Los animales son seres más extraños que nosotros sólo por esta razón. Porque tienen las mismas vivencias que nosotros, pero no las pueden contar. Un animal que hablara ya no sería superior a un hombre.
Un reno dispara a un hombre. «Un reno llamado Rudolf que arrastraba los trineos de tres cazadores le disparó a uno en la pierna. Rudolf quedó cogido por los cuernos en un fusil y accionó el gatillo.»
¿Cuándo aprenderán los animales a disparar? ¿Cuándo el disparar se convertirá en algo peligroso para los cazadores? ¿Cuándo robarán los animales fusiles, como los rebeldes, los esconderán y se ejercitarán en el tiro? A los cornúpetos les resulta más fácil que a los otros animales, pero con los dedos y con los dientes también se podría disparar sobre cazadores. ¿Y si en esto salieran perjudicados hombres inocentes? ¡Pero cuántos animales inocentes…!
Los nuevos descubrimientos, los verdaderos descubrimientos que se hacen con animales sólo son posibles porque nuestro orgullo como jefes supremos se ha esfumado completamente. Se llega a la conclusión de que somos más bien jefes ínfimos, es decir, el verdugo de Dios en su mundo.
Legisladores que tienen que enseñar con todo detalle lo que hacen.
«Los padres de la Iglesia Oriental aseguraban que Cristo fue más feo que cualquier otro hombre. Pues para salvar a la Humanidad había tomado sobre sí todos los pecados de Adán e incluso las imperfecciones físicas.»
Corazones como cálices en los cuales la gente bebe. Uno se los puede sacar del pecho y darlos a los otros para que beban. Uno puede darle a otro su corazón como prenda; en este caso, coge su corazón y lo mete en el pecho del otro. El que ama anda por el mundo con el corazón de otro. El que muere se lleva el corazón de otro a la tumba y su propio corazón sigue viviendo en él.
Uno y el mismo hombre sirve a muchos como sobrevivido.
Le gustan los pocos y está siempre declamando sobre los muchos.
No digas: ahí estuve yo. Di siempre: ahí no estuve nunca.
No he aparecido. Tanto ruido, tantas palabras y sigo sin haber aparecido.
Hay charlatanes ridículos. Hay también silenciosos ridículos.
Los días no contados son la felicidad de la vida, y los años contados, su razón.
El verdadero efecto de la misericordia ¿sería cambiar en error la culpa que hay en aquel de quien nos hemos apiadado?
Una profesión útil como la de médico no es bastante para proteger a un poeta de la presunción. Porque el asco ante lo vivido, que al principio es fecundo, alimenta, actuando por contraste una especie de magnificación de la persona que ha conseguido superar este asco. El poeta que ha conseguido superarlo se convierte en un fin en sí mismo.
Sólo hay pueblos escogidos: todos aquellos que aún resisten.
Montañas en forma de una línea azul de cielo a lo lejos. Tierna, inasible arrogancia.
Cantaban tan alto que se les oía desde lejos. Habían formado un corro en el sitio donde el tráfico era más intenso; veinte personas formaban un gran círculo y cantaban como un solo hombre. Algunos llevaban uniformes, otros mono de trabajo o traje de calle. Las mujeres que había en este grupo parecían hombres, pero no llevaban pantalones. Sus voces atronaban como trompetas. Cada canción tenía varias estrofas, y cuando una había terminado empezaba inmediatamente otra sin que antes se pusieran de acuerdo. Tenían todos la cara enrojecida. «¿Es el esfuerzo o es que están muy sanos?» Los transeúntes se apretaban y pasaban pegados a ellos; la mayoría tenían mucha prisa y no querían molestarles. Pero algunos se detenían y les admiraban. Contraían los labios; les hubiera gustado cantar. «Por qué no lo hacemos. Por qué no cantamos con ellos. Claro que no podemos cantar tan bien». Los coches que pasaban muy cerca evitaban tocar el claxon. Un guardia que dirigía la circulación a pocos metros de distancia cambió de sitio y consiguió dirigirla desde otro lugar. Su uniforme no era el de ellos, estaba solo. No le hubiera importado nada juntarse al grupo. Dos perros, a los que sus dueños llevaban de la correa, ladraban muy fuerte y se metían en el círculo de los que cantaban. Su dueño y su dueña les retenían con dificultad; les prohibían que ladraran.
Cada uno de los cantores llevaba un bastón blanco y en los momentos en que el júbilo del canto crecía mucho levantaban los bastones en alto como extasiados. Los agitaban en el aire, los levantaban y los entrelazaban, entusiasmados. A diferencia de lo que ocurría con el canto, este movimiento no estaba regulado, iba en todas direcciones y tropezaba torpemente en un cielo adoquinado. Luego el júbilo decaía, los bastones descendían y se colocaban modestamente sobre el suelo. Entre una canción y otra se oía por unos momentos el ladrido de los perros a los que sus dueños no conseguían calmar. Un claxon que, por olvido, había tocado, dejó de oírse inmediatamente en cuanto empezó la nueva canción. La letra la pronunciaban con tal fuerza que era difícil entenderla y sólo una palabra que se repetía con frecuencia se reconocía de un modo inmediato. Salía en cada estrofa y designaba al Ser Supremo. Poco a poco, otras palabras se iban entendiendo también. Se juntaban al tema del canto y lo vestían con colores chillones.
De los cantores, algunos tenían los ojos cerrados y no los abrían ni en los momentos de mayor tensión. Otros, que los tenían muy abiertos, miraban fijamente y de un modo inexpresivo hacia una misma dirección. Pero ninguno utilizaba los ojos como acostumbran hacerlo los cantores. Cantaban con tanta pasión porque no podían ver nada. No paraban de cantar porque no querían ir a ninguna parte. Todos eran ciegos y daban gracias a Dios; su canto versaba sobre sus pecados.
En la vida inglesa, una de las palabras que se usan para tranquilizar a otro y que más molestas resultan es «relax!». Me imagino a alguien diciéndole a Shakespeare «relax!».
El escritor, por instinto, tiende a engañar a los que ama quitándoles aquello que cree que pueden haber recibido de cualquier otro. Lo que él les da sólo debe poder dárselo él. Ellos, en cambio, aun sin saberlo, anhelan nutrirse de la vida más normal y corriente, y, en última instancia, tienen que odiarle con encono por privarles de este alimento. El no puede dejar de decirles desesperadamente una y otra vez que no se trata de esto, sino de otra cosa; y mientras es él el que decide lo que tiene que ser esta otra cosa, está contento.
No hace nada por su cuenta. Imagina lo que otros hacen y se lo hace contar.
¿Ascesis sin mal olor?, ¿qué ascesis es ésta?
El milagro de la supervivencia humana: es tanto más un milagro porque estas miserables criaturas por la noche, roncando, se traicionan a sí mismas ante las fieras. Los únicos animales salvajes que roncan como nosotros son los antropoides.
Un hombre que ya no aprende nada ¿tiene derecho a sentirse responsable todavía?
Circe, que transforma a todos los hombres en periódicos. El hombre, el animal que retiene en la mente lo que asesina.