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Todo lo que pueda suceder ha sucedido tantas veces que no se distingue por nada especial. Para él no hay poderosos, como tampoco hay pobres. Observa a los hombres como si fueran hojas; son tan parecidos unos a otros como aquéllas; diáfanamente amables, su destino es lento y reposado. Su caída la observamos sólo como algo común; ¿qué es ya cada una de las hojas que cae?

Jamás padece hambre; no se niega nada, y si alguna vez quiere algo con excesiva vehemencia, sin que se note se aparta de este camino y olvida lo que quería. El Hombre-sordina no tropieza nunca con ninguna desgracia. Si por casualidad está presente en alguna, no la reconoce. Si se le coge y se le obliga a decir lo que piensa sobre aquello, demuestra con una sonrisa que ha sido para bien. El que padece miseria habría sucumbido a la riqueza. A quien muere se le ha ahorrado un padecimiento largo y prolongado. El que odia está enfermo. El que ama mucho también está enfermo. Todo lo que se dice sobre viejos miedos, más aún, la Historia entera de la Humanidad es un cuento. Porque jamás los hombres hubieran podido hacer lo que la Historia les ha atribuido; incluso ahora, esto no lo hace nadie.

Sé muy bien cómo se comporta el Hombre-sordina, pero no sé que aspecto tiene.

A la gente «importante» hay que verla con dureza. Hay que ser con ellos igual como ellos son; en aquello en que son duros son «importantes». La piedad, que ellos desconocen, no puede iluminarles; les pone bajo una luz falsa. Crueles, tal como luchan unos contra otros; crueles, como descienden de sus alturas: así es como hay que vivirlos; todo lo demás es engaño.

El primer efecto de la adaptación a otro es que uno se vuelve aburrido.

La característica inequívoca de un gran libro: que al leerlo uno se avergüenza de haber escrito alguna vez una línea; no obstante, no tiene más remedio que escribir, aun en contra de su voluntad y además como si no hubiera escrito jamás una línea.

Sus letras se mecen; es como si estuvieran escritas sobre agua.

¿Será posible que la muerte de ella me haya curado de los celos? Me ha vuelto más tolerante con las personas a quienes amo. Las vigilo menos; les concedo la libertad que tienen. Pienso para mí: haced esto, haced aquello, haced lo que os venga en gana, con tal de que viváis; haced, si no hay más remedio, todo lo que queráis, molestadme, engañadme, arrinconadme, odiadme; no espero nada, no quiero nada, sólo una cosa: que viváis.

Se desgarró el corazón hasta hacerlo jirones. No era más que terciopelo.

El deudo que ha heredado 100 amigos. Está satisfecho.

Para domar fieras les sopla en la nariz. Cuando el domador dijo esto me acordé del gusto que me daba y de cómo me ponía meloso cuando me soplaban en los oídos.

Peligros del orgullo: uno se vuelve tan orgulloso que ya no se mide con nadie. Ya no confía en nadie a quien tenga miedo. Sólo se confía entre aquellos que le admiran. Ya haciendo cada vez menos cosas y al final no hace nada; así es como no pone en peligro su actitud de orgullo.

¿Cómo se aprende a entregar aquello que se domina? ¿Cómo se abre la mano sin que se nos encojan los sentimientos? ¿Cómo anhela uno lo conocido y familiar sin que este anhelo lo atraiga hacia sí? ¿Cómo se renuncia a lo que se posee sin destruirlo?

1954

Un mundo en el que nadie reconoce a nadie. La ocupación fundamental de estos hombres consistiría en convencerse los unos a los otros de que lo son.

Sólo el incrédulo tiene derecho al milagro.

¿Qué frases de las que encontramos en una colección de aforismos son las que anotamos?

