Mircea Eliade
La Prueba Del Laberinto, Conversaciones con Claude-Henri Rocquet
Este libro fue publicado por Pierre belfond, París 1979, con el título L'EPREUVE DU LABYRINTHE
Lo tradujo al español J. VALIENTE MALLA
PREFACIO
El título de este libro cuadra perfectamente a su naturaleza: La prueba del laberinto. La costumbre sugiere que el confidente escriba el prefacio del diálogo suscitado por el juego de sus preguntas. Puedo exponer, al menos, las razones que me llevaron, para hacerle preguntas, al borde de este mundo un poco legendario: Eliade. Cuando tenía veinte años leí en la biblioteca del Instituto de Estudios Políticos, en el que por cierto no me encontraba encajado, un primer libro de Mircea Eliade (creo que era Imágenes y símbolos). Los arquetipos, la magia de las ligaduras, los mitos de la perla y la concha, los bautismos y los diluvios, todo aquello me llegó más a lo hondo que la ciencia de mis profesores de economía política: allí estaban el sabor y el sentido de las cosas. Años más tarde, cuando me dedicaba a inculcar a los futuros arquitectos que el espacio del hombre sólo puede medirse de verdad cuando está orientado conforme a los puntos cardinales del corazón, no tuve mejores aliados que el Bachelard de La Poétique de l'espace y el Eliade de Lo sagrado y lo profano. Finalmente, leyendo y releyendo, como quien paseara por Siena o Venecia, los Fragments d'un Journal -despliegue de un mundo, presencia de un hombre, camino de una vida- vi cómo brillaba, repentina y cercana, a través del edificio de los libros, la llamarada de una personalidad. Ahora pienso que se me ha cumplido un deseo: he encontrado al antepasado mítico, puedo decir que nos hemos hecho amigos y que a fuerza de insistencia he conseguido que surgiera en el centro del territorio de la escritura y las ideas -la obra de Eliade- este microcosmos y este punto de cita que son estas Conversaciones.
Para adentrarse en este laberinto y descubrir la unidad de una obra y una vida es buena cualquier puerta. El aprendizaje en la India a los veinte años y la proximidad de Jung en «Eranos» veinte años después; las profundas raíces rumanas reconocibles incluso en esa manera de tener el mundo por patria; el inventario de los mitos corroborado por su comprensión; la tarea del historiador y la primitiva pasión por inventar la fábula; Nicolás de Cusa y el Himalaya. Así se entiende por qué en Mircea Eliade resuena con tanta fuerza y frecuencia el tema de la coincidentia oppositorum. ¿Habremos de decir que al final todas las cosas convergen en un punto? Más bien es que todo brota del alma original que, como el grano o el árbol, atrae hacia sí todos los rostros del mundo para responderle al interrogarle, para enriquecerlo con su presencia. En definitiva, el origen se manifiesta por todo aquello que se ha realizado y se ha conjuntado.
Fui al encuentro de un hombre cuya obra había iluminado mi adolescencia y me encontré con un pensador actual. Eliade jamás ha incurrido en el error de pretender que las ciencias del hombre tomen como modelo las de la naturaleza. Jamás ha olvidado que, tratándose de las cosas humanas, es preciso comprenderlas primero para entenderlas, y que quien plantea interrogantes no puede sentirse ajeno a lo que es interrogado. Jamás experimentó la seducción del freudismo, del marxismo, del estructuralismo o, mejor diríamos, de esa mezcolanza de dogma y moda que designamos con tales términos. En una palabra, nunca ha olvidado el lugar irreductible de la interpretación, el deseo inextinguible de sentido, la palabra filosófica. Pero precisemos: esta actualidad de Eliade no es la de las revistas. Nadie ha soñado siquiera ver en él a un precursor de los peregrinos californianos a Katmandú, nadie pretendería descubrir en él un «nuevo filósofo» inesperado. Si Mircea Eliade es moderno, lo es por haber comprendido ya hace medio siglo que la «crisis del hombre» es en realidad una «crisis del hombre occidental», y que es preciso entenderla y superarla admitiendo las raíces -arcaicas, salvajes, familiares- de la humana condición.
Mircea Eliade, «historiador de las religiones»… Esta manera tan oficial de definirle entraña el riesgo de desconocerle. Al menos, entendamos que historia es memoria y recordemos también que toda memoria es un presente. Y que para Mircea Eliade, la piedra de toque de la religiosidad es lo sagrado, que quiere decir encuentro o presentimiento de la realidad. Tanto el arte como la religión se dejan imantar por esa realidad. Pero, ¿en qué fundamentaríamos la diferencia entre lo uno y lo otro? Creo que captaremos perfectamente el pensamiento de Eliade si caemos en la cuenta de lo mucho que responde al de Malraux. Si Malraux ve en el arte la moneda del absoluto, es decir, una forma del espíritu religioso, Eliade considera los mitos y los ritos del hombre arcaico -su religión- como otras tantas obras de arte, unas obras de arte verdaderamente maestras. Pero estas dos almas tienen en común el haber descubierto el valor imprescriptible de la imaginación y el hecho de que no hay otro medio para reconocer los contenidos de la imaginación hoy abandonados o extraños, sino proponiendo a los hombres, siempre imprevisibles, su recreación. Ni el deseo de saber ni la atención del filósofo parecen ser el ámbito esencial de Eliade, sino más bien la fuente del poema que transfigura la vida mortal y nos llena de esperanza.
claude-henri rocquet
EL SENTIDO DE LOS ORÍGENES
EL NOMBRE Y EL ORIGEN
Claude-Henri Rocquet: -Mircea Eliade es un nombre muy bello…
Mircea Eliade: -¿Por qué? Eliade: helios; y Mircea: mir, raíz eslava que quiere decir paz…
– … y mundo.
