iba teniendo cada vez más sentido. He venido al mundo en un estuche irrompible. ¿Me estaré equivocando y tomando este estuche por el mundo?
Allí los jóvenes echan al mundo a los viejos. Estos se van volviendo cada vez más jóvenes y, en un momento determinado, paren a nuevos viejos.
Detrás de un cristal el mundo es como un recuerdo, inocente e inasible. Así, me gustaría que fluyeran delante de mí todos aquellos que yo he conocido, los que han muerto y los que están lejos. No pueden hablarme, no me ven, no saben que les estoy viendo. Tal vez uno u otro lo sospeche, pero el camino desciende, se los lleva rápidamente. De este modo vienen todos, no se conocen unos a otros, pero yo sí les conozco a todos, y ninguno de los que he conocido me es antipático. Porque el cristal que los separa de mí les ha quitado, como a mí mismo, toda culpa.
Espero ansioso a aquellos que van a venir después, cuando ya no esté detrás de un cristal. Van a ser muchos, pero cada uno de ellos tendrá su valor. En medio de todos cada uno tiene su propia manera de andar.
Tal vez son los mismos que ahora yo no conozco, cuando pasan mezclados fuera entre los míos. Tal vez los haya conocido alguna vez a todos.