Выбрать главу

No puedo explicar por qué en mí se dan a la par una fina sensibilidad para todo lo malo de esta vida y una pasión siempre despierta por ella. Tal vez siento que la vida sería menos mala si no fuera arbitrariamente cortada y desgarrada. A lo mejor estoy bajo el imperio de la vieja idea de que los inquilinos fijos del paraíso son buenos. La muerte no sería tan injusta si no estuviéramos condenados a ella de antemano. A cada uno de nosotros, incluso a los peores, le queda la excusa de que nada de lo que hace se acerca a la maldad de esta condena que pesa de antemano sobre nosotros. Tenemos que ser malos porque sabemos que vamos a morir. Todavía seríamos peores si, desde el principio, supiéramos cuándo.

Las religiones son todas religiones satisfechas. ¿No hay religiones de la continua y acuciante desesperación? Me gustaría ver a uno que no mira tranquilo a los ojos de ninguna muerte, ni siquiera de la suya propia; a uno que, de este odio, ha excavado un lecho siempre lleno para el río incesante de su insatisfacción; uno que no duerme porque, mientras duerme, algunos se duermen para no despertar; que no come porque, mientras come, algunos están siendo devorados; que no ama porque, mientras está amando, algunos son desgarrados. Quisiera ver a uno que fuera solamente este sentimiento, siempre este sentimiento; uno que, mientras los otros se alegran, tiembla por sus alegrías; uno que la vacía lamentación sobre la «fugacidad» la ve con toda crudeza como castigo de la muerte, de la muerte que existe en todas partes y que sólo alienta en este castigo.

El ciego habla de los importantes a quienes conoció cuando veía y da a entender que ahora, desde que ha perdido la vista, los conoce mejor; no hay nada que oprima, oculte, coloree, desfigure y ensucie a estos seres. Rechaza cualquier recuerdo extraño de estos mismos hombres; porque no tiene nada de la pureza de su propia esfera de ciego.

Cuando se le cerraron los ojos empezó a vivir. Ya no veía nada. No chocaba con nada. Iba de uno a otro y no sabía quién era él. Ninguna de las cosas falsas que se decían provenía de nadie. Cuando se ponía triste se arrimaba a una mesa. Cuando se encolerizaba tiraba del mantel. Las mujeres resbalaban por él como el agua; él no las veía y las dejaba pasar. Su ceguera encontraba siempre la meta; ésta cambiaba de lugar y salía a su encuentro. Daba las gracias, se sentaba al piano y a las amables metas les tocaba un vals sumerio. «Antes era todo tan alegre en el mundo», decían ellas sorprendidas.

Lo más sorprendente es el crecimiento repentino de la sabiduría en un hombre que estuvo siempre con uno, en quien ésta no llamaba la atención, de quien se esperaba mucho, pero no precisamente la sabiduría. Uno creía conocerle y verle en su conjunto y resulta que en él había oculto mucho más. Este secreto caudal del ser humano es lo mejor de él; es tan secreto que no se abre a nadie, ni al más próximo ni al más alejado, a no ser que haya alcanzado la plenitud de su forma y se abra de repente, para siempre. En pos de este secreto caudal se investiga con obstinación, pero generalmente en personas que no son las adecuadas. Lo que se buscó afanosamente allí resulta que estuvo siempre aquí; el reverso de la medalla de todos los desengaños, premio, gracia.

El diálogo entre dos personas cambia sus polos; el otro ante quien durante mucho tiempo sólo podíamos estar en silencio se nos vuelve a convertir de repente en el otro.

Mesas cuadradas: la seguridad en nosotros mismos que nos infunden; como si, aliados en grupos de cuatro, estuviéramos solos.

Qué significa que estás hecha de barro, dijo Adán a Eva; y la apartó. Soy tu costilla, dijo ella, mi barro procede del tuyo. El no la creyó y mordió la manzana. Entonces supo que ella decía la verdad; la tomó en brazos y la regaló a la serpiente.

