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De todo lo que contemplamos, ¿qué es lo que debe darnos ánimo sino la contemplación misma?

Ni siquiera las acciones más depravadas de los muertos hay que silenciar; hasta tal punto les interesa seguir viviendo como sea.

Es una época que se distingue por cosas nuevas y en modo alguno por pensamientos nuevos.

Lo más atrevido de la vida es el odio a la muerte, y son despreciables y desesperadas las religiones que borran este odio.

Si un consejo que yo tuviera que dar, un consejo técnico, acarreara la muerte de un solo ser humano, ya no podría arrogarme derecho alguno a la vida.

La cultura se cuece juntando todas las vanidades de aquellos que la fomentan. Es un filtro peligroso que distrae del pensamiento de la muerte. La más pura expresión de cultura es una tumba egipcia, en la que todo lo que está alrededor es inútil, cacharros, joyas, comida, imágenes, esculturas, oraciones, y el muerto, a pesar de todo, está muerto.

No es posible leer la Biblia sin indignación y sin fascinación. ¡Qué es lo que ella no hace de los hombres, seres malvados, hipócritas, déspotas, y qué es que no se hace contra ellos! La Biblia es la digna imagen del género humano, modelo de la Humanidad, un ser inmenso, a la vez visible y secreto; es la verdadera Torre de Babel, y Dios lo sabe.

El verdadero arte sería, pues, amar esto sin almacenar el odio que corresponde a este amor.

En el Humanismo, el hombre se tomó las cosas de un modo excesivamente fácil; todavía no se sabía casi nada; en el fondo, el esfuerzo más importante se dirigía a una única tradición. Pero aunque de este movimiento no quedara más que el nombre que lo designa, este movimiento sería santo; y la ciencia que hoy en día lo continúa, llevándolo mucho más lejos y sabiendo mucho más que él, su auténtica heredera, la antropología, lleva un nombre que, si bien está emparentado con aquél, sin embargo es mucho menos de fiar.

Hay libros que tenemos a nuestro lado veinte años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos, que los llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque haya muy poco sitio, y que tal vez hojeamos en el momento de sacarlos de la maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque sólo sea una frase completa. Luego, al cabo de veinte años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéramos bajo la presión de un operativo superior, no podemos hacer otra cosa que coger un libro de estos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo: este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los veinte años transcurridos en los que ha vivido mudo a nuestro lado. No hubiera podido decir tantas cosas si no hubiera estado mudo durante este tiempo, y qué imbécil se atrevería a afirmar que en el libro hubo siempre lo mismo.

Quizás la razón por la que desprecio la acción es simplemente ésta: porque deseo que todas las acciones, incluso la más insignificante, tengan un sentido universal, que proyecten su sombra de una manera muy particular y que cubran al mismo tiempo el ciclo y la tierra. Sin embargo, el hacer real del hombre se ha atomizado, y tienen que chocar violentamente unos contra otros para que se den cuenta de que cada uno de ellos hace algo. ¡Qué vacío el que hay entre ellos! ¡Qué grandes humillaciones! ¡De qué manera rugen todos! Les calientan desde fuera y cada vez rugen y se agitan con mayor violencia.

Su primer mandamiento es: actúa, lo que hagan es casi indiferente. Uno pensaría que es la mano, que se ha convertido en un ser furioso, la que les empuja de una acción a otra; y lo cierto es que los pies cuentan cada vez menos. Podríamos mandarles cortar las manos a todos a un tiempo; pero es de temer que entonces apretaran botones con la nariz, botones no menos peligrosos. Actúan y lo que hacen no es nada, y porque no es nada es malo. Bien es verdad que cuenta con una vida corta, pero para ellos ni siquiera el momento es sagrado. Por una acción entregan la vida de cualquier persona y a menudo la suya propia. Son los papagayos de los dioses y se reúnen con ellos para hablar de acciones; siempre hay una u otra que les gusta a los dioses; la que más, matar. Del ritual del sacrificio ha nacido, dicen, toda la literatura sapiencial, y de este modo la sabiduría misma sería hija de la acción. Hay muchos de ellos que creen en esto y para muchos más todavía, la guerra ha ocupado el lugar del sacrificio; la masacre es más costosa y dura más tiempo. Es muy posible que ya no haya manera de separar la acción del matar y si la Tierra no quiere sucumbir de un modo esplendoroso, los hombres deberían perder por completo la costumbre de actuar. Oh, si, al fin, con las piernas cruzadas, estuvieran sentados delante de sus casas derruidas, misteriosamente alimentados del aire que respiran y de sueños; lo único que les haría mover un dedo sería una mosca a la que ahuyentarían porque les molestaría su diligencia y su asiduidad, que les recordaría viejos tiempos superados, vergonzosos, los tiempos de los átomos y de la acción.

La Historia desprecia a aquel que la ama.

No es posible hacerse idea de hasta qué punto va a ser peligroso el mundo sin animales.

Imperios de mil años los ha habido: el de Platón, el de Aristóteles, el de Confucio.

¿Cuántas cargas puede sacarse de encima el espíritu? ¿Cuántas cosas puede olvidar de modo que no las vuelva a saber nunca más?, y ¿puede olvidar algo como si no lo hubiera sabido nunca?

Para los historiadores las guerras son como algo sagrado; a modo de tormentas benéficas o inevitables, viniendo de la esfera de lo sobrenatural, irrumpen en el curso evidente y claro del mundo.

Odio el respeto que los historiadores tienen a cualquier cosa por el solo hecho de que ha ocurrido; sus módulos falsos y elaborados a posteriori; su impotencia, caída de bruces ante cualquier forma de poder, ¡Estos cortesanos, estos aduladores, estos juristas siempre interesados! A uno le gustaría hacer trizas la historia de manera que sus girones ya no hubiera quien los encontrara; ni una colmena entera de historiadores. La historia escrita, con su impertinente costumbre de defenderlo todo, hace que la situación de por sí desesperada de la Humanidad desespere todavía más de todas las falaces tradiciones.

Todo el mundo encuentra sus armas en este arsenal; está abierto y es inagotable. Con cachivaches viejos y oxidados que se encontraban en él en pacífica convivencia, fuera, arremeten unos contra otros. Luego, los partidos, una vez han muerto, se dan la mano en señal de reconciliación y entran en la historia. Estas herramientas oxidadas las recogen luego del campo esta especie de samaritanos que son los historiadores; después las devuelven a la armería. Tienen buen cuidado de no quitar ni una sola mancha de sangre. Desde que murieron los hombres en cuyas venas circuló esta sangre, cada gota seca es sagrada.