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Pero se pregunta qué le parecería si de repente la Tierra estuviera bajo una invasión extranjera ¿Odiaría a los otros que no conoce, igual como se odiaron las antiguas naciones en aquella época antediluviano que precedió a la bomba atómica? ¿Diría: «aniquiladlos indiscriminadamente, cualquier medio me parece justo; de todas maneras nosotros somos los mejores»?

En toda amplificación que acogemos con júbilo está contenida ya la nueva angostura, aquella en la que otros van a asfixiarse.

Algunos nombres los llevamos mucho tiempo de un lado para otro y los arropamos con veneración. Pueden pasar veinte años hasta que lo que realmente les pertenece, su sustancia, la obra, se nos comunique seriamente. Esto ocurre en una especie de intimidad, porque el nombre estuvo mucho tiempo en nosotros; de repente entendemos y todo nos pertenece; al contrario de lo que ocurría antes frente a toda gran experiencia, ahora ya no hay resistencia alguna. Probablemente lo primero que ocurre en nosotros es siempre el nombre; pero de entre los nombres, aquellos que es posible suprimir por mucho tiempo tienen un efecto completamente distinto: nos mantienen unidos desde dentro; cristalizamos en torno a ellos; nos dan fuerza y penetración.

Los mejores pensamientos que le vienen a uno son primero extraños y terribles, y tiene que olvidarlos antes de empezar a comprenderlos.

Propio del pensamiento es que sea algo terrible, aun dejando aparte su contenido. Es el proceso mismo lo que es terrible, el proceso de desprenderse de todo lo otro, la grieta, el tirón, lo fino e hiriente del corte.

Algunos su más grande maldad la consiguen en el silencio.

A los furiosos no se les toma nunca bastante en serio. Hasta que no hay miles que se enfurecen con ellos no se les escucha con respeto, cuando precisamente entonces debería ser uno frío como un témpano ante ellos.

No dice nada, pero ¡cómo lo explica!

Un museo de cera de las parejas.

Escribir cartas para después de la muerte, para años después; dirigidas a todos aquellos a quienes uno ha amado u odiado.

O bien: preparar una especie de confesión para después de la muerte, una confesión por etapas, sin prisas, una después de otra a lo largo de los años.

El final, da igual que lo encubramos de una manera o de otra, es tan absurdo que ningún intento de explicar la Creación significa nada, ni siquiera la idea de Dios como un niño que juega: se hubiera aburrido de tanto jugar.

En estas nuevas ciudades, las casas antiguas sólo se pueden encontrar en hombres.

La tontería ha perdido interés; se extiende en un abrir y cerrar de ojos, y en todos es la misma.

Quiere ser mejor y todos los días practica antes del desayuno.

Entre tanto, la mosca a la que él no podía tocar ni un hilo de su ropa murió.

Existo, no existo. El nuevo juego de la margarita de la Humanidad.

Instintivamente tengo simpatía por todos los experimentos Y por todos los que los hacen. ¿Por qué? Porque tienen el empeño de colocarse en un punto inicial como si antes no hubiera ocurrido nada. Porque el experimento es consecuencia de un talante especiaclass="underline" uno piensa que todo lo que hace es importante. Porque, de un modo repentino, importa el individuo humano, cualquiera que desee poner en práctica una idea y la tome sobre sus espaldas. Porque los experimentos requieren tesón y además dos cualidades que, en su combinación, son las más importantes: resistencia y paciencia.

