Ver que todas las sutilezas y todos los sistemas filosóficos que podemos concebir todavía tienen que convertirse en verdaderos; que no hay nada que haya sido ensamblado en vano, nada que haya sido pensado en vano: el mundo, una cámara de tortura de los pensadores.
En el reconocimiento está el único sosiego del espíritu. La fe en la transmigración de las almas es lo que da el mayor número posible de elementos de reconocimiento, y, por muy humillantes que puedan ser muchos de ellos, los hay todavía más que son tranquilizadores.
¡Qué jerarquía tan sorprendente la que hay entre los animales!. El hombre los ve como habiéndoles robado sus propiedades.
Las formas de fe del ser humano se componen de círculos o de líneas rectas. Progreso, dicen los fríos, los atrevidos y quieren que las cosas sean como flechas (a la muerte escapan asesinando); vuelta a lo de antes, dicen los tiernos, los tenaces, y se cargan de culpas (a la muerte, de tanto repetirla, la hacen aburrida). Luego, en la espiral, el hombre busca fundir ambas cosas en una y, con ello, adopta las dos actitudes en relación con la muerte: la actitud asesina y la repetitiva. De este modo, la muerte es mil veces más fuerte que nunca, y si alguien se opone a ella como a esta realidad única e irrepetible que ella es realmente, sobre éste caen los otros con flechas, círculos y espirales.
Sólo los que han muerto se han perdido completamente los unos a los otros.
Mi odio a la muerte presupone una conciencia incesante de ella; me maravilla que pueda vivir así.
Se dice que para muchos la muerte llega como una liberación, y es difícil encontrar a un hombre que no la haya deseado alguna vez. Ella es el símbolo supremo del fracaso: quien fracasa en lo grande se consuela pensando que todavía puede fracasar más y alarga la mano para coger aquel terrible manto oscuro que lo cubre todo de un modo uniforme. En cambio, si la muerte no existiera, sería imposible que alguien fracasara realmente en algo; probando una y otra vez podría reparar flaquezas, deficiencias y faltas. Lo ilimitado del tiempo le daría a uno un coraje ilimitado. Desde muy pronto nos inculcan la idea de que todo se acaba, aquí, por lo menos, en este mundo que conocemos. Angostura y fronteras por todas partes, y pronto una última angostura, penosa y sucia; el ensancharla no depende de uno. A esta angostura miramos todos; sea lo que fuere lo que pueda haber detrás, es inevitable; todo el mundo tiene que agacharse, da igual cuáles sean sus propósitos y sus méritos. Un alma puede ser tan grande como quiera: llega un momento, que ella misma no determina, en que la apretarán hasta asfixiarla. Quién determina este momento es cuestión de la opinión que, por casualidad, impere entonces, no es cosa de cada alma. La esclavitud de la muerte es el meollo de toda esclavitud, y si esta esclavitud no fuera reconocida nadie podría desearla para sí mismo.
En un hombre muy personal, lo impersonal se convierte en lo más atractivo, como si, dado que existen tantas cosas, hubiera recogido el mundo entero y se hubiera olvidado de sí mismo.
La belleza de las figuras de los vasos griegos radica también en el hecho de que miden y recogen un espacio vacío y lleno de misterio. La oscuridad de dentro da luz y claridad a los corros que fuera forman estas figuras. Son como las horas para el tiempo, pero ricas, distintas y articuladas. Mientras las contemplamos no podemos olvidar la oquedad que enmarcan. Las escenas que ellas representan adquieren la hondura de esta oquedad. Cada vaso es un templo con su tabernáculo, uno y virginal, del que jamás se habla pero que está contenido ya en su solo nombre y en su sola forma. Cuando más hermosas son las figuras es cuando representan una danza.
El Zeus al revés: uno que se transforma en una docena de figuras para impedirle a su mujer su amor.
Si el infierno de los sentimientos tuviera por lo menos su orden; si por lo menos estuvieran fijados los castigos y los sitios; si después de una cosa ocurriera otra; si a tal acción correspondiera tal castigo. Pero en el infierno de los sentimientos todo es indeterminado; el infierno no tiene fronteras, sus sendas son sólo aparentes; todo se encuentra en un incesante cambio, en todas las dimensiones; y, sin embargo, no es un caos, es un infierno, lleno de figuras, en el que continuamente están entrando otras nuevas y del que jamás se deja salir a ninguna de las viejas.
Qué absurdo es el camino que va de los muchos dioses al Dios único. No se llevan bien unos con otros; en lugar de intentarlo una y otra vez, como hacen los hombres, desisten y se reducen a uno; este sí se lleva bien consigo mismo.
Una y otra vez mis pensamientos se dirigen a la fe. Siento de qué modo la fe es el todo y qué poco sé yo de ella. Es la fe en sí misma y no su contenido concreto lo que me preocupa. Pero cuando, de un modo intenso y violento, siento que no me he acercado a ella, al enigma central de mi vida, al gran enigma de la solución de mi vida, entonces recurro a una fe determinada y juego con ella; imposible decir cómo esta fe me da alegría y seguridad y cómo confío en una futura solución de mi enigma.
El verdadero Quijote, un loco insuperable, sería un Quijote que, con palabras, con meras palabras, luchara contra el placer de una mujer. El placer lo encuentra ella en otros. El loco, que antes la amó y que no puede conformarse con la nueva manera de ser de ella, decide combatir con palabras. Está demasiado orgulloso de cogerla por el único sitio por donde se la puede coger realmente y de ofrecerle un placer mayor. Lo que quiere darle lo hace fluir en las palabras que encuentra para ella. Ella aprende pronto a nadar en este océano; en él se encuentra a gusto, es una criatura en su elemento; pero nada le disuade de buscar aventuras en las cuevas de la orilla. El la seduce para que se adentre más en el océano; ella nada siempre hacia la costa y luego vuelve a él. El ensancha el mar; ella inventa islas. El inunda las islas; ella aprende a sumergirse en el agua y se instala un lecho de amor en el fondo del mar. La pasión le convierte a él en Poseidón; agita las aguas y destruye el lecho. Ella encuentra peces con los que es posible hacer el amor y, con astucia, convence a sus amados para que se dejen tragar junto a ella. Entonces el loco decide poner a secar el mar de palabras. No hace ningún mar; se calla; las aguas se escapan; la mujer muere de sed; el último de los amados desaparece; la mujer muere de sed sola.