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Que Dios no sea un creador: que ante todo sea una enorme resistencia; que proteja al mundo de nosotros; que poco a poco se vaya retirando; nosotros, los hombres, seríamos más poderosos hasta poder destruir el mundo, a nosotros y a El juntos.

Conferencia de un ciego.

Un pianista ciego que está casado con una cantante y a quien yo conozco desde hace tiempo dio ayer una conferencia sobre la ceguera. Insistió en lo satisfactorio que es para él su estado. Dijo que todo el mundo era más amable con él y con su mujer; que ahí estaba la razón de la seguridad, la confianza y la jovial alegría de los ciegos. Hablaba con una mesura y una modestia que me resultaban conocidas; se me ocurrió que lo que veía en él eran rasgos generales del hombre inglés. No miraba a la derecha, no miraba a la izquierda, no miraba su alrededor – si se pudiera decir esto de él -; sus objetivos concretos, sin embargo, los tenía tan claros que parecía un inglés vidente. No era curioso; no se daba importancia; luego no se dejó influir lo más mínimo por las interrupciones de su mujer. Su reconocimiento del mundo por el que tenía que regirse -el mundo de los videntes era tan práctico y tan natural como lo es el que tiene el inglés normal con su entorno. Continuamente estaba haciendo pequeñas inclinaciones de cabeza ante los demás y les pedía excusas por faltas que apenas lo eran. Insistía en lo a gusto que se encontraba con su independencia; era tan libre como cualquier otro; se ganaba honradamente la vida y era autosuficiente.

Me gustaría dar una pintura exacta y precisa de él y de su conferencia. Pero lo que quisiera anotar hoy son algunos rasgos curiosos de la vida de los ciegos que me resultaron nuevos. Decía que para él un fuerte viento era como para los otros la niebla. Que cuando hacía viento se sentía completamente perdido y desconcertado. Los ruidos violentos le llegaban de todas partes, se fundían en uno solo y ya no tenía idea de dónde estaba. Porque al andar confiaba normalmente en un sentido certero de la proximidad de los objetos. Notaba la proximidad de una pared como la de una mesa. Decía que inmediatamente antes de llegar a ellas se paraba y que no chocaba nunca. Que esta capacidad tenía que ver de algún modo con el oído, porque dejaba de funcionar cuando estaba resfriado y, a consecuencia de ello, su oído no andaba bien.

Decía también que aventajaba a los videntes en un placer. Podía oír varios diálogos a un tiempo y de ellos podía sacar lo que le gustaba. Los videntes, que dirigen la mira a las personas con las que están hablando, por esto mismo, pensaba, no están en situación de escuchar otros diálogos que tienen lugar junto a ellos o detrás de ellos.

El humor y el carácter de la gente lo conocía por la voz. En la escuela para ciegos -decía – habían hecho este juego: juzgaban a personas desconocidas por la voz y la manera de hablar, y lo que luego podían averiguar coincidía totalmente con el juicio que habían hecho de ellas.

Decía que para las mujeres ciegas la vida no era tan fácil como para los hombres. Un vidente raras veces se decidía a: casarse con una ciega; que esto acarreaba demasiadas complicaciones.

Los gestos, a los ciegos les resultaban difíciles. Para una obra de teatro en la que tuvo un papel fue necesario enseñarle de un modo artificial todos y cada uno de los movimientos. Era increíble qué torpe había estado en esta representación. Incluso en esto veía una ventaja para los ciegos. Ahorraban energía que los otros hombres malgastaban en gestos inútiles.

Decía que ser sordo es mucho peor que ser ciego. Los sordos, por así decirlo, son ciegos en todas las direcciones. Detrás, al lado, delante. En cambio, el ciego sólo es ciego en una dirección, porque, dejando aparte su ceguera, oye por todas partes.

