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Hay una tensión legítima en el poeta: la proximidad del presente y la fuerza con la que él lo aparta de sí; la nostalgia del presente y la fuerza con la que vuelve a tirar de él para sí. De ahí que jamás pueda estar lo bastante cerca de él. De ahí que jamás pueda apartarlo lo bastante de sí. Todo hombre necesita una esfera legítima de opresión en la que le sea permitido despreciar y poner su orgullo por las nubes. La elección de esta esfera, que muchas veces tiene lugar muy pronto, es, probablemente, el acontecimiento más importante de una vida. Aquí es donde un educador puede realmente hacer algo; tiene que estar mucho tiempo a la expectativa, sintonizar cautelosamente con

que estar mucho tiempo a la expectativa, sintonizar cautelosamente con los sentimientos del educando y, una vez ha encontrado lo que buscaba, trazar con energía los límites de esta esfera. Lo importante son estos límites; deben ser firmes y resistir cualquier ataque; tienen que proteger al resto del hombre de los apetitos depredadores de la arrogancia. No basta con que uno se diga: soy un gran pintor. Tiene que sentir que en las otras cosas es muy poco, mucho menos que la mayoría de los otros. La esfera del orgullo, por su parte, debe ser espaciosa y estar aireada. Sus súbditos, donde mejor viven es fuera, a gran distancia unos de otros. Sólo en contadas y muy especiales ocasiones se les hará sentir que son súbditos. En realidad, lo único importante aquí es que uno lleve la bola de cristal consigo y que proteja el aire enrarecido de esta bola. En ella se respira de un modo más puro y con más paz, y uno está completamente solo. Únicamente los malhechores y los locos quieren que la esfera crezca hasta convertirse en una cárcel para todo el mundo. El hombre que tiene experiencia mantiene esta esfera de modo que pueda cogerla con la mano; y cuando, a modo de juego, la hace crecer, no olvida jamás que, antes que él se dedique a cosas más banales, esta esfera tiene que volver a encogerse hasta caber en la mano.

Para poder resistir se necesita un arsenal de nombres sobre los que no quepa duda alguna. El hombre que piensa va sacando de su tesoro un nombre tras otro, les da un mordisco y los mira al trasluz; y cuando se da cuenta del modo falso como este nombre está unido a la cosa que tiene que designar, entonces lo desprecia y lo tira como si fuera chatarra. De este modo, el arsenal de nombres indubitables se va haciendo cada vez más pequeño; el hombre se va quedando cada día más pobre. Puede quedarse en el vacío y en la miseria si no se ocupa de buscar ayuda. No es difícil encontrarla, el mundo es rico; cuántos animales, cuántas plantas, cuántas piedras hay que no ha conocido jamás. Entonces si se preocupa de ellas, a la primera impresión toma de la figura de estas cosas sus nombres, que son todavía seguros, hermosos y frescos como para el niño que aprende a hablar.

Los animales que faltan: las especies que no han aparecido porque el progreso del hombre se lo ha impedido.

El reducido número de sus ideas fundamentales constituye la esencia del filósofo, y también la obstinación y pesadez con que las repite.

¡Pensar que uno todavía tiene que pleitear por la muerte como si ésta no tuviera ya de por sí una aplastante preponderancia! Los espíritus «más profundos» tratan a la muerte como si fuera un juego de manos con cartas.

El saber sólo puede perder su carácter letal con una nueva religión que no reconozca a la muerte.

El Cristianismo es un paso atrás en relación con la fe de los antiguos egipcios. Acepta la decadencia del cuerpo e, imaginándose esta decadencia, lo hace despreciable. El embalsamiento es la verdadera gloria del muerto mientras no sea posible volver a despertarle.

Para un hombre que ronda los cuarenta, las seducciones del poder son irresistibles. No puede dejarse engañar en este punto, de lo contrario es muy fácil que se convierta en una víctima de él. Tiene que ver sus responsabilidades en su verdadera escala y luego decidirse por la más alta de todas. Si ésta se encuentra por encima y más allá de su propia vida, tiene que huir, como del diablo, del poder que le ata a situaciones reales.

La verdad es un mar de hierba que se mueve al viento; quiere que la sintamos como movimiento y que la respiremos como aire. Una roca lo es sólo para el que no la siente ni la respira; éste tiene que darse de cabeza con ella hasta abrírsela.

Para mí es mejor leer cosas sobre los pueblos primitivos que verlos. Un solo pigmeo de África me llevaría a plantearme más preguntas desconcertantes que las que permite la ciencia en los últimos cien años. Pienso la realidad de un modo despectivo por el sólo hecho de ejercer sobre mí una influencia tan enorme. Ella en modo alguno es ya aquello que los otros llaman realidad, ni algo duro ni algo idéntico a sí mismo, ni acción ni cosa; es como una selva virgen que crece ante mis ojos, y mientras crece ocurre en ella todo lo que es propio de la vida de una selva virgen. De ahí que tenga que defenderme de un exceso de realidad, de lo contrario mis selvas vírgenes me destrozan. De una forma más suave, y por esto mismo aún soportable, la gente se agencia la realidad mediante imágenes y descripciones. También ellas cobran vida en nosotros, pero tienen una forma más lenta de crecer. Son más tranquilas y están más diseminadas y andan a tientas cautelosamente buscándose unas a otras. Pasa bastante tiempo hasta que se encuentran. Pero lo que en ellas falta sobre todo, es la terrible fuerza con que la realidad salta sobre nosotros, un hermoso, resplandeciente animal de presa que devora al hombre.

Quisiera quedarme simplemente para no mezclar los muchos personajes de los que estoy hecho.