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En cuán poco tiempo el volar – este antiquísimo, precioso sueño del hombre – ha perdido todo su encanto, todo su sentido y su alma. Así es como se realizan los sueños, uno tras otro, hasta la muerte. ¿Puedes tener un sueño nuevo?

¡Qué inmensamente modestos son los hombres que se proponen tener una sola religión! Yo tengo muchísimas religiones, y aquella a la que las demás se subordinan se va formando únicamente a lo largo de mi vida.

Vemos cómo los pensamientos sacan sus manos del agua; pensamos que están pidiendo auxilio; qué engaño: abajo viven en perfecta paz y armonía; hagamos sólo una prueba: saquemos a uno de ellos.

El equilibrio entre saber y no saber depende de cómo uno va adquiriendo sabiduría. El no saber no puede empobrecerse con el saber. A cada respuesta – a lo lejos y aparentemente sin relación alguna con ella debe saltar una pregunta que antes dormía acurrucada. El que tiene muchas respuestas debe tener todavía más preguntas. A lo largo de toda una vida, el sabio no pasa de ser un niño y las respuestas lo único que hacen es secar el suelo y la respiración. El saber es un arma sólo para los poderosos, y no hoy nada que el sabio desprecie tanto como las armas. El sabio no se avergüenza de su deseo de amar a más hombres de los que conoce; y jamás se separará arrogantemente de aquellos sobre quienes no sabe nada.

En las mejores épocas de mi vida pienso siempre que estoy haciendo sitio, haciendo más sitio en mí; ahí quito nieve con la pala, allí levanto un trozo de cielo que se había hundido en ella; hay lagos que sobran, dejo salir el agua – los peces los salvo -; bosques que han crecido ahí, suelto en ellos manadas de monos nuevos; todo está en pleno movimiento, lo único que falta siempre es sitio; jamás pregunto para qué; jamás siento para qué; lo único que tengo que hacer es volver a hacer sitio una y otra vez, más sitio; y mientras pueda hacer esto merezco vivir.

¡Que este rostro haya llevado a esta guerra y que no lo hayamos exterminado! Y somos millones y la Tierra está llena de armas; munición habría para tres mil años, y este rostro sigue estando aquí, a lo lejos, tendido sobre nosotros, la mueca de Gorgona; y nosotros, todos, petrificados asesinando a los demás.

A lo que más nos parecemos es a los bolos. En las familias se nos coloca de pie, aproximadamente nueve. Cortitos, de madera; con los demás bolos no sabemos qué hacer. El golpe que nos va a derribar tiene la trayectoria marcada desde hace tiempo; estúpidamente estamos esperando a ver qué pasa; en el caso de que, al caer, tumbemos al máximo número de bolos que podemos tumbar, el golpe que les transmitimos es el único contacto que nos dignamos concederles en nuestra rápida existencia. Esto significa que nos vuelven a poner de pie. Pero da igual quién sea aquel a quien le ha ocurrido esto; en la nueva vida somos exactamente lo mismo, sólo que entre los nueve, en la familia, hemos cambiado de sitio; incluso esto no ocurre siempre; de madera, estúpidos, volvemos a esperar el viejo golpe.

Mi deseo más ardiente es ver cómo un ratón se come vivo a un gato. Pero tiene que estar jugando con él el tiempo suficiente.

Los días se distinguen, pero la noche tiene un solo nombre.

Tiene los ojos insensibles propios de uno a quien aman por encima de todo.

Sobre la oración. La oración es la forma de repetición más eficaz y más peligrosa. La única forma de protegerse de ella es que se vuelva mecánica, como ocurre con los curas y los mascaoraciones. No entiendo cómo los hombres pueden proponerse emplear la intimidad necesaria en cada una de las infinitas oraciones que rezan. La fuerza de todos los hombres, sumada, no sería suficiente para el blablablá de uno solo de los que han caído en este vicio.

