Sin palabras siempre hubiera él podido hacerlo todo.
Imaginar lo que los animales encontrarían loable en nosotros.
No hay nada más desagradable que los instintos. La amable veneración con la que unos hombres miran los instintos de los otros, los guardan, los cuidan y los admiran desde el fondo de su corazón hace pensar en la lealtad de una asociación de criminales. Es humano todo aquello que la mayoría de la gente hace a gusto la mayoría de las veces; y los pocos que quedan, que, de vez en cuando, son diferentes, éstos son seres inhumanos. Se teme o se desprecia a los que quieren ser mejores, porque de qué otra cosa podría surgir su conducta si no fuera de algo que les falta. En cambio, los que siempre están abriendo la boca con avidez o los que la tienen llena, éstos son los buenos. Ah, qué asco le da a uno esta reconocida igualdad de los instintos. Ellos son la causa y la meta; contra ellos no hay nada que valga, porque ellos son lo fuerte. ¿No era mejor cuando el hombre se avergonzaba de ellos? ¿No era mejor que el hombre disimulara en vez de alzarse abiertamente con su bajeza? Hoy a los instintos se les reconoce como si fueran dioses; el que intenta defenderse de ellos es un sacrílego; el que los llama por su nombre, éste ha hecho algo importante; el que quiere más que ellos, éste es un loco. A mí me gusta ser un loco.
Voy a tener siempre pocos hombres, así nunca tendré que consolarme de su pérdida. jamás hubiera conocido realmente el poder si no lo hubiera ejercido y si yo mismo no hubiera sido víctima del ejercicio del poder. Así, mi familiaridad con el poder es triple: lo he observado, lo he ejercido, lo he sufrido.
Justo ahora – en extraños relatos y abstrusos libros los dioses de los pueblos, que permanecieron ignorados unos de otros, entran en relación unos con otros.
Tal vez en la soledad todo sería soportable. Pero hablamos desde ella y los demás nos oyen. Si no nos oyen, hablamos más alto. Si siguen sin oírnos, gritamos. De esta manera la soledad es más bien estar con uno mismo vociferando.
Los cuadros como los positivos de las ventanas por entre las que deambulamos y vivimos. Una vuelta por las calles, y quizá hemos pasado por delante de mil ventanas. En cada una de ellas había algo que esperar y apenas si en alguna hemos visto algo. En perfiles claros, recortan un fragmento de esperanza, y en nuestro camino nos lo llevamos sin haberlos llenado. Pero en las salas de exposiciones aparecen todos de repente, los contenidos de todas las ventanas, lo que se ve mirando hacia afuera y lo que se ve mirando hacia dentro; y es curioso lo auténtico, verdadero y exacto que nos parecen entonces las escenas de habitaciones que sin duda hubiéramos visto, baldosas, mesas, sillas y hombres que están allí sentados tranquilamente haciendo algo.
El harto. Se harta antes de estar hambriento. Le da miedo pasar hambre. Le han contado historias de hombres hambrientos que le han llenado de profundo pavor. Cuando pasa por delante de hombres andrajosos, macilentos, se dirige rápidamente al restaurante caro más cercano – tal es el miedo que le entra – y allí calma sus temblorosos intestinos. Tiene una gran capacidad de compartir los sentimientos de los demás y en todo ser hambriento se ve a sí mismo. Esta capacidad suya es superior a la de la mayoría de la gente, de ahí que no pueda soportar ver a un hambriento. En general evita estas estampas de miseria, pero hay épocas en las que está tan harto que pierde la brújula y entonces tiene que ir a buscar a un hambriento en algún sitio. La idea de que haya gente con el intestino vacío le da asco. No comprende cómo puede haber hambrientos. Una conversación en la cual alguien intente explicarle los motivos por los cuales hay hambrientos termina con una comilona. Pero él tiene argumentos también ¿Por qué – se pregunta – no roban los hambrientos? ¿Por qué no se venden? ¿Por qué no falsifican cheques? ¿Por qué no asesinan? El lo haría todo por no sentir hambre, y no digamos por no estar hambriento un día entero. Sus interminables banquetes los justifica diciendo que él en caso de hambre no podría responder de sí mismo.