– Sí, mundo también, cosmos.
– No pensaba precisamente en el significado, sino en la musicalidad.
– Eliade es de origen griego y remite sin duda a helios. Al principio se escribía Héliade. Era un juego con helios y hellade: sol y griego… Pero no es el apellido de mi padre. Mi abuelo llevaba el de Ieremia. Pero resulta que en Rumania, cuando un individuo es un poco perezoso, muy lento o vacilante, se le recuerda el proverbio: «¡Eres como Ieremia, que no era capaz de hacer salir su carreta!» A mi padre se lo repetían en el colegio. Cuando fue mayor de edad, decidió cambiar de apellido. Eligió éste, Eliade, porque así se llamaba un escritor muy conocido del siglo xix: Eliade Radulescu. Por eso empezó a llamarse «Eliade». Yo se lo agradezco, porque prefiero Eliade a Ieremia. Me gusta mi apellido.
– Quienes han leído los Fragmentos de un diario conocen ya un poco al hombre Mircea Eliade y las líneas maestras de su vida. Pero ese Diario se inicia en París el año 1945, cuando tenía cuarenta años. Antes había vivido en Rumania, en la India, en Lisboa, en Londres. Era ya un escritor célebre en Rumania y un «orientalista». A todo esto hace alusión el Diario. Pero apenas sabemos nada de los años que preceden a su llegada a París y menos aún de los primeros años de su vida.
– Pues bien, nací el 9 de marzo de 1907, un mes terrible en la historia de Rumania, cuando se produjo la revuelta de los campesinos en todas las provincias. En el liceo me decían siempre: «¡Ah, tú naciste en medio de la revuelta de los campesinos!» Mi padre era militar, como mi hermano. Era capitán. En Bucarest fui a la escuela primaria, en la calle Mántuleasa, la misma escuela que evoqué en Strada Mántuleasa -en francés, Le Vieil Homme et l'Officier-. Luego asistí al liceo Spiru-Haret. Un buen liceo al que se había dado el nombre del Jules Ferry rumano.
– Su padre era oficial. Pero, ¿cómo era su familia?
– Yo me considero como una síntesis: mi padre era moldavo y mi madre olteniana. En la cultura rumana, Moldavia representa el lado sentimental, la melancolía, el interés por la filosofía, por la poesía y una cierta pasividad ante la vida. Interesa menos la política que los programas políticos y las revoluciones en el papel. De mi padre y de mi abuelo, un campesino, heredé esta tradición moldava. Estoy orgulloso de poder decir que soy la tercera generación que ha llevado zapatos, porque mi bisabuelo andaba descalzo o con opinci, una especie de sandalias. Para el invierno había unas enormes botas. Una expresión rumana decía: «Segunda, tercera o cuarta generación… de zapatos». Yo soy la tercera generación… De esta herencia moldava me viene mi tendencia a la melancolía, la poesía, la metafísica, digamos que a «la noche».
Mi madre, por el contrario, procede de una familia de Oltenia, la provincia occidental, cerca de Yugoslavia. Los oltenianos son gente ambiciosa, enérgica; se apasionan por los caballos y no son únicamente campesinos, sino además haïduks: se dedican al comercio, venden caballos (¡a veces los roban!). Es la provincia más activa, la más entusiasta, la más brutal a veces. Todo lo contrario de los moldavos. Mis padres se conocieron en Bucarest. Cuando caí en la cuenta de mi herencia, me sentí muy feliz. Como todo el mundo, como todos los adolescentes, tuve mis crisis de desánimo, de melancolía, que a veces llegaban casi a la depresión nerviosa: la herencia moldava. Al mismo tiempo sentía en mí unas enormes reservas de energía. Me decía entonces: esto viene de mi madre. Mucho les debo a los dos. A los trece años era scout y se me dio permiso para pasar las vacaciones en la montaña, en los Cárpatos, o a bordo de un barco en el Danubio, en el delta, en el Mar Negro. Mi familia lo aceptaba todo, especialmente mi madre. A los veintiún años le dije: me marcho a la India. Eramos una familia de la pequeña burguesía, pero mis padres encontraron aquello normal. Estábamos en 1928 y algunos grandes sanscritistas aún no conocían la India. Creo que Louis Renou no hizo su primer viaje hasta los treinta y cinco años. Yo lo hice a los veinte… Mi familia me lo permitió todo: ir a Italia, comprar toda clase de libros, estudiar hebreo, persa. Disfrutaba de una gran libertad.