Nombres desnudos sujetos con una correa; los llevan mujeres fastuosamente vestidas: hombres falderos, corno pequineses.

Todos los consejos que él ha dado y todos los aconsejados en persona salen a escena. Actúan como él les había aconsejado, pero unos con otros, una comunidad viviente. Al final, al verlos a todos juntos, se da cuenta de lo que él quería.

El hombre que sólo mira a mujeres que le resultan especialmente desagradables, pero que las mira como si le gustaran. Su destino.

El gesto del verdadero idiota que no puede ser de otra manera me conmueve tanto como el del Todopoderoso.

Su sueño: saber todo lo que sabe y, sin embargo, no saberlo todavía.

Contando todos los amigos que tiene se encuentra a sí mismo; después de sumar, restar, multiplicar y dividir… el resultado, la suma, es, de un modo inesperado, él. ¿Los ha escogido de tal manera que el resultado no ha podido ser otro? ¿Tantos y este viejo resultado?

El mar no está nunca solo.

Cómo le gustaría estar en un mundo en el que él no existiera.

Algunas expresiones del inglés me resultan profundamente odiosas; por ejemplo, cuando de un hombre se dice: He is a failure», porque no ha llegado a ser nada especial. Y luego ¡a quién se aplica esta frase! P., que tiene muchos de estos rasgos ingleses, dijo una vez hablando de Benjamín Constant: «He was a failure». Sí, ¿quién no lo fue? ¿No ha vivido todo el mundo en vano? ¿Y no han muerto todos?

La camarera larguirucho que, moviendo los dedos, se exhorta a misma sobre unos encargos que podría olvidar. «Ahora voy», mueve la cabeza en un gesto de asentimiento y mira furtivamente hacia unos dedos que tiene estirados. Luego otros dedos corroboran aquello que le han recordado los primeros; y es completamente feliz de haber llegado a este convenio consigo misma. No son los otros los que la mandan de un lado para otro y le dan órdenes; oye una cosa y consulta tranquilamente consigo misma; es la que decide cuando un dedo replica a otro y cuida de que no peleen unos con otros. Cuando la gente se impacienta abre toda la mano y entonces uno sabe que no hay nada que hacer: los dedos, sin más, se niegan a consultar unos con otros.

Las mujeres más tontas: las que vienen a contarlo todo inmediatamente, al primero que las escucha; sin embargo, esto que cuentan todavía no ha ocurrido del todo.

El hombre que, para que lo alaben, está dispuesto a todo; lo único que hay que hacer es decirle con suficiente frecuencia lo bueno que él es. Está dispuesto a cometer un crimen para que le digan que es bueno.

Sólo lo inesperado hace feliz; pero tiene que chocar con muchas cosas esperadas y dispersarlas.

De Hobbes sigue atrayéndome todo: el coraje de su espíritu, que es el coraje de un hombre lleno de miedo; su erudición, segura y autoritaria, que con un instinto sin par, intuye qué es lo que tiene que confrontar dentro de sí mismo y qué es lo que debe abandonar como vacío y esquilmado; su contención que le permite guardar para sí, a lo largo de decenios, ideas maduras y vigorosas, y determinar por su cuenta, sin dejarse influir por nada y de un modo despiadado, el momento propicio para tales ideas; el gusto por sentirse rodeado por este anillo de enemigos – él, que es su propio partido, que, si bien hace creer a algunos que van a poder utilizarle, no obstante sabe defenderse de todo abuso y, sin buscar jamás un poder mezquino, hace exactamente aquello que sus ideas aprueban -; su firmeza al lado de un espíritu tan lleno de vitalidad y frescor; su desconfianza frente a los conceptos – ¿qué otra cosa es su «materialismo? – y también su avanzada edad. A veces me pregunto si en mi debilidad por él no jugarán un papel excesivo estos noventa y un años de vida que Hobbes alcanzó. Porque con los resultados de su pensamiento, como tal, casi nunca estoy de acuerdo; su superstición matemática no me dice nada, y justo su visión personal del poder es lo que yo quiero destruir.