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Todos los rasgos de la dispendiosidad del segundo Chan Ogotai de los mongoles me llenan de satisfacción. Su aversión por los tesoros es tan grande que continuamente tiene que estar peleando contra los que le rodean, que le amonestan para que sea más prudente. La destrucción de los mongoles se ha convertido en él en derroche. Quiere devolverles a los hombres algo de lo que se les había quitado. Del oficio de gobernar lo que más le gusta es el reparto. Este hombre me recuerda que una de las más antiguas y más importantes formas del poder proviene de la horda de reparto. La regulación de los repartos, en muchas tribus se confiaba a un solo individuo, que aprendía a llevarla a cabo sin riesgo. Este repartía de un modo justo. Pero con ello se iba haciendo cada vez más poderoso; y al final era más importante que poseyera mucho que no que repartiera.

El poder de matar desaparece ante el poder de conjurar. ¿Qué es el más grande y más terrible de los homicidas comparado con un hombre que, con un conjuro, devuelve la vida a un solo muerto?

Qué ridículos aparecen los esfuerzos de los poderosos por escapar de la muerte y qué grandiosos los esfuerzos de los chamanes por conjurar la presencia de los muertos. Mientras creen en lo que hacen, mientras no se limitan a simularlo, son dignos de veneración.

Me resultan despreciables los sacerdotes de todas las religiones que no pueden hacer volver a los muertos. Se limitan a afianzar una frontera que nadie puede traspasar. Administran lo perdido de tal manera que siga siendo perdido. Prometen un viaje a no se sabe dónde con el fin de esconder su impotencia. Están contentos de que los muertos no vuelvan. Mantienen a los muertos al otro lado.

A menudo hay algo de angustiante y penoso en el culto funerario a otros. Un volver la espalda al mundo de los vivos; y como unos pertenece a este mundo, dedicado a otro siente como lesivo; como si para éste uno no pudiera significar nada, como si para él un ser viviente no pudiera tener ningún sentido.

Habría que tener mucho cuidado para no encerrarse a uno mismo con el muerto; hay que dejarle a la intemperie y a muchos otros brindarles una relación con el muerto. Sin ser molestos deberíamos hablar de él a la gente y no deformarlo dejándolo en el aislamiento.

Las interrupciones son buenas para aquel a quien le crecen muros por todas partes. Felices aquellos que saltan por encima de estos muros antes de que sean demasiado altos.

Es vergonzoso cómo uno, a pesar de todas las convicciones contradictorias, es más práctico que la mayoría de los hombres. De cada experiencia he aprendido tanto y de un modo tan radical que no voy a consistir más que en un conjunto de moralejas válidas, aunque espirituales.

Del Islam ya no me podré librar. Mis antepasados han vivido siglos en Turquía, y antes – quizá un período de tiempo igual – en la España musulmana. Una y otra vez me he acercado al islam, una y otra vez me he apartado de él. Hay algo en el fanatismo de esta fe que, hace años, se avenía con mi manera de ser. Mi liberación y mi realización como ser humano es algo así como una liberación de mi propio Islam. El Dios del Islam es un ser más concentrado que el Dios de los judíos. En los señores de los estados islámicos, este Dios, a modo de ejemplo, ha ejercido una influencia enorme. Lo que me tortura, lo que odio, lo que combato y lo que intento reducir a escombros lo encuentro una y otra vez, en su expresión más claramente acuñada, en los señores del Islam.

Allí se encuentra la doble generosidad, la de matar y la de regalar; la sumisión a la ley ritual; el modo como los que dominan reconocen al Poderoso, a Dios; la fuerza que éste les comunica para cometer cualquier atrocidad; el modo como anticipan el juicio Universal con infinidad de juicios particulares que le preceden. Allí se encuentra la igualdad de todos los hombres ante la fe, una igualdad cuya última consecuencia es prácticamente el derecho que los todos hombres tienen a ser matados. Allí está Dios, como asesino, que decide y manda ejecutar la muerte de cada individuo; y allí está el señor que, con la mayor ingenuidad, se afana por imitar a Dios. Allí está la orden que, de un modo claro y diáfano, exhibe siempre su carácter arcaico de sentencia de muerte; el reconocimiento religioso de todo poder que sea capaz de afirmarse – Dios lo da a quién quiere, ahora a éste, ahora a aquél – y su realización religiosa que, una y otra vez, no sirve más que para conseguir el poder.

Hay una tremenda desnudez en el dominio que se ejerce en el Islam, una religión, por otra parte, que con la ley lo viste y lo cubre todo con varios velos.

Es únicamente un dominio sobre hombres, un dominio que llega a su máximo esplendor en las grandes ciudades, en las ciudades cosmopolitas. La época del sometimiento del animal pasó hace tiempo, ya no se discute; éste es solamente víctima.

El tono de Nietzsche tiene algo del Corán. ¡Jamás se lo hubiera ¡ido imaginar!

En el fondo, para mí ahora sólo cuentan los días en los que me dedico a alguno de los libros sagrados. Del mismo modo como antes había gente que tenía que rezar todos los días, yo tengo que meditar sobre alguno u otro de los viejos temas sagrados, como si allí tuviera que encontrar el mal que alguna vez podríamos hacernos.

Pero no quiero prevenir. Tampoco quiero prever el futuro. Odio a los profetas. Quiero sólo sostener lo que somos. No creo que esto se pueda encontrar ni en argumentos ni en discusiones. Pero quiero conocer todas las afirmaciones. Lo único que me interesa son las afirmaciones. Que pueden discutirse, ya lo sé. Pero quiero tener en mí todas las afirmaciones, unas al lado de otras como si estuvieran libres de toda controversia. Ya sé que no lo están y que ya no deben estarlo para nadie. Pero mi destino, mi tarea, es mantenerlas vivas dentro de mí y meditar sobre ellas.

¿Pero quién eres tú para examinar? ¿Qué te has creído? La sola inquietud no te da derecho a examinar.

Tu única justificación es tu inconmovible odio a la muerte. Es la muerte de todos y por esto examinas por todos.

Con la idea cada vez más clara de que estamos sobre un montón de muertos – hombres y animales – de que el sentimiento que tenemos de nosotros mismos saca su verdadero alimento de la suma de aquellos a quienes hemos sobrevivido, con esta intuición rápida y expansiva difícilmente va a ser posible llegar a una solución de la que no nos avergoncemos. Es imposible volver la espalda a la vida, cuyo valor y cuya esperanza estamos sintiendo continuamente. Pero también es imposible no vivir de la muerte de otras criaturas, cuyo valor y cuya esperanza no son menores que los nuestros.

La felicidad de referirse a una lejanía de la que todas las religiones del pasado se nutren tampoco puede ser ya nuestra felicidad.

El más allá está en nosotros: una grave constatación, pero está prisionero en nosotros. Esta es la gran escisión, la insalvable escisión del hombre moderno. Porque en nosotros está también la fosa común de las criaturas.

1957

¿Respeto a la inmortalidad? ¿A quién? ¿A César, Gengis Kan, Napoleón? ¿No son los hombres más grandes y más tenaces los más terribles? ¿Y qué efecto tuvieron los ejemplos de Plutarco?

Intentas hacer lo que hay que hacer: desenmascarar lo irremediablemente criminal que tiene un cierto tipo de grandeza. Pero ¿qué tipo de grandeza contrapones a ésta que sea suficientemente peligrosa?

Porque lo criminal arriesga incluso el crimen, y la felicidad con la que escapa a él es lo que constituye también su atractivo. ¿Qué les das a los hombres que quieren tener a otros hombres muertos delante en lugar de esta, exactamente de esta, satisfacción?