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Es como si toda fe fuera su propia maldición. ¿Habría que partir de ahí para resolver el enigma de la fe?

No puede admirar lo que le inquieta. Si todo se queda en la inquietud, ¿cómo va a salvarse él en paz?

Oh, hombre bueno, ¿a quien más quieres meter en tu saco de pordiosero?

El se siente medido, pero no conoce la medida.

Parece que Algunos sólo son capaces de amar con un gran sentimiento de culpa. Su pasión se enciende al contacto con aquello de lo que se avergüenzan; para ellos esta pasión se convierte en refugio, como les ocurre a los creyentes con Dios, una vez han pecado. Para ellos su amor es una y otra vez su purificación, pero todo su ser se asusta ante la posibilidad de un estado de pureza permanente. Quieren tener miedo y sólo aman a aquel ante quien su miedo no se extingue nunca. Cuando éste ya no les reprocha nada y no les castiga por nada, cuando han llegado a ganarle y han logrado que esté satisfecho, entonces su amor se apaga y termina todo.

Imaginar a un hombre tan bueno que Dios tendría que envidiarle.

En el amor hay poquísima compasión. Es propio del amor el que lo más pequeño cuente y que nada se olvide: estas características, que sea total y que sea minucioso y preciso, constituyen el amor. Cuando uno dice: lo quiero todo, quiere decir que lo quiere todo. Tal vez en esto solo un caníbal sería consecuente. Pero el canibalismo espiritual es más complicado. Además ocurre que ahí se trata de dos caníbales que se comen a la vez el uno al otro.

Algunas cosas las dice uno simplemente para no tener que creer demasiado en ellas.

En el purgatorio los hombres hablan mucho. Se callan en el infierno.

Me busca para decirme que su maldad ha seguido despierta y piensa que diciéndome esto me divierte. Yo le busco para decirle que su maldad no me divierte; bastante tengo con defenderme de la mía.

El miserable a quien la gente admira porque no se olvida nunca de sí mismo.

El arte consiste en no engañarse sobre algunas cosas: diminutos peñascos en el mar del autoengaño. Agarrarse a ellos para no ahogarse es lo máximo que un ser humano puede hacer.

El Budismo no me satisface porque dimite de demasiadas cosas. No da ninguna contestación a la muerte; la rodea. El Cristianismo sin embargo, ha puesto a la muerte en el centro de la vida: ¿qué otra cosa es la Cruz? No hay ninguna doctrina hindú que trate realmente de la muerte porque no se ha enfrentado a ella de un modo absoluto: la falta de valor de la vida ha descargado a la muerte.

Habría que ver todavía qué tipo de fe surge en el ser humano que vea y reconozca la monstruosidad de la muerte y que le niegue todo sentido positivo. La insobornabilidad que tal visión de la muerte presupone todavía no se ha dado nunca: el hombre es demasiado débil y se rinde antes de decidirse a empezar la lucha.

Todo lo que uno ha olvidado pide socorro a gritos en el sueño.

De los muchos que le han conocido algunos darán testimonio. De entre estos testimonios, ¿habrá uno sólo reconocible?

La ilusoria reparación por los muertos: no se puede hacer nada mejor; ellos no saben nada. De este modo cada uno sigue viviendo con deudas imprevisibles, y su carga crece hasta asfixiarle. Tal vez uno se muere de la acumulación de deudas contraídas con los muertos.

No hay ninguna relación más estrecha que la que existe entre dos personas que se encuentran la una a la otra agobiados por el tormento de estas deudas. Uno puede durante un tiempo soportar las deudas del otro, descargarle, por poco tiempo sólo; pero estos breves momentos en los que uno le pasa la carga al otro pueden incluso salvarles la vida.

Lo conocí cuando atravesaba las calles con dedos hostiles y resoplaba. Era joven todavía y le parecía que no necesitaba a nadie. La aversión que sentía por los transeúntes que empezaban a ser viejos se transmitía a su manera de avanzar; andaba, por así decirlo, a patadas. Observaba a todo el mundo porque todo el mundo le desagradaba. Amigos – esto lo sabía y era su felicidad -, no tenía ninguno. Llovía sobre todos y le humillaba que los otros sintieran sobre su piel las mismas gotas que él sentía. En las esquinas de las calles tenía hambre. Escogía la víctima mejor alimentada y, en cuanto estaba seguro de su elección, despreciativamente, la dejaba marchar. Porque de una cosa no hubiera sido capaz: de ensuciarse los dedos tocando a otro hombre. De todos modos, mentalmente, se estaba limpiando siempre las manos, y para ello los transeúntes que estaban a alguna distancia le parecían las personas adecuadas. Yo le veía a distintas horas del día, no cambiaba nunca; era inaccesible a influencias y humores. Se convirtió en una especie de adorno resoplante; cuando no estaba, las calles tenían un aspecto caótico.

1965

A él le gustaría empezar completamente desde el principio. ¿Dónde está el principio?

El que se lo imagina todo para que no ocurra nada.

La integridad del hombre consiste en que en cada momento le está permitido decirse lo que piensa.

Sus propios conocimientos le parecen sospechosos siempre que, de un modo convincente, consigue defenderlos frente a otro.

La pregunta sería qué puede uno hacer si no está dispuesto a arriesgar inmediatamente lo que ha hecho por algo mejor.

El habla en precios. Sobre este tema hay siempre algo que decir. Suben, bajan; en otros países también hay precios. Viaja mucho y habla de precios con toda exactitud. En los otros países puede hablar de los precios de aquí. Siempre encuentra gente que se interesa por sus conversaciones, y cuando no sabe la lengua se ayuda con los dedos. Señala un objeto, hace una pausa que impresiona mucho a los otros, y señala con las manos los precios de su país.

Un hombre inagotable. Es terrible cuando se calla. Pero puede uno estar seguro de que en aquel momento está memorizando una lista de precios.

Le conocí cuando él todavía era pequeño e iba a robar precios. Escapaba corriendo y no había quien le cogiera. Era un pilluelo que se colaba en todos los precios. Hacía novillos en la escuela; si no, no hubiera llegado a ser nunca nada. Hubo un tiempo en que estuvo pensando en marcharse a América. Pero pronto llegó a la conclusión de que en Europa hay más monedas y más precios. Se quedó y nunca se ha arrepentido. Las inflaciones le ayudaron; llegó a ser un hombre importante. Todos los días da su pequeño paseo por su barrio y va silbando precios por lo bajo.

A uno le gustaría decir algo de tal manera que quedara dicho de una vez por todas; incluso en el caso de que después hubiera que decir lo contrario.

Uno se pega al hombre que ama como si éste fuera el cristal del mundo.

Uno no olvida nada y así ama mucho más. Lo más difícil de perdonar son las intrusiones. Saltan sobre lo más sagrado, que es a la vez lo más susceptible: cercanía.

Cómo se necesitan las afirmaciones solemnes en el amor y cómo se las teme; como si consumieran aquello que sin ellas viviría más tiempo.

Esta enigmática tendencia a sucumbir ante la belleza que se da incluso en personas muy bastas… ¿qué otra cosa es que un resto del antiguo politeísmo? Pero no deja de ser curioso de qué modo incluso lo más feo y lo más insignificante se atreve a acercarse a lo más bello, como si le correspondiera, como si le estuviera prometido.

Es verosímil que, gracias a la mezcla de todas las culturas, existan hoy en día más hombres y más mujeres bellos que nunca. Son los restos de los dioses perdidos. Todas las aproximaciones a éstos, las más de las veces fallidas, se han conservado en los seres hermosos.