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Las letras de nuestro nombre tienen un terrible poder mágico, como si el mundo estuviera hecho de ellas ¿Sería pensable un mundo sin nombres?

Disputa entre dos personas ávidas de inmortalidad: el uno quiere la continuidad, el otro quiere ir volviendo después de determinados períodos de tiempo.

Una idea que me tortura: que todos los dramas hubieran tenido lugar ya y que lo único que cambiaran fueran las máscaras.

Todo espacio quiere ser conquistado con vivencias intensas; los espacios débiles son como pasadizos y sirven simplemente de enlace.

Una pasión puede ser indeciblemente hermosa, si, saliendo de la sujeción, el orden y la conciencia, vuelve a ser ciega a irreflexiva. De este modo, se salva amenazando con destruir. El que vive sin pasión no vive; el que la domina siempre vive a medias; el que sucumbe en ella es el que menos ha vivido; el que se acuerda de ella tiene futuro, y sólo tiene pasado el que la ha proscrito.

Para cada cualidad el hombre tiene una manera propia de desesperanza.

El saber no utilizado se venga. Hay algo de terriblemente intencionado y trabado en el saber. Quiere que lo utilicen, lo encaminen y lo manejen. Quiere hacerse imprescindible. Quiere convertirse en uso y costumbre. No permite que lo degraden y lo conviertan en lucientes y lejanas estrellas. Quiere dar en el blanco. Quiere matar.

Lo más siniestro todavía no ha sido pensado, representado. Un acontecimiento repulsivo, por pequeño que sea, se va convirtiendo en catástrofe si lo abordamos con toda la fuerza de un poeta, con la fuerza de un hombre que no ha vivido las cosas hasta el fondo. Lanzamos montañas de formas e interpretaciones, pero con una palabra de nada, con una palabra útil lo tendríamos dominado; los esfuerzos que hacemos no hacen más que convertirlo en algo huero y grande. Carecemos de la pequeñez y de la proporción de la que está hecha la vida de los demás. Estamos demasiado en lo grande y amplio, en el oleaje de la respiración y de las historias. Rechazamos el sortilegio que ha sido ya probado, el sortilegio que consigue lo que quiere. Queremos que el peligro crezca hasta que no haya ningún remedio contra él, y luego, desesperados, vamos aplicando inútilmente un remedio tras otro.

Esta necesidad de ser buenos cuando nos sentimos culpables; una necesidad imperiosa y ardiente que experimentamos cuando somos los únicos que conocemos nuestra culpa, cuando nadie, a cuyos pies podríamos ponerla, estaría en situación de reconocerla; cuando los demás nos tienen por buenos en lo que menos lo somos; esta necesidad diabólica, torturadora, de ser realmente buenos; como si todas las vidas, todas, dependieran sólo de nosotros, de nadie más, incluso las vidas de aquellos que no conocemos y también las de aquellos que conocemos; como si sólo hubiéramos matado y fracasado, fracasado y matado, y como si, después de haber pasado la mitad de la vida, pudiéramos seguir siendo realmente buenos.

Si estuvieras solo te partirías en dos mitades para que una diera forma a la otra.

Quiero saber de los hombres más de lo que todo el mundo, incluso los poetas, han sabido hasta hoy. Por esto tengo que abismarme en los pocos hombres que tengo, como si tuviera la obligación de hacerlos hasta en el más mínimo detalle; como si de no ser por mí no pudieran vivir; como si mi palabra fuera su respiración; mi amor, su corazón; mi espíritu, sus pensamientos. Lo misterioso de estas ataduras, que yo jamás puedo agotar del todo, me justifica.

Su cabeza, hecha de estrellas; Pero todavía no están ordenadas en constelaciones.

Como no reza, todos los días tiene que decir algo sobre los dioses, aunque sólo sea un chiste. El creyente, en estos tiempos desgarrados, no puede hallar la fe en ninguna parte y toma prestados los nombres secos de los antiguos dioses.

Hay que buscarse una moral tomando sus distintos elementos de una vida amenazada, y no hay que asustarse de ninguna consecuencia, aunque ésta sea la única que en sí es justa. Puede que lleguemos a una conclusión y a una decisión que, en la lengua habitual de los demás, suene como algo terrible y que, sin embargo, sea lo único acertado. No tiene sentido regir la propia vida por la vida y la experiencia de otros a quienes uno no ha conocido, que vivieron en otra época, en otras circunstancias y en un mundo de relaciones estructurado de otra manera. Hay que tener una conciencia rica y receptiva para llegar a una moral propia. Hay que poder tener grandes proyectos y hay que poderlos agarrar con fuerza. Hay que creer que uno ama mucho a los hombres y que los amará siempre; si no, esta moral privada se dirige contra los demás y no es más que un pretexto a favor de nuestra propia, desnuda ventaja.

