Veo a muchos por todas partes: no lo notan. Por todas partes muchos notan que les veo: no les veo.
Vivir en una ciudad hasta que a uno le sea extraña.
La porcelana como la manera de repartir el miedo a la catástrofe y convertirlo en algo fino y elegante. A quien está rodeado de mucha porcelana apenas puede pasarle nada. ¡Y qué bonitos son sus mil pequeños miedos! ¡Cómo puede vigilarlos, guardarlos y cuidarlos!
Una súplica de Ananda en el momento preciso, hubiera podido prolongar la vida de Buda. Pero no dijo nada y Buda decidió entrar en el Nirvana en el plazo de tres meses. De la narración de los últimos tres meses de la vida de Buda no haya nada que me haya conmovido tanto como esta oportunidad perdida. La vida del maestro estaba en manos del discípulo. Si Ananda le hubiera, amado todavía mejor, si su amor hubiera sido más atento, Buda todavía no habría muerto. He aquí una muestra de la importancia que en el amor tiene el detalle. Es en él donde este sentimiento adquiere su sentido y salva o conserva la vida del ser amado.
En una religión como el budismo en la que se acepta la muerte, se habla de ella de todas las maneras posibles y se le dan todas las formas, se la llega a elevar al rango de sobre-muerte múltiple, no hay nada que le llegue a uno tan hondo como las conmociones de la vida – en contra de la doctrina, por así decirlo -, una llama que se enciende espontáneamente allí donde todo fuego debería estar apagado. Aquí, justamente aquí, es donde la vida tiene algo de inextinguible. Cumplidos sus ochenta años, Buda, curado de una grave enfermedad, habla de la belleza de las regiones por las cuales anduvo, las llama a todas por su nombre, con la secreta esperanza de que su discípulo le retenga en la vida. Repite su discurso por tres veces, pero el discípulo no se da cuenta de nada y la muda tristeza con la cual Buda renuncia a su vida es más elocuente que cualquier sermón.
Ser Dios y luego renunciar a serlo, como si esto no fuera nada. ¿Hemos sido objeto de una renuncia así?
De vez en cuando, toda nuestra vida pasada se nos resume en una breve serie de situaciones semejantes: aparecen hombres que han significado mucho para nosotros, se reúnen – en el mismo orden en el que estuvieron en la realidad -, se repiten y adquieren fuerza; y, de pronto, aunque por poco tiempo, están ante nosotros de un modo tan intenso que día y noche sus palabras nos están quemando. En estos momentos es cuando más odiamos nuestra vida. Porque aquellos que estuvieron más cerca de nosotros no debieron haber estado nunca en nuestra cercanía. Aquellos a quienes venerábamos no eran dignos de veneración. Aquellos a quienes encontrábamos bellos, son feos, quizás lo fueron siempre. Aquellos que nos ayudaron, ahora nos retiran envidiosos su ayuda. Aquellos a quienes nosotros ayudamos declaran que fue en contra de su voluntad. Si no inútil, todo fue, por lo menos, equivocado. Y si entonces fue así y, a pesar de todo, lo tomábamos tan en serio, ¿quién nos garantiza que ahora no siga siendo así?
El amor, en el imperio de mil años del Bosco está separado del mundo de los valores y de los precios. En lugar de perspectivas y valoraciones frías hay extraños animales y plantas; los frutos han crecido hasta adquirir proporciones gigantescas y ellos expresan el valor del amor. Cada animal, cada planta es una cosa especial. Uno no siempre quisiera saber para qué están: nota que están siempre para algo muy importante. Su aspecto externo es a veces más que su significado. El pintor se muestra superior a las palabras. Todos los sistemas mentales viven del re-llenado de unas pocas palabras, a costa de las cuales otras se han vaciado. El pintor que no se atiene a las proporciones naturales tiene en la mano un medio muy eficaz. En su obra una fresa puede llegar a ser más grande que un hombre.
Lo sorprendente del Bosco es la falta de color de los amantes. El colorido de sus animales y frutos, los fabulosos hallazgos de sus rocas y de sus fuentes cristalinas, las extrañas composiciones en las que pone a sus parejas de enamorados, los tormentos que se inventa para el infierno tienen todos ellos algo de desenfrenado, de rebosante, rico y sin pies ni cabeza, comparado con las figuras pálidas y siempre iguales de los hombres. Jamás lo masificado y uniforme del ser humano ha encontrado en el arte una expresión tan convincente. En este pintor, los hombres, así que están desnudos, se convierten en espejismos. Vestidos, tienen todos rostros distintos; desnudos son todos Adán y Eva. Verdaderos adamitas, los hombres de la tabla central se han desgajado de la primera pareja humana por germinación. Todos se aman, pero ¿dónde hay una mujer embarazada? Incluso en las penas del infierno no hay nada que tenga que ver con la preñez. El amor existe por sí mismo; expulsado del mundo de los valores y los precios, desprendido del mundo de las consecuencias. Allí se encuentra realmente el imperio milenario de Joachim de Fiore; son seres asexuados que se aman. Sus instrumentos los tienen más bien fuera de sus cuerpos, en plantas tropicales, espinos y frutos. Son lo contrario de los hindúes; en el arte de éstos cada uno de los cuerpos tiene la sensualidad de mil.
El principio del arte: volver a encontrar más de lo que se ha perdido.
A los grandes hombres únicamente podemos imaginárnoslos solos; uno en toda una generación: envidia y bajeza de los grandes, incluso en la idea que tenemos de ellos.
En ninguna lengua hay tanta arrogancia como en la inglesa. Estaría bien poder comparar y saber cómo hablaban los romanos después de algunos siglos de poder; jamás lo sabremos. Sin embargo, de entre las que hoy existen, la lengua de los ingleses es la arrogancia misma. Sus palabras están puestas en línea, unas al lado de otras, como si fueran estacas; ninguna es demasiado alta, ni demasiado baja. Las frases al igual que las estacas pueden romperse por cualquier sitio; un sentimiento genérico de seguridad y superioridad emana de ellas sin que tenga nada que ver con las cualidades y los méritos del individuo. La arrogancia sólo puede ser algo evidente, de lo contrario está mal vista; el que frente a la arrogancia general tiene la suya particular oculta aquélla, la general es mucho más importante. Las frases declarativas, en su aparente sequedad, son sentencias; la sentencia se ha comido la lengua. El respeto que se debe a los individuos y a cada una de sus frases es el respeto al juez. La pasión en el lenguaje despierta desconfianza, ¿de qué manera un lenguaje apasionado puede ser imparcial? Pero todos estos jueces están dispuestos a ponerse al nivel de los niños y a darles toda clase de explicaciones; en esto, su amabilidad no conoce límites. Aquí, el que pronuncia un veredicto tiene paciencia; en la ejecución de la sentencia no se tiene prisa. Esta puede incluso ser aplazada indefinidamete; es bastante con que se haya pronunciado. Lo que se podría decir al margen de ella tiene poca importancia; quizá es sólo un sentimiento, un estado de ánimo; algo provisional y, en todo caso, efímero. El hecho de que una lengua se inscriba en el sentimiento de superioridad de toda una casta le quita, no obstante, a aquélla toda vanidad; el brillo de privacidad y malicia del francés están totalmente ausentes aquí. En este país se habla menos mal de los otros; o, mejor dicho, lo malo que se dice podría decirlo igualmente otro, y por ello no tiene un efecto tan odioso como en otros sitios. La fría distinción y la distante nobleza que el inglés tiene en su lengua es algo inimitable; es algo que poseen todos o por lo menos, un buen número de ellos; y hay que haber vivido tiempo entre estos muchos para aprenderlo.