A los que aman los encuentra ridículos. Se burla de los que se reparten lo último que les queda. «Lo último que queda» es para él el pensamiento más terrible de todos. Cuando oye decir a alguien «el último trozo de pan», se pone a llorar irremediablemente. En sus sueños ve por las ventanas a gente comiendo. Conoce las casas por sus cocinas. Cuando va por la calle conoce dónde se encuentra la cocina en cada casa, y ¡ay de la casa que le engaña! A la gente le gusta invitarle, porque su manera de comer no se olvida. Quiere terminar su vida sin haber sentido nunca hambre; a esta alta meta lo subordina él todo. Si no tuviera dinero, lo que hace en la vida sería admirable, pero es casi seguro que tiene mucho dinero. Alguna vez invita a comer a un hambriento y le explica por qué no debe volver a tener hambre nunca más. Consigue explicar todos los males del mundo a partir del hambre. Se tiene por un hombre bueno y ejemplar. Las mesas no hay que vaciarlas nunca del todo. Conforme van desapareciendo las viandas hay que ir sirviendo otras; se procura que esté todo siempre en la más espléndida abundancia. A los hambrientos los necesita, pero a los que aman los odia. Les tendría respeto si emplearan su amor para asarse unos a otros. Pero ¿cuándo ha ocurrido esto?
El harto tiene una familia que te incita a comer y a deslindar las distintas partes de sus comidas. Cada uno se hace cargo de aquello que le corresponde, y en torno a la mesa, junto a las viandas destinadas a todos, hay pequeños pucheros y cacerolas, a modo de especias separadas, como si fueran objetos de asco. La servidumbre cambia según las comidas. Cuando aparecen unos criados determinados, con una librea determinada, él ya sabe lo qué hay para comer hoy y puede poco a poco, no de un modo repentino, irse regocijando. Hasta a veces va de compras, Las tiendas son sus burdeles; pasa mucho rato escogiendo; cuanto más grande es una tienda, menos compra en ella. Lo que más le gustaría sería poder comprar cada uno de los ingredientes de sus banquetes en una tienda especial, unos grandes almacenes de muchos pisos y con mucha gente. Habla mucho al escoger lo que va a comprar, pero todavía le gusta más que le hablen. Le gusta que le convenzan de determinadas maravillas; quiere que le traten con una amabilidad muy especial, con solicitud y amor, y en este asunto es fácil entrar subrepticiamente en su corazón. Los que le quieren le guardan bocados especialmente sabrosos. El harto no es ni hombre ni mujer. Según su humor y según le convenga, utiliza las propiedades de este o de aquel sexo. Los alimentos los besa de distintas maneras; los olores los inhala. «Déme esta o aquella silla», dice según la comida que en aquel momento le está apeteciendo. Hay comidas para las que se mete en cama, otras las toma paseando arriba y abajo. En algunos restaurantes se pone junto a la ventana y, mientras come, va observando a los que pasan, como si a través de sus ojos le entraran en el estómago. Entiende de los distintos estamentos y pueblos que hay en el mundo; de ellos han salido platos especiales; en este campo no se le escapa nada auténtico, pero prefiere legaciones de estas ciudades o de estos pueblos; no le gusta nada viajar. Desde su juventud tiene cierta inclinación por los monasterios, porque según él los monjes son muy voraces. En guerra se disgrega en varias personas y sabe apropiarse de sus raciones. Le gusta invitar a gente que traen algo. Pero a él también le gusta que le inviten. Quiere conocer siempre a gente distinta, por amor a sus cocinas. Los olores son su gloria celestial. Se enamora de un hombre delgado que coma tanto como él, por lo menos, y que, sin embargo, no engorde. Todo lo que no ha comido le preocupa: no quita la vista de los niños pequeños. Cuando berrean se los imagina en el asador, y odia a sus madres porque los cuidan.