Al sol, los hombres parece como si merecieran vivir. Bajo la lluvia parece como si tuvieran muchos propósitos.
Cómo se imagina él la felicidad: una vida entera leyendo tranquilamente y escribiendo sin enseñarle nunca a nadie una palabra de lo escrito, sin publicar una palabra. Dejar a lápiz todo lo que ha anotado; no cambiar nada, como si lo que ha escrito no tuviera destino alguno, como el curso natural de una vida que no sirve a ningún fin que haga más angosto el mundo, pero una vida que es totalmente ella misma y que se va anotando como quien anda o respira.
En los animales a los que les abrían las entrañas buscaban el futuro. Y estaba allí porque se las abrían. Si no los hubieran abierto, el futuro habría sido otro.
No hay nada que sea concreto ni diferenciado que no me parezca lleno de sentido: como si todo lo que existe estuviera escondido en nosotros y sólo pudiéramos hacérnoslo visible dando este rodeo por lo otro.
Cabría pensar que las horas perdidas se escurren para entrar en las que vendrán después y que, de repente, miran desde ellas. ¿No podría ser que así no estuvieran perdidas?
La conciencia de sí mismos que tienen aquellos que se muestran por todos los lados.
Los hermosos momentos de la mañana, cuando todo lo personal parece insignificante y sin importancia; cuando uno siente en sí mismo el orgullo de las leyes que está buscando.
Aversión a ensamblar las cosas; lo mantienes siempre todo abierto, todo separado. En realidad sólo quieres aprender a apuntar inmediatamente lo que has comprendido. Cada día entiendes más pero te repugna sumar; como si al fin debiera ser posible, en un solo día, en unas pocas frases, decirlo todo, pero de un modo definitivo.
Deseo inextinguible de que este día tenga lugar al fin de tu vida, lo más tarde posible.
Aix: un pequeño café, justo delante de la entrada de la cárcel. Por la noche, tarde, estaba yo una vez allí. En mi mesa estaba una anciana pobre y miserable, con cara de muerta casi. Un joven, borracho, le hacía la corte; con una obstinación increíble se metía una y otra vez con ella; la invitaba a beber; la abrazaba; le hacía proposiciones; se burlaba groseramente de ella y la ponía nerviosa; y otro hombre, apenas mayor que el primero, aplaudía entusiasmado. La vieja, como si fuera de piedra, se lo dejaba hacer todo; de vez en cuando se agitaba y decía con una voz silbante: «!déjame en paz!». Pero era inútil. No había manera de quitárselo de encima. Todo ocurría delante de la cárcel; la vieja no dejaba de mirar en aquella dirección, como si tuviera allí a su marido o a su hijo.
Una ventaja de viajar a regiones nuevas es el romper lo ominoso. Los sitios nuevos no se adaptan a viejos significados. Por un tiempo uno se abre realmente. Todas las historias pasadas, la vida de uno – llena a rebosar -, que se asfixia de tener un sólo sentido, todo queda de repente atrás; como si uno los hubiera dejado bajo custodia en algún sitio; y mientras permanece en silencio, ocurre únicamente lo no interpretado: lo nuevo.
Por la noche, llegada a Orange. Noche saturada, meridional; Pero las calles están limpias y son claras; un cierto puritanismo cubriendo el elemento romano. Callejeamos hasta llegar a la puerta del teatro: el enorme muro que da a la plaza. La pequeña puerta de entrada estaba abierta; subimos las escaleras y nos encontramos arriba en una gradería. Abajo, delante del escenario, perdidos en el espacio vacío del teatro, había unos cuantos hombres que estaban discutiendo sobre los efectos de luces de una representación que debía tener lugar dentro de pocos días. Por esto, el teatro estaba iluminado, para nosotros dos, cuya presencia nadie advertía. Fui presa de un sentimiento descabellado. qué hermoso sería escribir dramas para un teatro así. Bajamos y, una vez fuera, admiramos de nuevo los grandiosos muros. A. estaba cansado y le acompañé al hotel. Las calles estaban totalmente desiertas y bastante oscuras. Nos separamos y volví sólo en dirección al centro. Era media noche, los cafés habían cerrado; no encontré una sola persona; andaba y andaba, y esperaba que apareciera una u otra forma de vida; la ciudad me gustaba tanto y el teatro era tan grande… de repente, de un modo totalmente súbito, advertí la presencia de un nutrido grupo de personas, un tropel de hombres, mujeres, niños, niños muy pequeños; iban llegando más y más, y como no comprendía de dónde podían venir a esa hora, sobre todo los niños, todo aquello me pareció una especie de engendro de mi esperanza. Pero luego llegué a una gran plaza; allí había un circo; la lona de la carpa estaba abierta; se había acabado la función, salía un río de personas. Anduve por los alrededores del circo; la ciudad entera, por familias, volvía a casa, y, retrocediendo unos pasos, me encontré de nuevo ante los enormes muros del teatro. Ahora la plaza estaba llena a rebosar de gente que volvía a casa.
De este modo la masa me había vuelto a encontrar. Aquello me conmovió profundamente. La primera ciudad del sur, el teatro romano vacío, y en el momento mismo en que, a altas horas de la noche paseaba yo por la ciudad callada y muerta, su gente que, a modo de masa, saliendo del circo, se dirigen como un río hacia mí.
¡Que uno mire atentamente la vida y pueda amarla! Tal vez tiene una ligera idea de lo poco que significa su mirada.
Una bola que es lanzada continuamente hacia arriba para molestar al cielo: la Tierra.
Una habitación en la que hay tres personas que no se conocen ni se ven nunca.
Poco a poco voy comprendiendo cuantas cosas hay aquí. No lo puedo decir de otra manera; me refiero a lo mucho que hay en el mundo y que yo debiera conocer. Me he tomado tiempo. Tal vez antes no hubiera podido comprender la mayoría de estas cosas. pero ahora podría empezar como un alumno formal. Para mí cada vez tiene más importancia aquello de lo que tengo noticia. Ya no intento contestar con gestos particulares e irrelevantes. Todo aquello que voy conociendo se queda descansando en mí, días y semanas, y se familiariza con lo que encuentra dentro de mí. Pero ahora lo importante ya no es que estos encuentros se produzcan en mí, lo importante es que tengan lugar.
Esta ternura de la que le llena a uno todo lo inútil.
El secreto resentimiento por todo aquello que uno hubiera podido conocer y no ha conocido.
Lo quejumbroso del comerciante: sus artículos se convierten en una parte sensible de su cuerpo.
Va por la calle con una gran preocupación; en cada uno de sus pasos busca una actitud vital.
El tunante. En él se dan cita los efectos de la orden y los de la transformación, y, como no ocurre en ningún otro personaje, en él se puede leer la esencia de la libertad. Empieza como cabecilla; da órdenes y éstas son obedecidas. Pero lleva la obediencia de su gente ad absurdum y se libra de ellos.
Se los sacude a todos; destruye costumbres, obediencia, su propio carro, sus instrumentos de magia, al fin, sus armas, para desembarazarse de ellos, para estar completamente solo. Así que está solo, puede hablar a todos los seres y a todas las cosas. Quiere aislarse y persigue sus propias transformaciones.
Una vez liberado de todos aquellos que le pertenecen, se pone en camino. Pero no tiene camino. Vaga de un lado para otro, sin meta, y tiene antojos. Se entretiene con partes de su cuerpo que tienen una vida propia, con su trasero, con su miembro. Se hace cortes en su propia carne. Come de sus entrañas, no sabe de dónde provienen, le gustan. Su mano derecha riñe con la izquierda.