Tal vez, hasta hoy, todos los pensamientos han sido pensados en torno a un pensamiento que está esperando a que lo piensen. Tal vez todo depende de que este pensamiento sea pensado realmente. Tal vez aún no hay ninguna seguridad de que vaya a ser pensado.
Uno que al ir a casa tiene que perderse necesariamente. Cada vez tiene que encontrar un camino distinto.
Es una paz terrible la que le entra a uno cuando a su alrededor van cayendo más y más hombres. Uno se vuelve completamente pasivo; ya no devuelve los golpes. En la guerra contra la muerte se convierte en un pacifista y pone la otra mejilla y el hombre siguiente. Esta debilidad, esta laxitud la capitalizan las religiones.
Se convierte en un asesino de masas porque una enfermedad de la que murió su ser más querido es curable al poco tiempo de la muerte de éste.
Ya no puedo leer nada sobre ningún pueblo primitivo. Yo mismo soy todo un pueblo primitivo.
Lee para conservar la razón, para seguir comprendiéndose a sí mismo. De no ser así… ¿adónde habría ido a parar, de no ser así? Los libros que tiene en la mano, que observa, abre, lee, son su lastre. Se agarra a ellos con toda la fuerza de un desdichado a quien un tornado se lo va a llevar. Sin los libros viviría, sin duda, con más intensidad, pero ¿dónde estaría? No sabría dónde está, no se orientaría. Para él los libros son brújula, memoria, calendario, geografía.
Dios como preparación de algo mucho más terrible de lo que nosotros todavía no sabemos absolutamente nada.
Transeúntes y «Eternos». Me persigue la idea de un extraño mundo en el que los hombres, a una edad determinada, se paran, cada uno a una edad distinta. He aquí que uno, con bastante prisa, llega a los 30 y no pasa de ahí. El otro llega renqueando hasta los 70 y luego se queda en los 70. Algunos andan de un lado para otro como niños de 12 años y jamás pasan de esta edad. Hay dos clases de hombres, unos están todavía en camino hacia su meta, los otros la han alcanzado. Puede que algunos niños pasen de los 12 años, pero luego hay otros a los que cabría llamar eternos doceañeros.
De los «Eternos» los hay de todas clases: niños, hombres, mujeres, ancianos. Tienen un cierto sentimiento de superioridad; a ellos ya no les puede ocurrir nada. Pierden el interés por sus años una vez que han llegado a su segundo período; ya no los cuentan y se quedan en lo que ahora son. Tienen los privilegios de su duración, se conocen unos a otros y se saludan de un modo especialmente respetuoso. Su actividad corresponde a aquello que cabría llamar su edad fundamental. Son los modelos de los otros, a los que la gente llama «Transeúntes». Cada «Transeúnte» tiene un «Eterno» como padrino y éste decide su meta.
Transeúntes y «Eternos» viven mezclados, no están separados unos de otros. El matrimonio entre ellos no está prohibido pero conlleva dificultades. Un «Eterno» puede enamorarse de una Transeúnte; entonces su amor está expuesto a todas las variaciones de ésta. Puede que la mujer tenga que pasar una serie de años hasta ascender a la clase de él; a partir de este momento ella ya no le interesará. Por el contrario, un Transeúnte puede estar poseído por el afán de amar sólo a «Eternas» y seducir mujeres de esta clase, una tras otra, hasta que, al fin, él mismo, como «Eterno», llegue al estado de reposo. Y sólo en este mundo es posible una forma de felicidad que nosotros, perecederos sin remedio, anhelamos de vez en cuando: puede ser que un «Eterno» encuentre a una «Eterna»; entonces no cambian nunca; juntos pueden seguir siendo invariables. Pueden agotar el sentimiento que tienen el uno por el otro sin que las influencias del tiempo vacíen este sentimiento. Pueden saber si realmente son el uno para el otro; ellos, pero sólo ellos, pueden probar y acreditar sus sentimientos.
Aquél para quien el amor, en este sentido supremo, sea importante podrá encontrarlo y mantenerlo. A quien le atraiga el cambio del otro, aunque él mismo, por su propia naturaleza, haya alcanzado la estabilidad, éste como «Eterno», buscará a los Transeúntes. El que quiera vivir de un modo fluido pero tenga que adorar a aquello que es palpable e igual a sí mismo, éste como Transeúnte, buscará a un «Eterno». Pero aquellos que en su propia mutabilidad sólo puedan soportar lo mudable, éstos, como Transeúntes, irán con los Transeúntes.
En este mundo cada uno podría encontrar lo que necesita para ser feliz.
Un país en el que la gente llora cuando come.
El amigo religioso piensa que a cada buena acción Dios hace nacer a un hombre y que a cada mala acción hace morir a otro.
Cree que hay ángeles que le tapan a uno los oídos en los momentos adecuados.
Imagina que le quitan a todo el mundo las promesas, como te las han quitado a ti; que nadie barrunta nada más; que para todos, en el momento de la muerte, se acabó todo; que los hombres se han convertido en terrenales del todo, aquí, en todas partes y para siempre: ¿qué cambiaría?, exactamente, ¿qué cambiaría en las relaciones entre unos y otros?
¿Serían más emprendedores o menos? ¿Más astutos? ¿Más cerrados? ¿Se limitarían a esconder sus maldades hasta el final, sabiendo muy bien que, de todos modos, se iban a quedar sin nada en un momento? ¿O bien el recuerdo que dejan aquí sustituiría del todo la vida de después de la muerte?
No creo que esto sea algo que pueda decidirse de un modo preciso, ya que en todo el mundo hay restos de creencias que juegan un papel en el momento de dar una opinión sobre este punto. Pero puedo, imaginarme que en uno de estos que carecen de fe el gusto por hacer el bien llegue a convertirse en una verdadera pasión, como si hombres de este tipo estuvieran en lugar de un poder supremo y lúcido y en lugar de todo aquello que se espera de tal poder.
«Humano». ¿No conseguirán jamás quitarle a uno la costumbre de aplicarles esta palabra? ¿Existe un hombre imperturbable?
No hay nada más aburrido que ser adorado ¿Cómo es posible que Dios lo soporte?
En Montaigne lo que muchas veces me molesta es la grasa de las citas.
El Hombre-sordina. Un hombre que pone sordina a todas las frases, deseos y acciones de los demás, hasta que consigue crearse un entorno en el que ya no hay nada que le estimule. Sus ademanes, su circunspección, la calma que emana de él. Su alegría serena y carente de miedo. Su estar libre de toda curiosidad. Aunque le pone sordina a todo, no sabe nada; va de un lado para otro como un ciego. Nota solamente aquello que puede debilitarse, y su moderada actividad se aplica solamente a ello. No va ni demasiado deprisa ni demasiado despacio; sus palabras son como notas; cada una de sus frases, unos cuantos compases de música escogida.
Consigue remitir siempre el individuo a lo generaclass="underline" alguien ama… como aman todos los hombres; alguien ha muerto… como todos los hombres. El contenido mental con el que opera es mínimo y en esto estriba su eficacia. No juzga ni condena, porque tal actividad es algo que atañe siempre al individuo; no culpa a nadie y jamás se asombra.