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Sin muerte podríamos pensar en una manera de curar al celoso, pero esto son reflexiones ociosas. Es necesario encontrar un camino en esta vida limitada.

El aferrarse a los hombres del pasado no consigue otra cosa que hacer a éstos más astutos, convertirlos en seres mezquinos y vulgares. Para librarse de uno, aprenden a despreciar las grandes palabras, que, en realidad, sólo son grandes porque se las emplea para todos los hombres y no para cada uno de ellos. Los hombres del pasado están tan seguros de su puesto que éste les aburre. De ahí que se marchen sin más y, en su lugar, le dejen a uno espantapájaros, monigotes que tienen justo la vida necesaria para vigilarle a uno y para tenerle en sus manos. El que realmente ama – esto lo han averiguado pronto los hombres del pasado – está pendiente de la manifestación sensible de la forma amada. A éste, el viento puede darle la ilusión de movimiento y de sonidos, y él, en vez de penetrar con la mirada los andrajos del espantapájaros, se limitará a lamentarse de ellos.

No es el rostro hermoso lo que uno ama, es el rostro que uno ha destruido.

En la desconfianza, lo más siniestro es su justificación. En la vida real hay una justificación para la desconfianza, una justificación que es terrible y que, en el fondo, constituye las tres cuartas partes de la habitual sabiduría de la vida. Pensemos sólo en la institución del dinero. ¡Cómo confiamos en el dinero y con qué fanática desconfianza tenemos que protegerlo! ¡De qué modo tan evidente estamos convencidos de que todo el mundo nos lo va a quitar! ¡Cómo lo escondemos!, ¡cómo lo repartimos para asegurarlo mejor! El dinero sólo es una continua educación para la desconfianza, una educación imposible de extirpar. Las formas antiguas de la desconfianza llaman más la atención, y cuando hablamos de desconfianza pensamos sólo en ellas. Pero todo el mundo tiene que tener trato con el dinero; tanto si tiene mucho como si tiene poco, todo el mundo lo guarda, todo el mundo se lo distribuye en partes, todo el mundo lo oculta. No se puede comprar nada sin conocer el precio, y con qué estúpida obstinación está el hombre pendiente de precios. No habría precios si no hubiera desconfianza; los precios son justamente su medida.

Un adorado que, doquiera que vaya, lleva siempre consigo sus templetes.

A los inmortales tiene que permitírseles envejecer, de lo contrario jamás pueden ser realmente felices. Cada uno debe poder quedarse en la edad que le guste.

El destino de los humanos se simplifica con los nombres que estos reciben.

A veces, cuando ya no podemos resistir más el sentimiento de nuestra maldad, de nuestro mal talante, de la influencia negativa que ejerce nuestra persona, nos decimos que ya no hay nada que pueda justificarnos; y sin conocer a un Dios ante el cual tuviéramos que justificarnos, nos sentimos condenados; más condenados que si tuviéramos a este Dios; porque su sentencia estaría hecha de palabras; la nuestra, en cambio, no tiene forma, no es más que una leve lluvia de desesperación; jamás se acabarán sus gotas.

Los golpes ya no son nada excesivamente serio; los conocemos; no hay nada en ellos que merezca nuestro asombro; son simplemente una regla que se interrumpe muchas veces. Quizá, cuando llegan, uno se agacha, por una antigua costumbre, pero, en realidad, uno nos les teme. ¿Es la vejez y el fin del hombre el que éste ya no tome en serio el dolor?

