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¿Es el sentimentalismo el amor por todo aquello que uno conoce bien? Se juntan tantas cosas conocidas y familiares en el curso de una vida que todo parece estar cubierto de una capa de sentimentalismo. Cuanto más conocido es algo más capas de azúcar se depositan sobre ello. Pasa mucho tiempo hasta que los sedimentos de lo conocido se endurecen del todo. Hasta la fecha no hay nadie que haya podido escapar al sentimentalismo; lo único que puede hacer es cuidar de que las regiones de lo conocido estén muy separadas unas de otras: así quedan muchas capas en medio, que son todavía dignas de asombro. Lo único peligroso es la trama de lo familiar, el continente cerrado de lo conocido. El que está instalado en él, ¿adónde puede ir todavía? ¿a qué país extranjero puede llegar aún?

Es necesario no escapar siempre a los terremotos. El dolor por lo destruido de un modo inmerecido y ciego es un dolor sin consuelo, y ninguna vida será suficientemente larga para asimilar del todo este dolor en el sedimento de lo familiar, que es lo que a uno le parece seguro.

Algunos se hacen sus propios terremotos, temperamentos atrevidos que están desgarrados por el miedo. Otros, como en el sueño, encuentran el camino que lleva a lugares amenazados, profetas que hablan en voz baja. Pero hay todavía víctimas que se aceptan en la violencia de su modo de vivir, que se marchan, se alejan, andan por el mundo hasta agotarse, hasta que la desgracia les acomete a. ellos solos; y entonces para ellos todo ha terminado de un modo absurdo y sin sentido; sin sentido, es decir, sin testigos.

¡Toda rebelión tiene que tener algo de mentira! La dinámica de la rebelión exige que uno aumente el motivo inicial de ésta. Uno está furioso, sin duda, pero qué es lo que uno no aprovecharía para atizar y justificar esta furia. Los momentos de furia sólo tienen un sentido si llegan a estar llenos, si de repente se inflama el hombre entero y todas sus reservas. El que es demasiado ambicioso o demasiado tímido para esto y no conoce esta experiencia es un ser desdichado. Todo el mundo necesita acordarse de su propio fuego; con sólo el fuego que le puedan prestar los demás nadie se dará por satisfecho.

El juego de azar en el que uno se lo juego todo es una forma de ira. Sólo que tiene un efecto distinto porque tiene lugar dentro de un ritual establecido; ira blanca, pero ira.

Algunos hombres prefieren esta forma de ira, porque el alto precio que hay que pagar simula ser un resto de sensatez. Parece como si uno quisiera tener algo muy especial; en realidad lo que ocurre es que uno quiere arriesgar algo especial y para ello necesita del fuego de la ira. La frialdad aparente corresponde a la pérdida anticipada. Uno atenta contra lo que tiene; cuanto más tiene, más violenta acaba siendo su ira; el que lo pone todo en juego es el más furioso.

Me resulta muy difícil de entender el más grande de los empeños, el de la vida. Tal vez, en esto soy demasiado curioso y ando con demasiada avidez en pos del milagro; estoy esperando continuamente lo inesperado. Para mí, cuando realmente tiene valor lo que sé, o lo que quiero, es cuando ha sido superado o discutido. En la meta de todos los caminos se esconde lo otro, del cual siento sólo que va a ser algo sorprendente. Sé para que, de repente, esto se sepa de otra manera. Quiero para que la voluntad se me desvíe. En todo hay tal riqueza de esperanzas que un final, una conclusión sea cual fuere su forma, se me hace impensable. No hay fin ninguno, pues todo va teniendo cada vez más ser. El auténtico hombre es para mí el que no reconoce ningún fin; no tiene que haber ninguno y es peligroso inventarlo.

Lo que hacen las religiones a algunos les parece útil. Es cierto, suavizan el terrible filo de la separación e infunden esperanza a los menos afectados, a los que siguen viviendo. Su pecado principal, no obstante, lo cometen con los muertos, de quienes disponen, como si tuvieran derecho a ello y supieran algo de su destino. Para mí es justa cualquier ficción que mejore las relaciones mutuas entre los vivos. Pero las afirmaciones sobre los muertos, sobre los que se han ido definitivamente me parecen frívolas e irresponsables. Aceptando algo de lo que se afirma sobre ellos, uno los abandona del todo, y ellos no pueden defenderse de ninguna forma. La indefensión de los muertos es el más incomprensible de todos los hechos. Amo demasiado a mis muertos como para colocarlos en algún sitio (encuentro ya humillante que se les aparte, se les encierre y sepulte). No sé nada de ellos, absolutamente nada, y estoy decidido a seguir amándolos en medio de todo el dolor que supone esta inseguridad.

La fotografía ha destruido el doble.

¡Oh ligereza, ligereza! ¿Se hará viejo y cada vez más ligero hasta entenderlo todo sin decirlo, amarlo todo sin quererlo, tenerlo todo sin que ellos lo noten?

Sólo por esto no puede haber ningún Creador: la tristeza por el destino de lo creado no sería imaginable ni soportable.

El estado de saciedad del vencedor, su hartura total, su satisfacción, el prolongado placer de su digestión. Algunas cosas sería mejor que no existieran, pero lo único que no debería existir nunca es un vencedor.

Pero somos vencedores, de todo hombre a quien conocemos bien y a quien sobrevivimos. Vencer es sobrevivir. ¿Cómo hay que hacer para seguir viviendo y, no obstante, no ser un vencedor?

La cuadratura moral del círculo.

Sobre lo que se requiere para los «Emplazados»: no comprendo cómo a los hombres no les preocupa mas el misterio de la duración de su vida. En el fondo, todo fatalismo tiene que ver con esta única pregunta: la duración de la vida del hombre, ¿es algo fijado de antemano o es primariamente el resultado del modo como transcurre su vida? ¿Viene uno al mundo con un determinado quantum de vida, digamos 60 años, o durante mucho tiempo este quantum es algo indeterminado, de modo que el mismo hombre, después de la misma juventud, podría llegar a los 70 o solamente a los 40? Y ¿cuándo se alcanzaría el punto en el que estaría claro dónde se encuentra el límite? El que cree lo primero es, naturalmente, un fatalista; el que no lo cree atribuye al hombre una sorprendente dosis de libertad y concede que éste tiene influencia sobre la duración de su vida. Uno vive, más o menos, como si este segundo supuesto fuera cierto y se consuela de la muerte con el primero. Quizá son necesarios los dos y hay que usarlos alternativamente para que los hombres sin coraje soporten la muerte.

La mayoría de las religiones no hacen a los hombres mejores, Pero sí más cautos. ¿Hasta qué punto esto tiene valor?

El cielo quiere que le penetren con la mirada y se lo recuerda a los hombres con los rayos.

Personas, una cada dos o tres años, en las cuales uno se resume; a quienes hay que presentarles todo lo anterior, como desde una atalaya. Personas que están en lugar de montañas, con una vista amplia y despejada, pero que ellas mismas ven tan poco como la montaña sobre la que uno ve.

1953

Todo lo relativo a los «Emplazados» es un misterio para mí. No puedo prever qué efecto va a tener ninguna escena sobre la vida misma. Temo las conexiones inmediatas como si estuviera en medio de una malla de prohibiciones estrictas que yo infringiera con cada nueva escena. Para reparar estas culpas tendría que inventar cada vez una escena distinta que equilibrara la anterior, es decir, que pesara más que ella ¿Cómo puedo saber yo si voy a conseguir este equilibrio entre las escenas?