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Lo imita todo mal; en ninguna parte se orienta; no hace más que hacer preguntas equivocadas, de las que no obtiene respuesta o sólo respuestas que le confunden.

Adopta a dos niños diminutos: no para alimentarles a ellos sino para alimentarse así mismo, y los cuida tan mal que necesariamente se mueren. Toma forma de mujer, con pechos femeninos falsos; se casa con el hijo de un cabecilla y se queda embarazado varias veces. No hay cambio que él no haga ante la gente.

Engulle a animales y personas cuando tiene hambre, pero ellos le engullen también a él; es nada menos que héroe y vencedor.

En su aislamiento puede ocurrirle todo lo que puede ocurrir en la vida. Pero este mismo aislamiento hace no dé con el fin que se propone, que dé la impresión de algo absurdo y que resulte ser un personaje tan interesante.

Es el predecesor del pícaro -no hay época ni sociedad que no pueda producir su pícaro – y siempre interesará a la gente. Les divierte explicándoselo todo por inversión.

Pero sus aventuras no pueden tener nunca una trabazón. Cualquier deducción interna, cualquier conexión les daría sentido y les quitaría su valor, es decir, su libertad.

A veces le decimos a cualquiera nuestras mejores cosas, las más importantes. No tenemos por qué avergonzarnos de esto, pues no siempre estamos hablando al oído. Las palabras quieren que se las diga para que existan.

Creo que los efectos de esta nueva «luna» van a ser positivos. El nuevo satélite va a dar un impulso completamente nuevo a la rivalidad entre las potencias técnicamente activas: su competitividad abandona por primera vez la Tierra. La guerra entre ellos es cada día menos posible. Da igual quién sea el que lleva un paso de ventaja, de todas maneras el conflicto significa la aniquilación total de los dos bandos. En cambio, trasladando su ambición al espacio exterior, pueden ganar mucho prestigio ante los demás, como el que acaban de conseguir ahora los rusos. Esto origina una rivalidad que es a la vez grandiosa e infanticlass="underline" grandiosa por lo que supone de ampliación del espacio en el que tiene lugar tal rivalidad; infantil porque todo apunta claramente al vacío; el ser humano, en cambio, está inmensamente lleno y de él no se sabe todavía nada.

Porque lo que se necesita para la conquista de la Luna y de los planetas es un fragmento insignificante de la memoria humana. Todo lo restante está en barbecho. Sin embargo, la sencillez de estas metas las hace comprensibles a todos. Un único sistema de dos masas podría abarcar la totalidad de la Tierra y de sus habitantes. Todo resulta tan claro como en un campo de fútbol, pero claro para todos. La inquietud de los que han perdido la primera ronda podría llevarles, en compensación, a ser los primeros en llegar a la Luna. El orgullo de los que han empezado ganando les va a dar la seguridad suficiente para no extraviarse en una guerra. Cabría pensar que las amenazas más detonantes de los últimos años no dieran lugar más que a un enorme castillo de fuegos artificiales, un espectáculo que podría verse a muchos kilómetros a la redonda de la Tierra, una diversión para los hombres y todavía ninguna maldición para las estrellas.

Cada nueva persona cuya existencia aceptamos origina un cambio en nosotros. Tal vez es el carácter inevitable de este cambio lo que presentimos y tememos, porque ocurre antes de que hayamos agotado lo que había antes de este cambio.

Ayer leí un viejo relato sobre la vocación de mago de un hombre de la tribu de los amazulu. Tenía más fuerza, más poder de convicción, más originalidad y más verdad que los más nobles testimonios personales de nuestros ascetas y místicos. Para estos negros, de lo que se trata es de que los magos vuelvan a encontrar objetos perdidos o robados; se les prueba sobre su capacidad y según ella se les toma más o menos en serio. Lo auténtico sería, pues, el sentimiento de la vocación y no parece que lo importante sea el contenido de ésta.

Le tortura que no empiece a brillar al mismo tiempo todo lo que ha sabido alguna vez.

1958

Estos filósofos de Oxford van quitando más y más capas hasta que ya no les queda nada. He aprendido mucho de ellos: ahora sé que es mejor no empezar nunca a roer.

Uno podría, naturalmente, en vez de reflexionar sobre mitos, reflexionar sobre palabras, y mientras evitara definirlas, sería posible extraer de ellas toda la sabiduría que los hombres han reunido. Pero los mitos son más divertidos porque están llenos de metamorfosis.

Su corazón es la lámpara en la noche.

Ella se ha instalado ahora en la vieja habitación de él, y ama esta habitación como si él hubiera muerto. Le pone de muy mal humor que él vaya.

«La riqueza de un hombre se medía por el número de sus libros y el de los caballos que tenía en la cuadra» (Timbuktu, hacia 1500).

Muchas veces me parece como sí todo lo que aprendo y leo fuera inventado. Lo que descubro, en cambio, es como si en realidad hubiera existido siempre.

No hay nada más enmarañado que los caminos del espíritu. El modo como un hombre aprende, si evita aplicar inmediatamente o que aprende, tiene más de aventura y de misterio que cualquier expedición científica. Porque en lo espiritual no puede uno proponerse ni calcular caminos. Sin duda que allí hay algo así como mapas aproximados, pero es infinitamente más sugestivo salir en todas direcciones, y qué sorpresa volver a encontrarse donde uno ya estaba siendo otro en aquel mismo lugar.

Cuanto más determinado es un espíritu tanto más necesita lo nuevo.

Hay una cierta homogeneidad en todas las narraciones, pero no sé en qué consiste.

Que sigas creyendo en una ley, aunque sepas que no la vas a encontrar nunca, aunque sepas que nadie la conoce.

Dudar siempre he dudado poco; cuánta fuerza y cuánta juventud tiene todavía para mí la duda.

Un hombre que, poco a poco, se va transformando en una mala conciencia. Pero se encuentra tan a gusto…

«Todavía ahora se observa estrictamente la costumbre de no sacrificar ningún animal hasta que, una vez rociado con la bebida votiva, no haya mostrado su conformidad moviendo la cabeza». Plutarco: Conversaciones en la mesa.

«En el siglo XIII, los egipcios fueron presa de un ansia de comer carne humana que se propagó a todos los estamentos, pero de un modo especial se tenía la vista puesta en los médicos. Si uno tenía hambre mandaba llamar a un médico, pero no para consultar con él sino para comérselo». (Humboldt).

«A la gente le gustaba tanto este espantoso manjar que era posible ver cómo personas ricas y dignas de todo respeto lo comían de un modo habitual, hacían de él un festín y llegaban incluso a hacer provisión de carne humana. Surgieron distintas maneras de preparar esta carne… Eran precisas toda clase de astucias para atacar a los hombres por sorpresa o para, con falsos pretextos, llevarlos a casa de uno. De los médicos que venían a mi casa, tres sucumbieron a esta suerte, y un librero que me vendía libros – un hombre viejo y muy gordo – cayó en las redes de esta gente y escapó por los pelos». (Abd-Ullatif, médico de Bagdad, en subscripción de Egipto).