Me gusta leer todo lo que tiene que ver con la Roma de la época imperial. Esta Roma fue como una ciudad moderna; se sabe mucho de ella; no está demasiado lejos de nosotros. La familiaridad con un nombre que hoy todavía está vigente y que, igual que antes, vuelve a tener vida, hace vivir en nosotros el sentimiento de aquellos tiempos antiguos. Sin duda, la indumentaria que llevaban los hombres de aquel tiempo me molesta; no me gusta pensar en ella; es lo único que a veces me la hace extraña. En cambio, las palabras de este pueblo, las relaciones entre sus gentes, sus actividades y sus juegos me parecen una creación literaria que está pensada para explicarnos a nosotros mismos y para llenarnos de esperanza. El mundo religioso de este pueblo tiene algo de nuestra moderna libertad; el sistema de partidos, del que nosotros podríamos avergonzarnos, es allí todavía más mecánico y por esto resulta instructivo. Las naciones que están más allá de sus fronteras, todavía no se han amontonado demasiado; allí se da algo así como un campo de juego, algo de lo que nosotros carecemos totalmente. Al ocuparnos del Imperio Romano, ni por un momento ignoramos el hecho de que terminara sucumbiendo: sin embargo Roma existe. De esta forma nos consolamos de peligros, mucho más graves, del ocaso que hoy en día nos amenaza, como si éste pudiera ser también un ocaso pasajero; como si para nosotros se tratara también de enemigos bárbaros que quieren desvalijarnos de objetos concretos y palpables; como si lo que estuviera en juego no fuera la descomposición de todos y cada uno de los pequeños corpúsculos de los que está hecho cada uno de nosotros.

Vivir de tal manera como si tuviéramos ante nosotros un tiempo ilimitado. Citas con seres humanos a cien años vista.

1947

Cualquier página de cualquier filosofía, da igual por donde abras el libro, nos tranquiliza: la espesa trama de una malla que fue tejida de un modo tan declaradamente al margen de la realidad; este apartar la vista del momento; este desprecio olímpico del mundo sentimental – un mundo que tampoco en los filósofos deja de tener sus marcas -; esta seguridad en una apariencia que adquiere su transparencia total en la apariencia contraria y que no por ello deja de existir; esta incesante imbricación con todos los pensamientos del pasado, de tal manera que uno que se mete en ello pensará: este tipo de esteras – exactamente este tipo – se están tejiendo desde hace varios milenios, y lo único que cambia es la muestra; ¿qué trabajo de artesanía hay que se haya conservado mejor?, ¿qué clase de alfarería se ha practicado nunca de un modo tan ininterrumpido, exactamente de la misma manera? Sea cual sea la filosofía con la que uno se ocupa; sea ésta porque es mejor o aquélla porque uno no la conoce en absoluto, en el fondo siempre es lo mismo: destacar unas pocas – contadas – palabras que se han empapado de las savias de todas las demás, y el curso minucioso que han seguido estas palabras.

Una orden según la cual el avaro debería pagarlo todo al doble de su precio.

A la avaricia se la ve como una enfermedad moral; a los que están afectados por ella se los declara oficialmente avaros y tienen que llevar un distintivo. En vez de distinguirlos por su origen, a los hombres se les distingue por sus cualidades sociales. La estrella de David de la avaricia hay que llevarla siempre puesta. Los avaros van por la calle con ella; a esto se acostumbran, a lo que no se acostumbran es al trato que reciben en las tiendas. Cuando entran el dueño debe conocer su avaricia de un modo inequívoco. Tienen que ver cómo, por el mismo artículo, los clientes que están a su lado pagan sólo la mitad de precio. No pueden refunfuñar; si lo hacen, por ley, deben pagar un suplemento. Estas rigurosas medidas contra la avaricia tienen los más peregrinos efectos. Muchos avaros se esfuerzan por convertirse en derrochadores y, sobre todo, por demostrarlo. Sus esfuerzos adquieren un carácter atlético. Cuando tiran su dinero parece como si levantasen grandes pesas de hierro que van a tirar a la cabeza de los demás. A otros, el aumento de los precios les provoca tal desesperación, que su avaricia parece estar cada vez más justificada y cada día compran menos. Estos acaban pronto deambulando como almas en pena; están en lugar de los pobres, pero son unos pobres a los que se desprecia con razón.