La superstición de que en un día es posible recuperar lo que se descuidó en cien o en mil días. La podríamos llamar también la fe en el rayo o en el trueno.
En los diarios de Luis II de Baviera (que no se publicaron hasta 1952 en Liechtenstein) llama la atención la importancia que se da a algunas efemérides, especialmente a las fechas de la ejecución de Luis VI y de María Antonieta. Son los días de sus mártires; todos los santos se destacan con especial solemnidad y se utilizan como votos del ámbito más privado y particular del monarca. El futuro de Luis II está dominado por un número, el 41, el cumpleaños al que quiere llegar; todo lo que ocurre y no debe ocurrir está relacionado con él.
En la paranoia, las épocas, los períodos de tiempo fijados con exactitud, el retorno de determinados días tienen importancia capital y sirven para absorber el miedo. En el calendario, en sus efemérides inmutables, se busca una garantía para lo que tiene que venir. Cuando todo se venga abajo, como última seguridad quedará el calendario, con sus días señalados.
¡Qué sabio fue el padre de Buda! ¡Y qué vergonzosa la leyenda del primer encuentro de Buda con la vejez, la enfermedad y la muerte.
¿Hubieran ocurrido las cosas de otra manera si desde pequeño su padre hubiera tenido en casa, para él, a un viejo, a un enfermo y a un moribundo, a modo de compañeros de juegos y animalitos predilectos, como bailarinas, mujeres y músicos? Londres después de Marrakech. Está sentado en una habitación con diez mujeres, sentadas en distintas mesas, todas con la cara destapada. Ligera irritación.
Lo redondo de todo lo que ocurre en Marrakech igual que las cavidades oculares de los ciegos; nada ha terminado; nada se interrumpe del todo; lo más abrupto continúa por repetición.
El balbuceo de tu oído cuando ha oído mucho y no ha entendido nada.
Pensar que, desde que te has ido, ellos han seguido gritando todos los días; pensar que ahora, mientras tú estás sentado aquí, los ciegos están gritando: Alá, Alá, Alá.
El flotar de los ciegos, a quienes no se les interrumpe en ninguna de sus observaciones.
¿Qué es lo que ve un ciego dentro de sí?, ¿cuánto tiempo lo está viendo? ¿Cambian más raramente las cosas que ve?
¿Qué es lo que amamos tanto de las ciudades cerradas, de las ciudades que están íntegramente dentro de murallas, que no van terminando poco a poco de un modo desigual a lo largo de carreteras?
Es sobre todo la densidad; uno no puede salir por donde quiera; una y otra vez se encuentra con murallas que le vuelven a meter en la ciudad. En una ciudad con muchas callejas sin salida, como Marrakech, este fenómeno se produce repetidamente; uno se va adentrando cada vez más en ella y, de repente, se encuentra delante de la puerta de una casa y ya no puede seguir. La casa no le abre sus puertas; no hay ningún camino que lleve a su interior, ni ningún camino que pase por delante de ella; uno tiene que dar media vuelta. Los habitantes de esta casa-terminal, a pesar de que apenas hay ventanas, se conocen unos a otros justo lo suficiente como para que un forastero tenga que resultar chocante. Para los que van de paso no hay ninguna ocasión.
Aquí los forasteros son más forasteros, y los habitantes están más en su casa.
Hay personas que sienten tanto el dolor del otro que apenas sienten nada más. Sin embargo, siguen viviendo; evitan, cuando pueden el dolor propio y todavía les parece que esto que hacen está bien ¿A ver si va a resultar que son estos hombres los más listos? ¿Es posible que esta fina sensibilidad para el dolor les sirva sólo para apartarlo, de sí mismos en los momentos precisos, por medio de un mejor instinto: antenas-del-dolor?
Las lenguas fallan; las palabras que estamos empleando continuamente no cuentan. En relación con los ingleses a quienes tuve que hablar en Marruecos, debo decir que me avergonzaba el simple hecho de estar hablándoles; allí me resultaban muy extranjeros. Todavía más extranjeros me resultaban los franceses, que allí son los señores – los señores momentos antes de que los echen -. Los otros, en cambio, los que siempre han vivido allí y a quienes yo no entendería, eran para mí como yo mismo.
Se imagina a Dios contestando cortésmente y como un políglota a cada orante en su lengua.
También aquí, desde que he vuelto, no se ha borrado nada. Llega incluso a aumentar la intensidad luminosa de todo. Creo que, presentando simplemente lo que he visto, sin cambiar, inventar ni exagerar nada, puedo construir en mí algo así como una ciudad nueva en la que vuelva a florecer el libro sobre la masa que avanza a trompicones. No se trata de poner sobre el papel lo inmediato, que es en lo que ahora estoy pensando, sino solamente de una nueva fundamentación: un espacio nuevo, no agotado, en el que yo pueda estar; una nueva respiración, una ley sin nombre.
Para el amante de la invención es maravilloso volverse de repente un ser sencillo y llano, fiel al recuerdo, y prohibirse cualquier invención.
La suciedad como lo carente de valor, aquello con lo que ya no se puede hacer nada. Pero no lo desechamos enseguida, tal vez – quién sabe – existe todavía alguna posibilidad de venderlo.
Desde que he hecho este viaje, algunas palabras están tan cargadas de un nuevo significado que no me es posible pronunciarlas sin provocar en mí los mayores trastornos. Le digo a alguien algo sobre «mendigos», y al día siguiente ya no puedo escribir ni una sílaba más sobre mendigos. Leo en un libro extranjero la palabra «Marrakech» y la ciudad se esconde entre velos y ya no quiere aparecer ante mis ojos. Me resulta desagradable hablar de «judíos» porque allí los judíos fueron gente muy peculiar. En todo lo que vi hay una energía que quiere ahorrarse para descargarse luego de una manera concreta que es la única posible.
Cobarde, realmente cobarde lo es únicamente el que tiene miedo a sus recuerdos.
Toda lengua está impregnada y animada de criaturas por las que se tiene el máximo desprecio. Se habla de sapos y bichos, de serpientes, gusanos y cerdos. ¿Qué pasaría si de repente perdiéramos todas las palabras y sus correspondientes objetos dignos de desprecio?
¡Si cada uno de los hombres supiera cuántos le están observando de arriba abajo!
En Inglaterra no le alaban a uno a la cara; para esto tiene la gente perros. Para todo lo que se hace con ellos está permitida la alabanza.
Allí la gente no va nunca sola, únicamente en grupos de cuatro a ocho personas; con los cabellos de uno entrelazados con los de otro y sin que se pueda deshacer esta maraña.
Las religiones se contagian unas a otras. Así que entramos en una, la otra empieza a cobrar vida en nosotros.
Hombres a dos y a tres. Algunos, los momentos más importantes de su vida los buscan en situaciones en las que están con otra persona; otros, en situaciones en las que están con dos personas. Existen también otras constelaciones preferidas por la gente – una muy conocida es la del aislado -, pero lo que más abunda son hombres a dos y hombres a tres. Estos últimos no pueden imaginarse el amor sin que, en última instancia, tengan la vista puesta en un hijo; los primeros son los que menos soportan la idea de un hijo cuando aman. A los hombres a tres les gusta reunir forasteros y se sienten como jueces en medio de ellos; los hombres a dos separan a los desconocidos y sólo quieren juntarse con cada uno de ellos por separado. Los terciarios piensan en los padres juntos y les desespera la idea de separarlos y de dedicarse ahora a uno ahora a otro. Los binarios tienen un padre o una madre, y a uno de ellos lo descuidan o lo minusvaloran por el otro.