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Pero me fío de él; los procesos de su vida y de su pensamiento me parecen auténticos. Es el contrincante que estoy oyendo; jamás me aburre, y admiro la penetración y la fuerza de su lenguaje. La superstición conceptual de algunos filósofos posteriores a él me resulta mil veces más desagradable que su superstición matemática. Me fío de él y me fío de sus años. Deseo para mí, es cierto, tantos años como él tuvo, porque de otro modo, ¿cómo voy a conseguir la misma firmeza en mis vivencias fundamentales, el mismo examen, el mismo afianzamiento y la misma ratificación?; estas vivencias son hoy las mismas para todo el mundo; lo único que hay que hacer es darles tiempo para que le penetren a uno del todo.

Un hombre que jamás ha recibido una carta.

El infierno del ladrón es el miedo a los ladrones.

Durante toda la cena, la ancianísima señora estuvo hablando de espíritus. La cena fue larga. Intenté envidiarla por sus experiencias. ¿Por qué ningún espíritu se ha preocupado de mí todavía? Quise desviar la conversación, simplemente por llevar la contraria. Ella no cejaba. Una guía de teléfonos había sido cambiada de sitio. Encontraron una serie de zapatos sobre una cama. Todo esto me pareció pobre. Me hubiera gustado más que el espíritu hubiera revuelto nombres y direcciones en la guía telefónica, porque darle a una cosa un puntapié, nada más, es algo que yo también puedo hacer. Pero lo que literalmente me avergonzó fueron los zapatos encima de la cama. ¿Por qué no habían preferido salir de paseo todos ellos, cada uno en una dirección distinta? Escuchaba a regañadientes. El espíritu no había tenido ninguna ocurrencia especial. La ancianísima señora, que notó mi desengaño, pasó a hablar de otra cosa. Al fin la dejé; estaba cansado. Pasaron horas hasta que no caí en la cuenta de que ella misma era el espíritu. Se preparaba para su futura carrera. Explicaba sus planes.

Un nochario en el cual no hay ni una línea que haya sido escrita de día. Paralelamente, un verdadero diario en el que todo ha sido escrito de día. Mantener separados los dos durante unos cuantos, no compararlos nunca ni mezclarlos.

Su confrontación final.

1952

Cada dos o tres semanas le invaden los «Emplazados» ¡Qué callados siguen viviendo en él! ¡Qué agradecidos le están de que les deje tiempo! Saben que jamás podrá descuidarlos, que jamás podrá olvidarlos. Quieren agotar su propia existencia en él y para ello reclaman un poco de tiempo. El los aprecia a todos, a cada uno de ellos, y recuerda asombrado aquel período de su vida en el que, lleno de odio y de rabia, tiraba a sus personajes. ¿Qué es lo que le ha dado tanta ternura, incluso para estos esbozos?

Puede que uno haya conocido a tres o cuatro mil personas; nunca habla más que de seis o siete.

Algunas cosas uno las retiene simplemente porque no tienen relación con nada.

Los sucesos de Everton, en 1759, explican por qué el sermón de John Wesley y de sus desenfrenados seguidores produjo masas de moribundos, de condenados que se retuercen de miedo ante las consecuencias de su propia muerte. Al leer la descripción del «Journal», uno piensa en un campo de batalla, pero en un campo de batalla imaginado o fingido – como en una obra de teatro -, en un campo de batalla provisional, por así decirlo, que se simula para escapar al verdadero. En este sentido no hay duda de que Wesley puede compararse a un general, a uno que da órdenes y señales para empezar la batalla, pero una batalla-de-una-masa que, por sí misma, se convierte en masacre. Sin embargo, esta situación está dominada por la idea de que el espectáculo de la masacre tiene un efecto benéfico y salva del holocausto real.

Siempre que veían el cielo abierto, estaba tan lleno que sólo deseaban una cosa: encontrar sitio en él.

¿Puede uno mismo sentir todos los fanatismos? ¿No se excluyen unos a otros?

Anda husmeando tras todas las sectas; a lo mejor es un inquisidor como cualquier otro.

Historiadores en el día del juicio Final.

¿Qué horcas, qué carne, y quién es que nos asa?

La observación psiquiátrica del ser humano tiene algo de lesivo que consiste más en la clasificación de lo anormal que en su simple constatación. Ya no hay más normas reales; entre los hombres que tienen criterio y experiencia se ha llegado al convencimiento de que cada uno, todo, de una manera u otra, es anormal. El valor de esta idea está en el sentimiento de individualidad de cada hombre que tal idea fomenta: así es como uno quisiera respetar, amar y proteger a cada individuo, incluso en el caso de que su conducta no fuera ni comprensible ni previsible. Sin embargo, el psiquiatra -que crea categorías de anormalidad y a quien le incumbe primero clasificar y luego curar – al hombre que a menudo está humillado le quita además su carácter de ente individual. La víctima de este poder de agrupar a los otros no es únicamente el que es objeto de esta clasificación; también para el observador que está implicado en ella le resulta deprimente ver este poder en acción y no poder hacer nada para que sea reversible.

A partir de cierta edad, toda persona inteligente y sensata aparece como peligrosa.

Sabe siempre de antemano lo que va a venir en el periódico y por esto tiene que leerlo con la máxima atención.

Sabe provocar incluso el odio de un mosquito.

Esta historia que está hecha fundamentalmente de atrocidades diabólicas, ¿por qué me ocupo de ella, yo que no tengo nada en común con ni una sola de sus atrocidades? Torturar y matar, matar y torturar; leo esto una y otra vez de mil maneras distintas; siempre lo mismo; sin los años, que como alfileres están prendidos en todo esto, uno no podría mantenerlo a distancia.

Está esperando una palabra que le rehabilite y justifique todas sus palabras.

Voy a destruirme hasta que esté entero.

Quizá fue una suerte que años atrás no me dejara dominar nunca por mi «material»; que una y otra vez lo mantuviera a cierta distancia. De este modo cada uno de sus fragmentos tenía su efecto propio y duradero. Podía meditar sobre cosas que, de otro modo, se hubieran asfixiado unas a otras. Mucho que, de no ser así, hubiera tenido sólo una existencia breve y turbulenta en la superficie, tuvo tiempo de encontrarse y enlazarse en el recuerdo. De esta manera puedo comprender también por qué el enorme material que en los últimos meses he estado mirando no me ha llevado ni a un solo pensamiento realmente nuevo; se ha limitado a ratificarme en lo que ya había pensado y a darme nuevo ánimo, yo diría que un ánimo científico.

¡Oh frases, frases! ¿Cuándo vais a acoplaros de nuevo unas con otras y a no separamos nunca más?

Estoy rodeado de enemigos que quieren consolarme. Quieren romper mi desafío de dos maneras. Por un lado, en relación con la desahuciada para quien no puede haber salvación posible: Si tiene que ocurrir, mejor que ocurra. Por otro lado gritan. ¡Me muero, me muero! Pero yo todavía no he reconocido nunca que esto tenga que ser así, en ningún ser humano; que se me seque la lengua si alguna vez lo reconozco; prefiero disolverme en un vaho maloliente que decir sí a esto. Y que todos los demás también tienen que morir ya lo sé; me lo tomo suficientemente en serio; pero que con esto me amenacen para apoderarse de mi miedo y quitárselo al que ahora está amenazado, esto se lo censuro, esto no se lo perdonaré a nadie.