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¿Por qué me impresiona entonces su modo de presentar las cosas? ¿Por qué me gustan sus pensamientos más falsos, sólo con que estén tomados con suficiente radicalidad? Creo que en él he encontrado la raíz espiritual de aquello que más quiero combatir. Es el único pensador que conozco que no esconde el poder bajo un velo, su peso, el lugar central que ocupa en todas las actuaciones humanas; sin embargo, tampoco lo glorifica, lo deja simplemente como está.

El verdadero materialismo, el del invento y la investigación, ha empezado en su tiempo. Hobbes tiene respeto por él, sin que por ello tenga que abandonar intereses y cualidades humanas del pasado. Sabe lo que es el miedo; su cuenta lo descubre. Todos los que vinieron después, que procedían de la Mecánica y de la Geometría, no quisieron ver el miedo; de ahí que éste tuviera que volver allí donde, en la oscuridad, sin que le molestaran y sin que le dieran nombre, seguía actuando.

Este autor no minusvalora el terrible peso del Estado. Qué efecto tan lamentable tienen a su lado muchas de las especulaciones políticas de los siglos posteriores. A su lado, Rousseau parece un pobre charlatán. El primer período de la Historia Moderna, aquel que contiene ya realmente a los hombres de hoy, es el siglo XVII. Hobbes ha vivido este período de un modo consciente y reflexivo. Las graves escisiones de partidos de las que tuvo que zafarse a lo largo de una prolongada vida fueron lo suficientemente comprometedoras y peligrosas como para que le resultaran una amenaza. A otro le hubieran contagiado del todo o le hubieran roto. Supo mirarlas a la vez desde dentro y desde fuera y supo tomar distancia frente a la declarada enemistad de estos bandos hasta que su propio pensamiento hubo adquirido forma y se hubo afianzado.

Como pensador, realmente está solo. En los siglos posteriores hay pocas corrientes psicológicas que no puedan reclamarle como su predecesor. Pasó, como he dicho, mucho miedo y habló tan abiertamente de este miedo como de todo lo restante con lo que se enfrentó. Su incredulidad religiosa fue una dicha sin par; con promesas baratas no se podía hacer nada por este miedo.

Su adhesión al poder político vigente, el del rey, primero, y el de Cromwell, después, no es cosa precisamente que se le pueda reprochar: estaba convencido de lo acertado de las concentraciones de poder. Su aversión por el grito de la masa no la explicó, pero sí la señaló. A nadie se le puede pedir que lo explique todo.

Maquiavelo, a quien se le ha dado tanta importancia, es a penas la mitad, la mitad clásica, de Hobbes. Tucídides fue para éste lo que Livio fue para aquél. De religiones, Maquiavelo, que trató con cardenales, no entendió una palabra. De la experiencia de los movimientos religiosos de masas y de las guerras que tuvieron lugar en los casi cien años que separan a éste de Hobbes ya no supo aprovecharse. Desde que existe Hobbes, ocuparse de Maquiavelo tiene sólo sentido histórico.

Una idea de la importancia de Hobbes la tenía yo desde hacía tiempo. Ya antes de conocerlo con suficiente detalle era para mí un autor digno de alabanza. Ahora, después de haberme ocupado seriamente del «Leviathan», sé que voy a poner este libro en mi «Biblía mental», " colección de libros importantes – y me refiero fundamentalmente a los libros de los enemigos -. Son libros que le aguzan a uno el ingenio, no libros que le paralizan por estar ya exprimidos y agotados desde hace tiempo. A esta «Biblia» – lo sé muy bien – no pertenecerán ni la Política de Aristóteles ni el Príncipe de Maquiavelo ni el Contrato Social de Rousseau.

Mahoma es algo así como la consumación de todos los profetas: se convierte en legislador y gobernante de facto; hasta él no llegaron los profetas a tener verdadero poder; nadie antes de él ha utilizado a Dios de un modo tan consecuente y eficaz. La fe es para él obediencia. Los bienes de Dios, los premios que promete para el Más Allá, los maneja Mahoma de un modo dispendioso; le gustaría ser generoso como un rey. Se llama a sí mismo el profeta de Dios: de igual modo o mejor, se llamaría la orden de Dios.

De entre sus predecesores sólo admite a los que han hecho carrera: Abraham, Moisés, Jesús. No conoció nunca a su padre; su respeto por la propiedad ajena es el de un huérfano bien educado; ficha a una viuda rica como mujer, la cual le diviniza de todas las formas posibles.

En el templo de la Kaaba recluta a los peregrinos, profeta de extranjeros en vez de caudillo de extranjeros, y cada vez le atrae más la idea de instalarse allí; disolver la oligarquía de los coreichitas con una tiranía. Sus negociaciones con las gentes de Medina tienen desde el principio algo de político; se asegura a sí mismo por medio de alianzas y planea una guerra contra su ciudad natal.

El interés de Mahoma por las tumbas: entre las tumbas cogerá incluso la enfermedad que le llevará a la muerte. Los cadáveres le preocupan como objetos de resurrección. Para él el juicio Universal es el resumen y la concentración máximos del dominio. Todos serán juzgados y se decidirá sobre ellos para siempre. Es la mayor masa imaginable convertida en objeto de una sentencia definitiva. El montón de muertos, que es propiamente el objeto de las guerras, llega a ser tan grande que abarca la totalidad de los muertos (Mahoma prefiere decididamente las guerras a las curaciones). A partir del día del juicio, cuando ya nadie más va a morir, los muertos se convertirán en vivos, y el único fin de esta resurrección será llegar todos juntos a ponerse a las órdenes inmediatas y tajantes de Dios.

En el Islam, la orden de Dios tiene mucho de pena de muerte. En la Biblia, él «sacrifica a éste, sacrifica aquél» se refiere las más de las veces a animales; sólo de vez en cuando alcanza esta orden a un hombre, en forma de rayo fulminante. El paso del judaísmo al Islam consiste en una mayor insistencia y una mayor concentración en la orden.

Una expresión plástica de la relación que hay entre guerreros y muertos – en forma de montón, concretamente – es la que tenían los antiguos celtas. Cuando salían a la guerra, cada hombre cogía una piedra y, junto con los demás, la tiraba a un montón. Al volver de la guerra cada hombre cogía otra vez una piedra: las piedras de los caídos, que no podían hacer esto, quedaban en el montón. De esta manera, por sí solo fue surgiendo un monumento a los muertos. En esta operación de restar del número de los que han salido el número de los que vuelven se expresa con especial claridad el sentido del número de muertos: en lugar de los que han quedado en el campo de batalla o en poder del enemigo, está el monumento de piedras.

Masa e imperio del grito. Una especial función de la masa consiste en acallar los peligros con la voz, da igual que sean terremotos que enemigos. La gente se junta para gritar mas fuerte. Cuando el otro enmudece – el terremoto o el enemigo, por ejemplo -, han ganado. Es importante aquí tener en cuenta que el mar no se deja acallar a gritos. Porque aun en el caso de que una gran masa consiguiera por un momento llegar a ser más fuerte que el mar, esto no lo haría enmudecer. De ahí que el mar, siempre según los hombres que lo conocen, sigue siendo la masa más grande a la que jamás se podrá nadie equiparar realmente.

«Si por lo menos los hombres pudieran ocultar a sus parientes – pensaba el extranjero – de tal modo que la gente no supiera nunca quién es pariente de quién… Sería estupendo tener una familia secreta, para uno solo; una familia de la que nadie supiera nada, a la que únicamente se pudiera llegar con precaución porque alquien podría llegar a saberlo: padre, madre, hermanos, hermanas como amados secretos».