El paranoico en forma de budista: lo que hace de Schopenhauer un ser único e irrepetible.
Burckhardt en forma de Atlas: un ciudadano de Basilea que lleva dentro de sí el mundo y lo sostiene.
Uno necesita frases infinitamente lejanas, que apenas entienda, como asidero a lo largo de los siglos.
Inventar una fe, introducirla, imponerla y luego abolirla hasta que haya desaparecido del todo de entre los hombres. Incluso uno que lograra hacer esto seguiría sin saber lo que es la fe.
Para Demócrito, en el átomo está la idea de una masa. Es curioso que la cosmología griega, que se ha revelado como la más fecunda de todas, deba su origen a la obsesión por una masa invisible formada de unidades mínimas.
Me siento cerca de Demócrito en muchas cosas; algunas de sus frases me salen del alma. Es una desgracia que en lugar de las obras completas de Aristóteles no nos hayan llegado las suyas. ¡Qué hostil me resulta el espíritu de Aristóteles! ¡Con qué repugnancia tengo que leerlo! Demócrito no fue menos polifacético; su curiosidad no tiene nada que envidiar a la de Aristóteles. Este, además es un coleccionista y tiene respeto por el poder; se le ha contagiado también la charlatanería de Sócrates. Demócrito vivió fuera de Atenas: esto fue bueno para él. Tal vez dio demasiada importancia a la probidad de aquellos que viven solos. Una ingenua autocomplacencia le mantiene de acuerdo consigo mismo, pero ésta no se proyecta coloreando ninguno de los grandes pensamientos en los que él ve algo por primera vez. Una confesión suya por la que daría todo Aristóteles: prefiere – dice – encontrar una sóla explicación que poseer el reino de Persia.
Academias cuya misión fuera suprimir de vez en cuando ciertas palabras.
Para él todas las ventanas son como si dieran al infinito. Pero si desde fuera mira por la ventana hacia dentro, a algún sitio, es como si, viniendo del infinito, se instalara en la vida.
Me interesan los hombres de carne y hueso y me interesan los personajes. Detesto los híbridos de ambas cosas.
El salto a lo universal es tan peligroso que hay que estar practicándolo siempre, y además desde el mismo sitio.
Sin libros las alegrías se pudren.
¡Qué felicidad pensar en algunas palabras y decírselas a uno mismo continuamente! No está bien que sólo palabras como «Dios» hayan llegado a este máximo grado de repetición. Los que dicen Alá, en Marrakech, me han recordado esto; ahora yo quisiera ser también servidor de muchas maravillas del lenguaje.
Ahora, cada vez más, es posible dirigir la voluntad hacia todas partes. Todas las metas parecen haberse retirado al infinito; con todo, parecen alcanzabas.
A partir del espíritu, y sólo a partir de él, se puede conseguir todo. Sin embargo, con la palabra espíritu se quiere aludir aquí a una forma aislada de actividad que cada vez necesita de menos sustratos materiales. Basta con pensar de una manera determinada, en una dirección determinada. Una propiedad de la naturaleza ascética de este pensar es su imperturbabilidad. El poder que este pensar depara es comparable con el que tenían los guías espirituales en los estados de una sola religión. Es un poder muy importante, pero le gusta mantenerse oculto y no necesita de un brillo personal inmediato.
El brillo se guarda para el momento de la aniquilación.
Para la metamorfosis creo haber encontrado una llave; la he metido en la cerradura, pero no le he dado la vuelta. La puerta está cerrada y no se puede entrar. Va a costar mucho trabajo todavía.
El orden del pensamiento en torno a cuatro o cinco palabras puede todavía tener sentido; deja algo de espacio. Lo terrible son los místicos de una palabra.
Aún en el caso de que la admire, la sutilidad de un personaje literario, como producto de este tiempo, suscita en mí contradicción: veo en este personaje una excesiva autocomplacencia. Para que el escritor le pueda dar la patada que merece tiene que haber algún sitio donde le duela.
Después de la primera guerra, para algunos escritores todavía era posible contentarse con respirar y pulir cristales. Pero hoy, después de la segunda, después de las cámaras de gas y de las bombas atómicas, el ser humano, en su estado de amenaza y humillación extremas, exige más. Hay que ir al nivel primario y elemental del ser del hombre, tal como existió siempre, y curtir las manos y el espíritu en él. Hay que tomar al hombre tal como es, duro e irredento. Pero no hay que permitirle que profane la esperanza. Sólo de la más negra de las constataciones puede emanar esta esperanza; si no es así, se convierte en una sarcástica superstición que acelera el final, cada vez más inminente.
Los relojes cada vez más graciosos, el tiempo cada vez más peligroso.
Lo más difícil es reducirse cuando uno se ha colmado tanto a sí mismo. La ilusión de este hombre, que cree que todo depende de él, es tan falsa como la autosatisfacción del que está siempre vacío. El que se ocupó de lo más terrible y al mismo tiempo de lo mejor tiene que volver a ser sencillo, como al principio. Las visiones que ha conseguido no puede utilizarlas como un bien privado, debe confiarlas a los hombres y deshacerse de ellas.
Distanciamiento de la obra sin que ésta le desagrade a uno. Leemos sin darnos cuenta de lo que leemos. Esto produce una sensación de frío como la que se tiene a la puesta del sol.
Las ciudades en las que uno ha vivido se convierten en barrios de la ciudad en la que uno muere.
Ahora vuelve a sumergirse en el mar de lo no leído y sale a la superficie rejuvenecido y resoplante; orgulloso, como si le hubiera robado el tridente a Poseidón.
La retractación de Galileo que encontramos en Brecht me ha recordado la de Fünfzig en los «Emplazados». Es una retractación para ganar tiempo, pero que no cambia en lo más mínimo el modo de pensar y sentir del que está amenazado. Fünfzig está concebido de un modo más estricto y va más lejos: no puede perder de vista lo que ha hecho con su pasión por la verdad. El Gableo de Brecht, que está concebido antes, puede comerse aún tranquilamente su asado de pato. Carece de toda una dimensión, de aquella que para los hombres de hoy es la más importante. ¿Qué derecho tengo yo a una verdad explosiva que yo solo conozco?, ¿no tengo que intentar hacerla inocua a todo precio? Justamente en mí, que soy todavía su único portador, es en quien tiene que empezar su proceso de domesticación y de difusión.
Así, la verdad tiene un doble peso. Encontrarla e imponerla es sólo una cara de este peso; la otra, infinitamente más seria, es la de la responsabilidad.
De no ser así, dando un rodeo, les devolvemos a los inquisidores la razón que habían perdido ya a medias. A Galileo no se le puede acusar porque se ha retractado; todavía no ha escrito los Discorsi. Pero se le puede acusar porque puede comerse un pato sin sospechar nada: para él el futuro es ciego.
De repente se acabó toda fe. Un sentimiento de infinita felicidad se difundió entre los hombres. Cada uno bailaba solo hasta caer redondo. A cierta distancia de los demás se volvía a levantar. El sol brillaba con más fuerza. Pero el aire era tenue. El mar se hizo incomprensible.