De los colores, decía, no podía tener ninguna idea, pero le interesaba profundamente todo lo que tenía que ver con las artes plásticas y le gustaba oír hablar de este tema. Lo que veía interiormente no era ni claro ni oscuro, era una extraña cosa intermedia que difícilmente podía describir.

Si. nadie pudiera ver, incluso los ciegos estarían perdidos. Pero como todos serían ciegos, todos estarían perdidos. No está claro cuánto tiempo podrían arreglárselas los hombres con los recuerdos de la época en que veían, si, de repente, por un accidente, se volvieran todos ciegos. Deberían guardar y transmitir cuidadosamente un tesoro de experiencias. Este tesoro iría adquiriendo poco a poco el carácter de una revelación religiosa, igual como ocurre los que profesan una fe y cuentan los milagros en los que participaron los fundadores de aquélla. Cabría pensar que el recuerdo de videntes y de cosas vistas mantendría unidos durante muchos siglos a los ciegos. Sería curioso que, de repente, uno de ellos, uno solo, volviera a ver y les contara a los demás sobre la verdad de su antigua fe.

La pregunta central de todo ética: ¿hay que decirles a los hombres hasta qué punto son malos? ¿O bien hay que dejarlos ser malos en su inocencia? Para contestar a esta pregunta habría que decidir antes si el conocimiento de su maldad le dejaría abierta al hombre la posibilidad de mejorar, o bien si este conocimiento es justo el que hace inextirpable la maldad del hombre. Porque podría ser que, una vez se le hubiera aislado y designado como tal, lo malo no pudiera hacer otra cosa que seguir siendo malo; en este caso es posible que pudiera ocultarse, pero seguiría existiendo.

Tres actitudes fundamentales del hombre que corteja a una mujer: el que se pavonea, el que promete, y el que busca una madre como quien pide limosna.

Al hombre que se ha acostumbrado a su propio pensamiento sólo hay una cosa que le pueda salvar de la desesperación: la confidencia que ha arrancado a los demás, que apunta y olvida, y luego – sólo con sorpresa – vuelve a encontrar. Porque todo lo que sigue haciendo de un modo consciente, todo aquello en que sigue pensando regularmente todos los días no hace más que aumentar, enredarle más en el mundo que te amenaza. Sólo puede seguir siendo libre si piensa inútilmente. Sus contradicciones tienen que salvarle; la multitud y variedad de éstas, su insondable carencia de sentido. Porque el hombre creativo acaba siendo la víctima de su propia exactitud; su veneno es el callejón en el que se mete; hasta la lectura se convierte para él en la continuación de sí mismo, como si las hojas que va pasando estuvieran prefiguradas en él. Una sola cosa puede ayudarle: el caos de pensamientos que él mismo ha creado; en la medida en que estos pensamientos permanezcan aislados, sin continuación; en la medida en que estén olvidados.

A los amigos los necesitamos, sobre todo, para ser más insolentes, es decir, para ser más nosotros mismos. A ellos les dedicamos nuestras fanfarronadas, nuestras arbitrariedades, nuestras vanidades; ante ellos, uno se manifiesta peor o mejor de lo que es en realidad. Ahí uno no se avergüenza de ninguna falsedad: el amigo, que nos conoce, sabe en qué medida podría llegar a ser verdad lo que decimos. Las reglas generales y las costumbres a las que normalmente hay que atenerse aburren al amigo, el cual, en los momentos serios de su vida, las sigue tan bien como nosotros mismos. Mientras está con nosotros quiere prescindir de ellas: la libertad que nos concede, nosotros se la devolvemos. Está muy satisfecho; también a él le gusta ser él mismo.

Es muy curioso pensar que entre nosotros anda gente que, día tras día, están examinando cuerpos humanos, en todos sus detalles; cuerpos feos, desnudos, deformados, de todo sexo y edad, y que nunca tienen bastante: los médicos. Mientras tanto están sentados entre nosotros, con caras inocentes, y nos hablan como los demás, y les tememos; les saludamos y les damos la mano amablemente.