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¡Oh!, sacerdote de los signos, ser inquieto, prisionero en el templo de todas las letras, tu vida toca a su fin. ¿Qué has visto? ¿Qué has temido? ¿Qué has hecho?

El latido de todos los que han muerto antes de tiempo: así, como todos ellos, late el corazón de él en la noche.

Todavía no he vivido un solo momento en el mundo sin estar dentro de este o aquel mito. Todo tenía siempre sentido, incluso la desesperación. Puede ser que de un momento a otro todo cambiara de aspecto: siempre había un sentido que seguía creciendo. Puede que ni siquiera lo haya conocido yo, él me conocía. Puede que él haya guardado silencio, luego tomó la palabra. Hablaba en una lengua extranjera, la he aprendido. Por esto a los antiguos no los he olvidado. Lo que hubiera dado por olvidar algo; no lo conseguí, todo iba teniendo cada vez más sentido. He venido al mundo en un estuche irrompible. ¿Me estaré equivocando y tomando este estuche por el mundo?

Allí los jóvenes echan al mundo a los viejos. Estos se van volviendo cada vez más jóvenes y, en un momento determinado, paren a nuevos viejos.

Detrás de un cristal el mundo es como un recuerdo, inocente e inasible. Así, me gustaría que fluyeran delante de mí todos aquellos que yo he conocido, los que han muerto y los que están lejos. No pueden hablarme, no me ven, no saben que les estoy viendo. Tal vez uno u otro lo sospeche, pero el camino desciende, se los lleva rápidamente. De este modo vienen todos, no se conocen unos a otros, pero yo sí les conozco a todos, y ninguno de los que he conocido me es antipático. Porque el cristal que los separa de mí les ha quitado, como a mí mismo, toda culpa.

Espero ansioso a aquellos que van a venir después, cuando ya no esté detrás de un cristal. Van a ser muchos, pero cada uno de ellos tendrá su valor. En medio de todos cada uno tiene su propia manera de andar.

Tal vez son los mismos que ahora yo no conozco, cuando pasan mezclados fuera entre los míos. Tal vez los haya conocido alguna vez a todos.

Al sol, los hombres parece como si merecieran vivir. Bajo la lluvia parece como si tuvieran muchos propósitos.

Cómo se imagina él la felicidad: una vida entera leyendo tranquilamente y escribiendo sin enseñarle nunca a nadie una palabra de lo escrito, sin publicar una palabra. Dejar a lápiz todo lo que ha anotado; no cambiar nada, como si lo que ha escrito no tuviera destino alguno, como el curso natural de una vida que no sirve a ningún fin que haga más angosto el mundo, pero una vida que es totalmente ella misma y que se va anotando como quien anda o respira.

En los animales a los que les abrían las entrañas buscaban el futuro. Y estaba allí porque se las abrían. Si no los hubieran abierto, el futuro habría sido otro.

No hay nada que sea concreto ni diferenciado que no me parezca lleno de sentido: como si todo lo que existe estuviera escondido en nosotros y sólo pudiéramos hacérnoslo visible dando este rodeo por lo otro.

Cabría pensar que las horas perdidas se escurren para entrar en las que vendrán después y que, de repente, miran desde ellas. ¿No podría ser que así no estuvieran perdidas?

La conciencia de sí mismos que tienen aquellos que se muestran por todos los lados.

Los hermosos momentos de la mañana, cuando todo lo personal parece insignificante y sin importancia; cuando uno siente en sí mismo el orgullo de las leyes que está buscando.

Aversión a ensamblar las cosas; lo mantienes siempre todo abierto, todo separado. En realidad sólo quieres aprender a apuntar inmediatamente lo que has comprendido. Cada día entiendes más pero te repugna sumar; como si al fin debiera ser posible, en un solo día, en unas pocas frases, decirlo todo, pero de un modo definitivo.

Deseo inextinguible de que este día tenga lugar al fin de tu vida, lo más tarde posible.

Aix: un pequeño café, justo delante de la entrada de la cárcel. Por la noche, tarde, estaba yo una vez allí. En mi mesa estaba una anciana pobre y miserable, con cara de muerta casi. Un joven, borracho, le hacía la corte; con una obstinación increíble se metía una y otra vez con ella; la invitaba a beber; la abrazaba; le hacía proposiciones; se burlaba groseramente de ella y la ponía nerviosa; y otro hombre, apenas mayor que el primero, aplaudía entusiasmado. La vieja, como si fuera de piedra, se lo dejaba hacer todo; de vez en cuando se agitaba y decía con una voz silbante: «!déjame en paz!». Pero era inútil. No había manera de quitárselo de encima. Todo ocurría delante de la cárcel; la vieja no dejaba de mirar en aquella dirección, como si tuviera allí a su marido o a su hijo.

Una ventaja de viajar a regiones nuevas es el romper lo ominoso. Los sitios nuevos no se adaptan a viejos significados. Por un tiempo uno se abre realmente. Todas las historias pasadas, la vida de uno – llena a rebosar -, que se asfixia de tener un sólo sentido, todo queda de repente atrás; como si uno los hubiera dejado bajo custodia en algún sitio; y mientras permanece en silencio, ocurre únicamente lo no interpretado: lo nuevo.

Por la noche, llegada a Orange. Noche saturada, meridional; Pero las calles están limpias y son claras; un cierto puritanismo cubriendo el elemento romano. Callejeamos hasta llegar a la puerta del teatro: el enorme muro que da a la plaza. La pequeña puerta de entrada estaba abierta; subimos las escaleras y nos encontramos arriba en una gradería. Abajo, delante del escenario, perdidos en el espacio vacío del teatro, había unos cuantos hombres que estaban discutiendo sobre los efectos de luces de una representación que debía tener lugar dentro de pocos días. Por esto, el teatro estaba iluminado, para nosotros dos, cuya presencia nadie advertía. Fui presa de un sentimiento descabellado. qué hermoso sería escribir dramas para un teatro así. Bajamos y, una vez fuera, admiramos de nuevo los grandiosos muros. A. estaba cansado y le acompañé al hotel. Las calles estaban totalmente desiertas y bastante oscuras. Nos separamos y volví sólo en dirección al centro. Era media noche, los cafés habían cerrado; no encontré una sola persona; andaba y andaba, y esperaba que apareciera una u otra forma de vida; la ciudad me gustaba tanto y el teatro era tan grande… de repente, de un modo totalmente súbito, advertí la presencia de un nutrido grupo de personas, un tropel de hombres, mujeres, niños, niños muy pequeños; iban llegando más y más, y como no comprendía de dónde podían venir a esa hora, sobre todo los niños, todo aquello me pareció una especie de engendro de mi esperanza. Pero luego llegué a una gran plaza; allí había un circo; la lona de la carpa estaba abierta; se había acabado la función, salía un río de personas. Anduve por los alrededores del circo; la ciudad entera, por familias, volvía a casa, y, retrocediendo unos pasos, me encontré de nuevo ante los enormes muros del teatro. Ahora la plaza estaba llena a rebosar de gente que volvía a casa.

De este modo la masa me había vuelto a encontrar. Aquello me conmovió profundamente. La primera ciudad del sur, el teatro romano vacío, y en el momento mismo en que, a altas horas de la noche paseaba yo por la ciudad callada y muerta, su gente que, a modo de masa, saliendo del circo, se dirigen como un río hacia mí.

¡Que uno mire atentamente la vida y pueda amarla! Tal vez tiene una ligera idea de lo poco que significa su mirada.

Una bola que es lanzada continuamente hacia arriba para molestar al cielo: la Tierra.