Sólo es bueno odiarse de vez en cuando, no demasiado a menudo; si no, uno se encuentra con que vuelve a necesitar mucho odio contra los demás para equilibrar el odio que se tiene a sí mismo.

El disgusto que experimentamos con otra persona puede admitir grados que nos sean gratos; sólo entonces nos vemos forzados a ponernos en guardia frente a esta persona.

Saborear la impotencia, Después del poder en cada una de sus fases, que tienen una exacta correspondencia con él; a cada triunfo de antes contraponer la derrota de ahora; fortalecerse en la debilidad propia; volverse a ganar, después de haber perdido tanto.

Placer maligno ante la propia derrota; como si uno fuera dos.

A la belleza se le ha dado la posibilidad de multiplicarse; de esta forma es como muere.

Podemos vivir tantas cosas con los pocos hombres que tenemos – que siempre son los mismos -, que ya ni les conocemos ni nos conocemos, y sólo de un modo fugaz y superficial nos acordamos de que somos esto, de que son esto.

Lo útil no sería tan peligroso si no fuera útil de un modo tan fiable. Debería fallar a menudo. Debería ser siempre algo imprevisible, como un ser vivo. Debería volverse contra uno con más frecuencia y con más fuerza. En lo tocante a lo útil los hombres se han dado a sí mismos el nombre de dioses, aunque tienen que morir. El poder sobre lo útil se engaña no queriendo ver esta ridícula debilidad de los hombres. De este modo, con esta ilusión, los hombres van siendo cada vez más débiles. Lo útil prolifera, pero los hombres mueren como moscas. Si lo útil fuera útil sólo algunas veces, muy pocas, si no existiera la posibilidad de determinar con exactitud cuándo algo va a ser realmente útil y cuándo no lo va a ser, si lo útil diera saltos, si fuera arbitrario y antojadizo, nadie se hubiera convertido en esclavo suyo. Habríamos pensado más, nos habríamos preparado para más cosas, contaríamos con más cosas. Las líneas que van de la muerte a la muerte no estarían borradas; no habríamos sucumbido ciegamente a ella. La muerte no podría mofarse de nosotros en medio de nuestra seguridad, como si fuéramos animales. De este modo, lo útil y la fe en ello no nos han sacado de nuestra condición de animales; cada vez hay más y lo único que esto hace es que estemos más indefensos.

Sólo es posible estar sólo si, a cierta distancia, tiene uno hombres que le esperan. La absoluta soledad no existe. Sólo existe la terrible soledad frente a los que esperan.

La literatura como oficio es destructivo: hay que tener más miedo a las palabras.

Leonardo tuvo tantas metas porque siempre estuvo libre de ellas. Pudo llevar a cabo todas las empresas porque no había nada que le quitara nada. Su concepción del mundo coincidía con la visión óptica de éste. Para él las formas naturales pudieron ser importantes porque todavía carecían de su plena vitalidad. No llevó a cabo ninguna empresa; o mejor, lo que él llevaba a cabo, por ser él el autor, se le convertía en algo nuevo. Lo que más llama la atención de Leonardo es la condición especial de su espíritu: es el guía que conduce a nuestro ocaso. En él es posible encontrar todavía juntos los elementos de la diáspora de nuestros afanes; pero no por ello se encuentran éstos menos dispersos. Su fe en la naturaleza es fría y terrible; es una fe en una nueva forma de dominio. Las consecuencias que tendrá para los demás las ve él muy bien, pero no tiene miedo de nada. Es justamente esta falta de miedo lo que nos ha invadido a todos; la técnica es su producto. La yuxtaposición de máquina y organismo que se encuentra en Leonardo es el acontecimiento más terrible de la historia del espíritu. Hoy en día, la mayoría de las máquinas no pasan de ser dibujos de Leonardo, su juego, su Wante dominado. La anatomía del cuerpo humano, la pasión fundamental a la que él sucumbió, le permite sus pequeños juegos con máquinas. El descubrimiento de sentido en esta q en aquella parte del cuerpo le incita a los ingeniosos artilugios de su inventiva. El saber tiene todavía aquel extraño carácter germinal; se inquieta cuando se le supera, tiene miedo al sistema. Su inquietud es la de la contemplación que, simplemente, no quiere ver aquello en lo que cree; es la contemplación que no tiene miedo, una segura tranquilidad siempre dispuesta y una mirada siempre a punto. En la mente de Leonardo, el proceso de lo real se encuentra en el polo opuesto a aquello que constituye la aspiración de las religiones místicas. Estas quieren conseguir la seguridad y la paz por medio de la contemplación. A Leonardo, en cambio, esta peculiar carencia de miedo le sirve para alcanzar aquella contemplación que para él es, en cada uno de los objetos, el término y la meta de sus esfuerzos.