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Un Dios que mantiene en secreto su creación. «Resulta que no estaba bien».

Los pensamientos que más me desagradan son aquellos que se revelan como verdaderos, demasiado pronto. ¿Qué es lo que uno habrá dicho si al cabo de dos años se ha visto ya que tenía razón?

Las palabras que uno no encuentra cuando está ante un grupo de personas, llegan más tarde cuando uno se ha ausentado. Provienen del estado de desconcierto al que le ha llevado a uno la presencia del otro. Si no fuera por este estado no surgirían en absoluto, pero es propio de estas palabras el hecho de que no puedan aparecer de un modo inmediato. Creo que son estas palabras vehementes pero retrasadas las que constituyen la esencia del poeta.

Los gritos habran pasado; pero estoy oyendo todavía el silencio de los ahorcados.

Representar a un hombre en el que todo pasa enseguida, todas las impresiones, todas las vivencias, todas las situaciones. Un hombre en el que nada permanece. En él, el hoy, el ayer y el mañana no están unidos por nada. Le ha ocurrido todo, no le ha ocurrido nada. Su frescor. Su mortalidad llevada al extremo, hasta el punto que ni siquiera significa nada. Conoce a todo el mundo y no puede acordarse de nadie. Vive en un mundo sin hombres. No tiene miedo, pero nadie le teme a él tampoco. Su edad y sexo no están claros para nadie. No tiene ni intenciones ni planes; uno tiene la impresión de que jamás va a cogerle. No puede llegar a ser molesto. Carece de toda religión. Los momentos de los que está hecho son imprevisibles. El que le busque le encontrará siempre en un sitio distinto.

Odio a la gente que construye sistemas rápidamente, y voy a procurar que el mío no se termine nunca del todo.

¡Dónde han estado las palabras! ¡En qué bocas! ¡En qué lenguas! ¿Quién va a reconocerlas aún, quién podrá reconocerlas después de estos paseos por los infiernos, después de estos terribles abismos? Dos clases de existencia tienen las palabras: cada una de ellas se ha quedado presa alguna vez en nosotros, completamente; pero en cada una de ellas, completamente estrujados estamos nosotros. Las muchas palabras y cada una de ellas doble, torturada y torturante, víctima y victimario, compacta y vacía.

¡Que todavía nadie haya oído las palabras verdaderas, las palabras por causa de las cuales se oye; que todos escuchen, escuchen y estén esperando estas auténticas palabras! Hasta que uno las haya oído, sus oídos se convertirán en alas, y los de los demás que le sigan.

Lo más sorprendente de la desconfianza es la desconfianza frente a lo que ha ocurrido, frente al hecho. Uno puede estar recelando de las malas cualidades morales de alguien que tiene cerca, de su traición, de su doble cara, de su perfidia, sin tener una prueba contra él. Puede, de repente, oír de su propia boca lo que se temía, como una confesión en sueños, por ejemplo, de forma que no haya ni sombra de duda. Puede que salga el nombre cariñoso del amado con el que la amada le engaña. Pero así que es seguro que le engaña, a uno ya no le parece verdad. Mientras faltaban pruebas, tenía que creerlo. Así que llegó la prueba ya no pudo creerlo. Es como si la fe no existiera más que para hacer verdadero algo; como si lo que ya se nos ha hecho verdadero, ya no nos interesara; como si dejáramos escapar el aire que tenemos en el puño en el momento en que este aire se nos ha convertido en piedra.

Uno que se va haciendo inmortal milímetro a milímetro.

En el miedo hay algo que quiere oír, a cualquier precio, oír de un modo desesperado. Todo lo que se oiga está bien, lo bueno, lo malo, lo evitado, lo temido. En los casos en los que el miedo es máximo, uno, sólo por oír, oiría una orden de asesinar.

En tiempo de guerra había que callar; la vergüenza y la desesperación parecían legítimas. La guerra ha terminado y hasta ahora no conoce uno las proporciones de su propia impotencia, una impotencia que antes atribuía a la violencia y al aislamiento.

Cuando uno conoce ya a muchas personas le parece casi un sacrilegio inventar algunas más todavía.

Lo tranquilizador de la Antigüedad: que ya no es ninguna amenaza para el hombre moderno. Sus amenazas hace tiempo que han sido revisadas; ya no le cortan el aliento a nadie. Somos un instrumento musical con el que la Antigüedad puede tocar siempre; nos conoce y nos tañe bien. Hemos sido pensados por ella, sin esfuerzo, uno de sus muchos azares. Nos desprecia y ya no tiene afán de dominio.

Los días del año como un juego de cartas: podemos sacar éste o aquél, guardárnoslos, jugarlos y volverlos a barajar. Ningún día es causa del siguiente; empiezan uno al lado del otro, de un modo arbitrario, cada vez de una manera distinta. Se repiten; no obstante, los conocemos en secuencias siempre distintas. ¡Cómo podríamos actuar de una manera cada vez más inteligente con nuestros días si fueran repetibles!; ¡de qué manera los entenderíamos!; ¡de qué manera nos acercaríamos a ellos de un modo válido en sus versiones cada vez distintas! Pero, en cambio, de esta forma, con nuestra costumbre de los días que van avanzando y no se repiten, no pasamos de ser sus tristes diletantes.

Kafka carece realmente de todas las vanidades propias del escritor; jamás se envanece; no puede envanecerse. Se ve pequeño y anda a pasitos. Dondequiera que ponga el pie nota la inseguridad del suelo. Este no le sostiene a uno; mientras estamos con Kafka no hay nada que nos sostenga. De este modo renuncia al engaño y a la ilusión de los escritores. El brillo de esta ilusión que Kafka conocía tan bien, ha desaparecido de sus palabras. Tenemos que seguir sus pasitos y nos volveremos modestos. No hay nada en la literatura de los últimos tiempos que nos haga tan modestos. Reduce la ampulosidad de toda la vida. Mientras lo leemos nos volvemos buenos, pero sin estar orgullosos de ello. Los sermones enorgullecen a aquellos a quienes conmueven. Kafka renuncia al sermón. No transmite los preceptos de su padre; una extraña porfía, el más grande de sus dones, le permite interrumpir el encadenamiento de preceptos que se van transmitiendo de padres a hijos. El escapa a su imperio; lo que este imperio tiene de energía externa, de bestialidad, revienta en él. Tanto más le preocupa, en cambio, el contenido de este imperio. Para él, los preceptos se convierten en preocupaciones. De todos los escritores, es el único a quien el poder no ha contaminado lo más mínimo; no hay poder alguno, sea cual fuere su forma, que él ejerza. Ha desnudado a Dios de los últimos restos de paternalismo. Lo que queda es una malla apretada e indestructible de preocupaciones que conciernen a la vida misma y no a las pretensiones de su creador. Los otros escritores imitan a Dios y adoptan aires de creador. Kafka, que nunca quiere ser Dios, tampoco es nunca un niño. Lo que algunos encuentran terrible de él y lo que a mí también me inquieta es su permanente condición de adulto. Piensa sin mandar, pero también sin jugar.