En primer lugar, aquellas que nos ratifican: impresiones que las sentimos exactamente de la misma manera, que hemos pensado muchas veces, que están en contradicción con las opiniones tradicionales, que nos justifican. Hay mucho de autosuficiencia en este afán de ser ratificado por hombres importantes o por sabios. Pero puede haber más: el puro gusto de encontrarse con un espíritu realmente afín. Porque cuando muchas frases de un solo hombre coinciden con las de uno mismo, lo que es mera autosuficiencia se convierte en asombro: en una época completamente distinta, entre personas completamente distintas, alguien ha intentado comprenderse a sí mismo exactamente igual a como lo hemos hecho nosotros; ante su vista ha tenido este hombre la misma forma, el mismo perfil, el mismo destino. Seríamos felices si lo mejor que tenemos fuera equiparable a lo mejor que él tiene. Sólo un pequeño temor nos retiene de echarnos en sus brazos, en brazos del hermano mayor: el sentimiento de que en nosotros hay muchas cosas que le asustarían.

Luego hay dos tipos de frases que no se refieren a nosotros; las primeras son frases cómicas; nos divierten con una abreviatura o giro inesperados; como frases son nuevas y tienen el frescor de las palabras nuevas. Las otras despiertan a la luz una imagen que hacía tiempo que estaba preparada en nosotros y le permiten subir a la superficie.

Por su efecto, tal vez las más curiosas son las frases que nos avergüenzan. Tenemos muchas debilidades que jamás nos dan quebraderos de cabeza. Hasta tal punto son nuestras que las aceptamos como a nuestros ojos y a nuestras manos. Quizá tenemos incluso una secreta ternura por ellas; puede que nos hayan granjeado la confianza o la admiración de los demás. Y he aquí que, de repente, nos las encontramos delante de nosotros, con toda crudeza, arrancadas de los contextos de nuestra vida, como si pudieran existir en cualquier sitio. No las reconocemos inmediatamente, pero nos quedamos perplejos. Las leemos por segunda vez y nos asustamos. «¡Resulta que eres tú!», nos decimos de repente con energía, y seguimos empujando la frase como si fuera un cuchillo. Nos ruborizamos de nuestra imagen interior. llegamos a prometernos ser mejores y, aunque apenas mejoramos realmente, jamás olvidamos estas frases. Puede que nos lleguen a quitar una cierta inocencia que tal vez era atractiva. Con todo, en estos terribles cortes el hombre se inicia en su modo de ser propio. Sin ellos, éste no puede nunca ver del todo. Tienen que ser inesperadas y tienen que venir de fuera. El hombre, solo, se instala todas las cosas a su comodidad. Solo, es un mentiroso incorregible. Pues nunca se dice nada que sea realmente desagradable sin compensarlo inmediatamente con algo halagüeño. La frase que viene de fuera es eficaz porque llega de un modo inesperado: uno no tiene preparado ningún contrapeso para equilibrarla. La ayudamos con la misma fuerza con la que, en otras circunstancias, habríamos salido a su encuentro.

Hay también las frases intocables o sagradas, como las de Blake. Nos resulta penoso encontrarlas en medio de otras porque éstas pueden ser sabias, a la luz de las frases intocables aparecen como falsas e insípidas. Jamás nos atrevemos a apuntarla frase intocable. Necesitamos una hoja o un libro para ella, un lugar en el que no haya nada ni vaya a haber nunca nada. Existe un malestar inconfundible que es especialmente penoso; un estado en el que no es posible hacer nada porque uno no tiene ganas de nada; en el que abrimos un libro para volverlo a cerrar; en el que ni tan sólo podemos hablar porque cualquier otra persona nos resulta molesta, e incluso nosotros mismos nos vemos corno alguien ajeno. Es un estado en el que nos abandona todo aquello que antes acostumbraba a constituir nuestro ser: metas, costumbres, caminos, clasificaciones, confrontaciones, humores, certezas, vanidades, épocas. Dentro de nosotros hay algo que no conocemos en absoluto y que avanza tanteando de un modo oscuro y tenaz; no sospechamos en qué terminará este tantear; no lo podemos ayudar en su ciego movimiento. Siempre nos quedamos sorprendidos cuando, al final se manifiesta; no comprendemos cómo ha sido posible que hayamos ido con él, justamente con él, y exhalamos un suspiro de alivio no sin la consternación de no habernos manifestado sobre un mundo indomable que llevamos dentro y que, desde hace tiempo, preferimos.