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Primera conversación con personas que él conoce de vista desde hace diez años, que las ha visto todos los días preguntándose sobre ellas y ellas preguntándose sobre él.

Es preciso que uno tenga muchas personas como éstas y que luego, al cabo de los años, les dirija la palabra.

El hombre de Asia, establecido en África, que, expulsado, ha salido hacia Inglaterra y que jamás ha acabado de llegar aquí.

¿Cuántos rostros puede retener un hombre? ¿Hay un umbral superior en esto? ¿Alcanzarán sólo este umbral personas como Napoleón que se acuerdan de los hombres para que mueran por ellos?

A él le gustan las frases aisladas, frases para sí mismas; se las puede ir dando vueltas en la mano, se las puede agitar, se las puede estrangular.

Los nombres chinos tienen algo de la lengua última en la que desembocarán todas las lenguas del mundo.

¿Se vengarán los libros no leídos? Si él no les hace caso, ¿se negarán a acompañarle al fin de su vida? ¿Se precipitarán sobre los libros hartos, leídos de muchas maneras y los romperán en mil pedazos?

A Musil lo admiro aunque sólo sea porque no abandona lo que ha examinado detenidamente. Permanece instalado en ello catorce años y muere cuando todavía está preso allí.

Estoy leyendo, como si fuera la Primera vez, Las Metamorfosis de Ovidio. No es lo que dicen y lo que sienten sus personajes lo que me impresiona: se encuentran demasiado en el plano de lo artístico; su retórica ha penetrado desde el principio en la literatura europea y ha sido purificada por los autores posteriores que han hecho de ella una verdad mejor. Pero la inspiración de estos versos, su tema, son las metamorfosis, y en ellas Ovidio ha anticipado algo que, hasta nuestros días, ha interesado vivamente a algunos escritores. Ovidio no se contenta con dar nombre a algunas metamorfosis, las sigue el rastro, las describe, las convierte en procesos claramente visibles por el lector. Con ello separa lo más característico del mito de su contexto habitual y le da este carácter sorprendente que ya no volverá a perder. Le interesan todas las metamorfosis, no sólo ésta o aquélla; las reúne; las coloca una detrás de otra; las sigue una por una en sus ramificaciones, e incluso allí donde por su naturaleza tienen rasgos comunes, dan siempre la impresión de milagros recientes, sentidos como algo digno de crédito.

Estas metamorfosis son a menudo fugas, pero son algo único; muchas veces son metamorfosis del dolor. Su carácter definitivo es lo que les da su seriedad. Cuando son redenciones, se han pagado a alto precio; la libertad del ser transformado se ha perdido para siempre. Pero la variedad y la riqueza de esta serie de transformaciones es lo que conserva la fluidez de todo el mito.

Es incalculable lo que, con esta obra, ha salvado Ovidio para el mundo cristiano: aquello, precisamente, que más lejos estaba de la conciencia de este mundo. A la doctrina del Cristianismo, que estaba anquilosándose con sus jerarquías, a su torpe sistema de virtudes y vicios les insufló el aliento antiguo, liberador de la metamorfosis. Ovidio es el padre de una modernidad que ha existido en todas las épocas; incluso hoy en día no sería difícil encontrar las huellas de este autor.

Hay que dejar de hablar antes de haberlo dicho todo. Algunos lo han dicho todo antes de empezar.

No encontrar nada más, ninguna forma desconocida de hombre. Este es el momento de enmarañar todo lo conocido.

El ha arrancado todos los mitos como si fueran hierba.

Ojos que sólo ven el cuerpo por dentro, pero lo ven ensangrentado y con todo detalle. Un ojo para mirar hacia dentro y otro para mirar hacia fuera. Si tuvieran esta doble visión, ¿cómo serían los hombres?

A la mayoría de los místicos no los consideramos como poetas, pero sí a los místicos persas.

En estos autores se habla más de animales; se habla también de muchachos. Su escritura es más sinuosa; su exaltación, más terrena; sus parábolas tienen el calor del aliento amoroso Y, a la vez, algo de los límites y del perfil de la vida diaria.

Les falta lo ovejil de la vida monástico. Se nota que han andado por el mundo, que han callado mucho y que, de repente, después de un largo silencio, han empezado a hablar apasionadamente.

Son sabios, pero su manera de hablar es vehemente. Balbucean y hablan de un modo maravilloso. Tienen algo de acróbatas.

El está buscando la frase única. Está pensando cientos de miles de frases para encontrar la única.

¿En qué lengua se podría encontrar la frase única? Las palabras de la frase única ¿son cuerpos del mundo? ¿Corazones? ¿Muertes? ¿Animales?

La frase única es aquella que él mismo no repite; nadie la repite.

Los destructores de la lengua buscan una nueva justicia en medio de las palabras. No la hay. Las palabras son desiguales e injustas.

La alegría y viveza de Ariosto ha pasado a Stendhal; la rapidez, la arbitrariedad y el gusto por la metamorfosis.

Stendhal ha tomado más de Ariosto que de Shakespeare.

La actitud moderada de Stendhal en relación con la muerte, a pesar de haber perdido pronto a su madre y del asco que le daba Dios, «del cual venía esto», sólo se explican por la Revolución Francesa: el sentimiento de felicidad que le produjo la ejecución del rey. Una muerte que a su odiado padre afectó tanto fue para él una dicha y esto le hizo de alguna manera culpable de esta muerte.

Los tres modelos de la infancia de Stendhaclass="underline" el abuelo escéptico, que siempre estaba imaginando algo; la orgullosa tía, con su aristocrático porte español; Romain Gagnon, su tío, «bon vivant», mujeriego y amigo de disfrutar del momento. Pero más fuerza tienen todavía los anti-modelos de su juventud: el padre calculador; otra tía, la gruñona que le persigue con odio, y el jesuita Raillane, su profesor. Esta escisión de amor y odio, modelos y anti-modelos, en ninguna autobiografía se presenta de un modo tan claro y estimulante como en la de Stendhal.

Para mí, el valor teórico de Henri Brulard está precisamente en esto. Pero no hay casi nada en Brulard que no tenga un valor enorme. En esta obra, las primeras experiencias de la muerte tienen tal verdad y tal fuerza que llegan a perseguirle a uno mismo. Ahí se encuentran el obstinado localismo al que sólo algunas veces da forma pero del que continuamente esta haciendo referencias precisas. Se encuentra una libertad moral que no silencia ninguna bajeza y que, de un modo automático, se coloca siempre al lado de la magnanimidad. Se encuentra su curiosidad por el hombre y su sensibilidad, siempre despierta, por el encanto de las mujeres. El gusto que tiene luego también por la pintura no se puede entender de otra manera.

A Stendhal le debo la convicción de que todo hombre, si consigue plasmarse en un apunte, es un ser estimulante, sorprendente e insustituible.

Es la espontaneidad de su modo de pensar y de sentir lo que yo amo en él, el carácter abierto y felizmente receptor de su forma de ser, la rapidez que no olvida, el movimiento incesante que no se pierde nunca, el carácter aristocrático sin ser prosopopéyico, la gratitud que sabe perfectamente con qué está obligada, el no embellecer la realidad (excepto cuando se trata de cuadros), la manera como llena un caos en el que, no obstante, siempre hay luz. Luz la hay en todas partes en este autor; su pensamiento es luz. Pero no una luz religiosa o mística – ésta, para él, fue siempre sospechosa -, es la luz de la vida misma, de los procesos vitales que en cada detalle concreto le iluminan.