El infantilismo de la oración: uno reza para pedir aquello que de todas maneras va a recibir, en vez de rezar para pedir lo inalcanzable. Si no hubiera más remedio que rezar, sería mejor que uno tuviera que dirigirse a muchos dioses y a dioses muy distintos. Entonces esta práctica de la metamorfosis, ineludible para rezar, redundaría en beneficio de uno.

Si esto se hiciera en serio, para una sola oración habría que estar antes semanas y semanas cogiendo ánimos.

A su Dios pueden llevárselo a la boca como si fuera pan. Pueden darle un nombre, llamarlo y explicarlo siempre que quieran. Mastican su nombre, se tragan su cuerpo. Encima luego dicen que para ellos no hay nada más grande que Dios. De muchos de los que rezan tengo la sospecha de que intentan sacarle a Dios toda clase de cosas – que, naturalmente, no van a dar a nadie más -, y que se las quieren sacar antes de que ningún otro se las saque. Lo curioso de esto es que todos quieren lo mismo, las necesidades más comunes y vulgares de la vida, y que luego, no obstante, rezan juntos. En esto se parecen a un tropel de mendigos que, como un enjambre molesto, atrevido, acometen a un extranjero.

Aunque pudiera tener fe no me sería posible rezar. La oración me parecería siempre la manera más desvergonzada de molestar a Dios, el pecado realmente más repugnante, y para cada oración pondría yo un largo tiempo de penitencia.

A veces pienso que las frases que estoy oyendo han sido pactadas para mí, por otra gente, tres mil años antes de que yo existiera. Cuanto más atentamente las escucho, tanto más envejecen.

Las intuiciones de los poetas son las aventuras olvidadas de Dios.

Sus grandes palabras, sus miradas al sol, sus besos de estrella a estrellas, sus vanidosas tormentas, sus rayos, que van dando saltos de un modo arrogante y fanfarrón; los pájaros cantarán tiernamente cuando los hombres se hayan aniquilado completamente los unos a los otros. Tendrán nostalgia de nosotros y, de entre ellos, los pájaros burlones guardarán mucho tiempo aún nuestros diálogos.

Habría que educar a los hombres, por medio de una fiesta anual, a soportar que les robaran. No debería haber nada de lo que no pudieran apoderarse los pontífices de esta fiesta, ningún objeto de valor, nada que estuviera cargado de los más sagrados recuerdos. No se podría devolver nunca nada. Las medidas de protección para evitar que estallara esta fiesta deberían estar rigurosamente prohibidas. Tampoco debería estar permitido seguir la pista de los objetos que la gente echara de menos, inquirir sobre su destino y su uso. Solamente a los hombres, tanto a los más viejos como a los más jóvenes, habría que excluirlos como objetos de robo. Tal vez de esta manera recuperarían algo del valor que las cosas les habían quitado. Las lamentaciones de más de un infortunado, después de estas saturnales, puede uno imaginárselas: pero tales lamentaciones se podrían compensar casi usando cada uno generosamente del plazo concedido por esta fiesta. La posesión perdería mucho de su carácter cuasidivino y de su eternidad. Durante el tiempo del año que quedara, el tiempo honrado, el hombre, junto con lo comprado y lo regalado, tendría que soportar en su casa también lo robado, y sólo esto, y nada más que esto, sería sacrosanto, es decir, estaría a resguardo de otros robos en la fiesta siguiente.

El hombre ha reunido la sabiduría de todos sus antepasados ¡y fijaos qué tonto es!

La demostración es la desgracia hereditaria del pensamiento.

El saber tiende a manifestarse. Guardado en secreto tiene que vengarse necesariamente.

No está en manos de Dios el poder salvar de la muerte a un solo hombre. Ahí está el carácter uno y único de Dios.

El comportamiento externo del hombre es tan equívoco que a uno le basta con manifestarse tal como es para vivir de un modo totalmente desconocido y oculto.