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Escriben como si la guerra hubiera sido un sueño, pero un sueño de los demás.

El miedo del año 1000. Un error, debía haber dicho 2000… si es que se llega a él.

Todos los días que se refieren a días que no llegarán nunca.

La alegría del más débiclass="underline" darle algo al más fuerte.

Napoleón moribundo, horrible, como si jamás hubiera sabido nada de la muerte, como si la viviera por primera vez.

El litigante declamatorio. Refunfuña profusamente en períodos muy bien estudiados; calcula las interjecciones y se ilumina la noche.

De día duerme para no encontrarse con ningún enemigo. Signos de interrogación dan vida y ponen en duda su sueño. Cuando despierta se encuentra en medio del siguiente período y, en un orden distinto, sermonea sobre lo mismo.

Frases no le faltan, le falta materia de qué quejarse.

Quejas que preceden a la desgracia y que la hacen más densa, quejas-trueno.

Quejas que castran la desgracia, quejas-cuchillo.

Quejas que se abandonan a la desgracia, quejas-culpa y quejas compostura.

Ante los tronos de los animales, unos hombres esperaban humildemente la sentencia.

Voces que perturban al cielo.

Serpientes como indicadores de caminos.

Se consuela de su falta de éxito con la pureza.

El charlatán como legado.

Allí los muertos siguen viviendo en nubes y, en la lluvia, fecundan a las mujeres.

Allí los dioses no crecen; los hombres, en cambio, sí. Cuando han crecido tanto que ya no ven a los dioses, tienen que estrangularse unos a otros.

Allí, a modo de antepasados, tienen serpientes en su casa y mueren de sus picaduras.

El ladrido de los perros les sirve allí de oráculo. Cuando los perros enmudezcan se extinguirá su linaje.

Allí, en el mercado, chapurrean una extraña lengua y en casa se quedan petrificados.

Allí, a cada uno le gobierna un gusano que ha nacido en la casa; el gobernado cuida al gusano y le obedece.

Allí la gente actúa sólo en grupos de cien; el individuo que no se ha oído llamar nunca por el nombre no sabe nada de sí mismo y desaparece como agua en la arena.

Allí la gente se habla en voz baja unos a otros, y una palabra pronunciada en voz alta se castiga con el exilio.

Allí los vivos ayunan y dan de comer a los muertos.

Allí se instalan en árboles gigantescos que no abandonan jamás. Lejos, en el horizonte, aparecen otros árboles inalcanzables y malignos.

Filólogo inglés, especialista en lenguas antiguas, catedrático a los veinticinco años como Nietzsche, pero en Australia, aprende alemán para leer a Nietzsche, aprende las obras de este autor de memoria. De vuelta a Inglaterra, se dedicó a la caza del zorro. De Dante, a quien recita en italiano, sabe cómo se odiaban los partidos. Hace que lo elijan para el Parlamento y es trabajador y laborioso como un alemán, cosa que extraña a sus colegas. ¿Qué va a salir de esto?

De todos los pesebres echaron al rey de los moros por orden de la autoridad.

Rara avis: un emigrante que se avergüenza de su anterior opulencia.

En el campo de su amargura planta caña y vende esta sospechosa cosecha a alto precio.

La familia se coloca alrededor de ella, pegada a ella como una horda de lamentación; se apretó contra ella hasta que ésta entregó su espíritu y cantó sus últimas palabras.

John Aubrey, que vio a los hombres del siglo XVII como los ve hoy el más desgarrado de los poetas. Escribía frases breves sobre ellos, no olvidaba ni añadía nada. Escribía sobre todos aquellos de los que sabía algo. No pretendía encontrarlos ni buenos ni malos; por lo demás, predicadores sobraban. De uno de ellos no da más que una frase; sobre Hobbes, su amigo, deja en veinte páginas el retrato más íntimo de un filósofo que pueda encontrarse en la Literatura universal.

En su letra, difícil de leer, se encuentra todo de un modo desordenado; y cuando, al fin, después de siglos, fue descifrada y se publicó, John Aubrey seguía anticipándose a su tiempo; los hombres que él vio no empiezan a existir hasta nuestros días.

1963

Lo llamaré P., el pavo real práctico, y por unos momentos voy a verlo todo con sus ojos.

P. quiere demoler todos los cementerios, le quitan demasiado espacio.

P. quiere destruir todos los archivos para que nadie sepa quién vivió antes.

P. suprime la clase de Historia.

P. no sabe bien qué hay que hacer con los apellidos, mantienen despierta la idea de los padres, abuelos y otros muertos por el estilo.

P. no tiene nada contra las herencias, se trata de cosas de utilidad, pero no deben estar relacionadas con los nombres de sus antiguos dueños.

P. va más allá todavía que el filósofo chino Mo-Tse: está en contra de los entierros en general y no solamente en contra de la pompa de que van acompañados.

P. quiere la Tierra para los vivos; ¡fuera muertos! Incluso la Luna, monda y lironda, le resulta demasiado buena para ellos; pero a modo de transición podría emplearse este satélite como cementerio. Todo lo que está muerto es lanzado de vez en cuando a la Luna. La Luna como estercolero y cementerio. ¿Monumentos? ¿Para qué? Desfiguran plazas y calles. P. odia a los muertos; el lugar que ellos cogen; se extienden por todas partes.

P. tiene solamente amadas jóvenes. A los primeros signos de debilitación las echa.

P. dice: «¿Fidelidad?». La fidelidad es peligrosa, termina entre los muertos.

P. va por donde puede precedido por un buen ejemplo e inventa formas de crueldad que ponen los pelos de punta.

P. censura un periódico: así tendría que ser. Sin esquelas mortuorias, sin notas necrológicas.

P. que es muy rico, compra todas las momias y las aniquila públicamente y con sus propias manos.

P. sin embargo, no es partidario de matar, sólo es partidario de matar a los muertos.

P. escribe una nueva Biblia adaptando la antigua a lo que él considera las finalidades modernas. Se interesa también por otros libros sagrados y los expurga todos según sus concepciones.

P. se viste de manera que nunca recuerde a los muertos.

P. no se permite que en su casa haya ningún objeto cuyo origen sea conocido por los muertos.

P. destruye todas las cartas y fotografías de personas muertas en el momento mismo de morir éstas.

P. inventa un arte de olvidar que tiene gran eficacia.

P. no visita a los enfermos más que cuando ya están curados. Para los moribundos hay lugares secretos que nadie conoce o personas encargadas de cuidarse de ellos.

P. opina que nuestro trato con los animales es como debe ser. Es sólo lo que se hace con animales domésticos muertos lo que él rechaza y combate.

P. reclama una reeducación de los médicos.

Las especiales oraciones de P. Hay rasgos en Dios que él aprueba. A Cristo lo toma por un farsante.