Instintivamente siento desconfianza frente a todos los experimentadores. ¿Por qué? Porque van en busca del éxito y quieren imponerse. A menudo se ve que la carga que han tirado les era completamente desconocida; quieren llegar a la cumbre con menos equipaje, es decir con menos esfuerzo. Aceptan a cualquier aliado; se muestran comprensivos ante la estructura del poder del mundo – tal como la encuentran – y, de un modo indiscriminado, para propagar su experimento, utilizan todo aquello que no llega al ámbito más reducido de éste. Independientemente de qué sea aquello de lo que han prescindido para alcanzar lo nuevo, he aquí que, de repente, se encuentran otra vez con lo que han dejado, como si fuera su arma. A menudo viven en grupúsculos, forman capillitas, piensan, calculan, administran. El contraste entre sus verdaderos propósitos y su modo de comportarse entre los demás clama venganza al cielo. Insisten en este contraste; tienen que hacerlo porque cualquier compromiso que intentara equilibrar los dos aspectos de su existencia sería el fin de su experimento como tal.

Pero ¿qué van a hacer? ¿Qué se puede esperar de este mundo? Su experimento quiere vivir, ¿van ellos a morir de hambre? De entre ellos, los que han nacido para mártires son los menos. La resistencia la practican en un terreno acotado y muy reducido, y es muy posible que el resto de su persona permanezca completamente incólume. Cuando se juntan con otros, piensan que éstos los entienden y están buscando lo mismo; también aquéllos imitan a éstos y de ahí es de donde se nutre su resistencia.

Lo que se espera de ellos corresponde a un postulado ascético y a menudo no tiene que ver lo más mínimo con lo nuevo que ellos intentan encontrar. En el fondo lo que la gente desea es que enloquezcan con su experimento y que al final acaben fracasando. Luego, cuando estén locos o hayan muerto, es decir, cuando ya no sean un estorbo, puede que a los otros se les ocurra lo que ellos han hecho y lo exploten. No hay que darles excesiva importancia a estos imitadores; son gente que se aprovecha de lo que los otros inventaron en cierta ocasión; sin embargo, en definitiva, nosotros hacemos lo mismo.

Por esto, lo que uno desea es la pureza del experimento, su rigor, su aislamiento de todo lo que no sea él. Sólo entonces se cree en él; se quiere un experimento que no tenga historia. Los inventores y los santos se han fundido en un solo personaje.

Es posible que este híbrido que el hombre desea sea un monstruo, un engendro de una época en la que las religiones están en quiebra. Pero es posible también que lo único que necesitamos sea este personaje.

Estructuras por todas partes; el antisueño contra la destrucción.

No he buscado la destrucción en Rimbaud; me pareció ridículo cultivar la destrucción como tradición literaria; la encontré en mi tiempo, en mi propia vida; la he sentido, la he visto, la he pesado, la he rechazado. ¿Qué me importa la vanidad de un muchacho de dieciséis años si la Tierra revienta en mil trozos y mis hombres mueren?

Cuando Nietzsche, en la «Revue Doux Mondes», alimentaba ya en su espíritu europeo con Taine, Rimbaud era ya comerciante de armas en Harrar.

La palabra «poeta» ya no me gusta; me da miedo emplearla.

¿Porque yo ya no lo soy? No lo creo, no es esto. ¿Porque ya no contiene todo aquello que exijo de mí mismo? Es posible.

El gigante Gulliver se convierte en el enano Gulliver: la inversión como instrumento de la sátira.

El satírico cambia la naturaleza del castigo. Se erige él mismo como juez, pero no tiene medida. Su ley es el arbitrio y la exageración. Su látigo es infinito y llega hasta las más remotas ratoneras. De allí saca lo que no tiene nada que ver con él y lo fustiga como si tuviera que vengar una gran afrenta que le hubieran hecho. Su efecto estriba en su irreflexión. Jamás se examina. Así que se examina está perdido; sus brazos se debilitan, se le cae el látigo.

Sería un gran error buscar justicia en el satírico. El sabe muy bien lo que es justicia, pero jamás la encuentra en los otros; y como no la encuentra, la usurpa y maneja sus instrumentos. Es siempre un tirano; tiene que serlo, de lo contrario se degrada convirtiéndose en cortesano y adulador. Como tirano tiene hambre de ternura, los demás le tienen cercado; él se la procura secretamente (Journal to Stella).