Выбрать главу

El verdadero satírico, a lo largo de los siglos es siempre un personaje terrible, Aristófanes, Juvenal, Quevedo y Swift. Su función es marcar una y otra vez las fronteras de lo humano traspasándolas de un modo despiadado. El miedo que les infunde hace retroceder a los hombres a sus fronteras.

El satírico se mete con los dioses. Cuando le resulta peligroso atacar, al dios de su propia sociedad, va a buscar otros dioses antiguos, sólo para este fin. A estos los golpea públicamente, pero todo el mundo se da cuenta de quién es el destinatario real de estos golpes.

¿Cuál es el miedo que empuja al satírico? ¿Teme a los hombres a los que quiere mejorar? Pero él mismo no cree que pueda mejorarlos, y aun en el caso de que se convenza a sí mismo de ello, no lo quiere, porque sin látigo no puede vivir.

Se dice que el satírico se odia a sí mismo, pero esto es una opinión que se presta a equívocos. Lo decisivo de él es que prescinda de sí mismo, y puede que la deformidad física le haya facilitado esta actitud. Su mirada se concentra sobre los demás, su actuación le viene como anillo al dedo. Revela más amor a sí mismo que odio: la necesidad imperiosa de no decir nada sobre sus propias deficiencias, de esconderlas mejor tras las monstruosidades de otros.

Es terrible pensar que tal vez nadie es mejor que nadie y que toda pretensión en este sentido es un engaño.

El enemigo dice: «Bien» y uno acaba de decir «Mal». Gran confusión. Daño. Bochorno.

Un escritor que lo que sabe, lo sabe sólo por frases de los demás. Su arrogancia es la suma de la arrogancia de todos aquellos a quienes ha robado. Su fuerza, que nada es suyo. Su pecado original, que de repente confía en sí mismo porque ya no encuentra nada más en los otros.

El propagandista habla mucho y le desprecian por esto. Los testigos olvidan que también Homero y Dante hicieron propaganda de sí mismos y ¿quiénes fueron los testigos que midieron el peso específico de estos propagandistas?

Empezar con lo insólito; no agotarlo nunca; respirar en él hasta que lo habitual se haya convertido en insólito: todo insólito.

Lo que durante mucho tiempo no estuvo en el espíritu, lo que sólo lo rozó de un modo rápido y enérgico es lo que más resiste al tiempo.

Pero tiene que ser un espíritu que haya conocido el esfuerzo, de lo contrario no es posible que algo pueda rozarlo con fuerza.

Los ricos en palabras son los primeros que envejecen. Primero se mustian los adjetivos, luego los verbos.

Un escritor puede proteger sus injusticias. Si está examinando una y otra vez todo aquello que le ha repugnado y está corrigiendo una y otra vez su aversión a ello, no queda nada de él.

Su «moral» es lo que él rechaza. Pero mientras su «moral» esté intacta, todo puede sugerirle algo.

Lo que muchas veces resulta aburrido de Goethe: que sea siempre completo. Cuanto más viejo se hace más desconfía de las visiones unilaterales apasionadas. Pero, naturalmente, él es tan grande que necesita un equilibrio distinto del de los otros hombres. No avanza sobre zancos, sino que su espíritu, como un inmenso globo terráqueo, descansa siempre rotundamente sobre sí mismo, y, para comprenderlo, hay que estar dando vueltas alrededor de él, como si uno fuera una pequeña luna; un papel humillante, pero el único adecuado para su caso.

Le comunica a uno fuerza, pero no para ser atrevido, sino para ser constante, y no conozco ningún otro gran poeta en cuyas proximidades la muerte se mantenga oculta por tanto tiempo.

Encontrar deseos nuevos e incumplidos hasta la más extrema vejez.

Por todas partes, a dos pasos de tus caminos cotidianos, se encuentra otro aire que te espera dudando.

Un escritor debería poder estar inventando su vida continuamente, y de este modo sería el único que sabe dónde está.

Hay un Muro de las Lamentaciones de la Humanidad y junto a éste muro estoy yo.

Mi respeto por Buda se basa exclusivamente en que lo que dio lugar a su doctrina fue la visión de un muerto.

El mayor esfuerzo de la vida es no acostumbrarse a la muerte.

Un filósofo sería aquel para quien los hombres fueran siempre tan importantes como los pensamientos.

Todos los libros que lo único que hacen es mostrar cómo se ha llegado a las opiniones de nuestros días, a las opiniones vigentes sobre los animales, el hombre, la Naturaleza, el mundo, me desagradan.

¿Y adónde hemos llegado? Buscamos en las obras de los pensadores del pasado las frases que poco a poco nos han llevado a nuestra visión del mundo y con ellas se forma un corpus. La parte más importante de sus opiniones, la errónea, la lamentamos. ¿Puede haber una lectura más estéril que ésta? Precisamente las opiniones «equivocadas» de los pensadores del pasado son las que más me interesan. Podrían contener los gérmenes de aquello que más necesitamos, lo que nos sacaría del terrible callejón sin salida de nuestra actual visión del mundo.

Hombres que pasan por pensadores porque se ufanan de nuestra maldad.

Dejar el mundo aparte – algo que de vez en cuando es tan importante – sólo está permitido cuando éste refluye con gran fuerza.

En la Historia de la Filosofía, dos veces por lo menos la idea de las masas ha sido decisiva para formar una nueva concepción del mundo. La primera, Demócrito: la multiplicidad de átomos; la segunda, Giordano Bruno: la multiplicidad de mundos.

Pensamientos como cantos rodados. Pensamientos como lava. Pensamientos como lluvia.

Desde que es posible obtenerla por medio de explosiones, la Nada ha perdido su esplendor y su belleza.

Parece que los hombres tienen más sentimientos de culpabilidad por los terremotos que por las guerras que ellos mismos maquinan.

La provisión de rostros que lleva dentro de sí un hombre que haya vivido un poco.

¿Cuál es la magnitud de esta provisión y a partir de cuándo ya no puede aumentar? Uno opera, pongamos por caso, con 500 rostros, que para él están vivos, y todos los demás que ve los relaciona con éstos. Así, el conocimiento que tiene de los hombres está ordenado pero tiene un límite. «A éste le conozco», dice al ver a un desconocido, y lo pone junto a uno que conoce. Puede que el nuevo sea distinto en todo excepto en sus rasgos; para el conocedor de hombres es el mismo.

Esta sería entonces la raíz más profunda de todas las confusiones. La provisión de rostros es distinta en cada hombre. El que ha asimilado muchos da la impresión de ser un hombre de mundo y se le tiene por tal. Sin embargo, lo único que le distingue es una determinada memoria para los rostros, y precisamente por esto puede llegar a ser especialmente tonto.

M experiencia personal es que, desde hace unos diez años, cada vez tiendo más a relacionar rostros nuevos con rostros antiguos. Antes, raras veces había parecidos que me chocaran de un modo inesperado y repentino. Yo no los buscaba, eran ellos que me buscaban a mí. Ahora soy yo quien los busca, y los fuerzo, aunque no siempre convencido del todo. Podría ser que ya no estuviera en situación de captar del todo rostros nuevos como tales.

Habría dos explicaciones posibles a este modo de reaccionar: uno ya no tiene energía suficiente para aprehender lo nuevo. La potencia animal de los sentidos ha disminuido. O bien: uno está ya superpoblado y en la ciudad interior – en el infierno interior, da igual como llamemos a aquello que llevamos con nosotros – ya no hay más sitio para nuevos inquilinos.