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Palabras sin las cuales uno no pueda vivir, como amor, justicia y bondad. Uno se deja engañar por ellas y lo ve con toda claridad para creer en ellas todavía más.

El dolor más profundo lo guarda cada uno en secreto.

El peculiar movimiento del saber. Está mucho tiempo quieto, como una piedra o como uno que parece que está muerto. Luego, de repente y de un modo inesperado, adquiere un carácter vegetal. Uno lo mira casualmente: en realidad no se ha movido de sitio, pero ha crecido. Un gran momento, pero todavía no es el milagro. Porque un día uno mira a otro lado y encuentra el saber allí; sin duda antes no estaba; ha cambiado de sitio, ha saltado. Este saber que da saltos lo espera todo el mundo. Por la noche – uno está lleno de noche -, se escuchan los bufidos de los nuevos animales depredadores y en la oscuridad se ve el brillo ávido y peligroso de sus ojos.

Dios saliendo de un huevo, y el filósofo que lo ha puesto.

Lo más repugnante a mis oídos es el dialecto de la hartura.

En la niebla las formas son como palabras. Quienquiera que se me acerque en la niebla me estimula como una palabra nueva.

A él le puede concentrar una palabra.

Hay algo tan vil en torno a la sensatez que uno preferiría ser sabio en calidad de loco.

Entonces las personas eficientes estarán mal vistas y todo el que consiga algo será castigados.

Desde hace una semana estoy leyendo un libro que me inquieta profundamente: son las Memorias de un enfermo mental de Schreber, el antiguo presidente del senado; un libro que, costeado por su autor, apareció va a hacer pronto cincuenta años, en 1903, y cuya edición completa fue comprada por sus parientes, retirada del mercado y destruida, de modo que quedaron solamente unos pocos ejemplares. Uno de ellos, en circunstancias especiales, cayó en mis manos en 1939 y desde entonces estuvo en mi biblioteca. Aun sin leerlo, sentí que iba a ser importante para mí. Como ocurre con no pocos de mis libros, ha estado esperando su momento, y ahora que. estoy resumiendo mis ideas sobre la paranoia, lo he cogido y lo he leído, tres veces. No creo que jamás un paranoico internado años y años en un manicomio como tal paranoico haya presentado un sistema tan completo y tan convincente.

.¡Lo que no habré yo encontrado en él! Ejemplos concretos de algunas de las ideas que me preocupan desde hace años, por ejemplo, la indisoluble conexión entre paranoia y poder. Todo su sistema es una lucha por el poder en la que el mismo Dios es su verdadero antagonista. Schreber ha estado viviendo mucho tiempo con la idea de que él era el único superviviente del mundo; todos los demás eran almas de difuntos, y Dios en distintas encarnaciones. La idea de que uno es el único o quisiera ser el único – el único en medio de cadáveres – es decisiva para la psicología del paranoico como caso extremo del que detenta el poder. Esta conexión se me hizo clara por primera vez cuando en 1932, en Viena, asistí al proceso de Matuschka, un hombre que cometió un atentado en un tren.

Pero Schreber llevaba también en sí, en forma de locura, la ideología entera del nacionalsocialismo. Para él los alemanes son el pueblo escogido cuya existencia está amenazada por judíos, católicos y eslavos. Se suele llamar a sí mismo el «paladín» que va a salvar a Alemania de este peligro. Una tal anticipación de lo que luego ocurrió en el mundo de los «cuerdos» sería suficiente razón para ocuparse de sus Memorias. Pero Schreber ha imaginado muchas más cosas. La idea del fin del mundo lo persigue; tiene de él visiones grandiosas, que no se olvidan. Es ocioso hacer una relación de todo lo que le ocurre a este hombre; me ocupo de esto con todo detalle en capítulos destinados a Masa y poder. Pero algunos aspectos que me interesan en relación con Auto de fe sí los voy a mencionar. En el libro de Schreber se encuentra la descripción de un período de inmovilidad; recuerda el capítulo La petrificación de Auto de fe.

Ocuparse de la paranoia tiene sus peligros. A las pocas horas me acomete la torturadora impresión de que estoy encerrado, y cuanto más convincente es el sistema psicopático que estoy estudiando, tanto más crece mi miedo.

Dos cosas confluyen aquí: por un lado el carácter completo y cerrado de la locura, que hace que sea muy difícil escapar: en ningún sitio hay puertas; todo está completamente cerrado; inútil buscar algún fluido en que poder sumergirse, en cuya corriente pueda uno ser arrastrado; aunque se encontrara tendría cerradas las salidas; todo es como granito; todo es oscuro, y ¡de qué modo tan natural le cubre a uno esta dura oscuridad! En todo lo que he intentado hacer me he defendido precisamente de este enclaustramiento; mi primer pensamiento era: aberturas, espacio; mientras haya sitio no hay nada perdido. Pero aquí me encuentro con una persona para la cual locura es aquello en lo que yo más fácilmente caería; aquello que, jugando y sin esfuerzo, podría llevar a cabo. Nunca tengo tanto miedo de mí mismo como en el momento en que comprendo el carácter completo y cerrado de la locura de otro.

El segundo peligro, que es mucho mayor, consiste en que empiezo a dudar de la validez de mis propios pensamientos. Si a una locura como la paranoia – de cuyo carácter patológico nadie duda – es posible presentarla y enmarcarla de un modo tan convincente que llegue a hacer mella en alguien, ¿qué es lo que no se podría presentar en el supuesto de que uno tuviera algo de este poder paranoico? La evidencia que muchas veces siento en mí es exactamente la misma que siente el paranoico. La diferencia, sin embargo, está en que yo me desvío inmediatamente y no echo la llave a lo que me parece convincente; lo desplazo, lo quito de en medio, empiezo con una cosa completamente distinta; luego, más tarde, abordo el problema desde ángulos siempre nuevos; jamás me prescribe un método y en modo alguno un método propio; rehuyo la angostura de disciplinas establecidas saltando a otras; aprendiendo siempre cosas nuevas disuelvo aquello que ha quedado anquilosado en el ámbito de lo particular; y, sobre todo, mal que les pese a mis bienintencionados amigos, dilato mi trabajo a lo largo de años y más años, de modo que al curso de la historia se le ofrecen toda clase de oportunidades para rebatir o destruir estos descubrimientos y a su autor.

Sin embargo, a pesar de todo esto, sigue siendo verdad que no puedo vivir sin creer en estos descubrimientos. No puedo equipararlos a cualquier tipo de locura. Por esto, cuando profundizo formas extrañas y angostas de locura, me odio a mí mismo porque pongo en peligro pensamientos nuevos.

Uno sólo puede vivir una parte de este mundo; pero para ti nada cuenta como el todo: ésta es tu limitación.

Una carta de amor desde Suecia. Strindberg en los sellos.

Amor en cubos; el uno al otro se lo echan por la cabeza.

El ha puesto un desierto en el espíritu de ella. Allí florecen sus pensamientos.

¡Esta historia criminal del sultán de Delhi! Uno participa en una especie de coacción moral y lo soporta todo sin resistencia; y de repente tiene la impresión de que él mismo es un criminal; por el simple hecho de haberse prestado a esto; por no haberlo rechazado inmediatamente con energía y repugnancia. Lo peor es siempre historia, y yo no puedo escapar a ella; el hecho de que ésta, en realidad, haya sido cada vez peor me obliga a ser su anatomista; hago la disección en su cuerpo en putrefacción y me avergüenzo del oficio que he escogido.