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Alice encendió el hornillo, empujó el baúl hacia el centro de la habitación, instaló dos grandes cojines a cada lado, lo cubrió con un mantel y puso cubiertos para dos. Luego se encaramó a su cama, abrió el lucernario y cogió la caja de huevos y la mantequilla que conservaba en el tejado, al frío del invierno.

Daldry llamó al poco rato. Entró en la habitación, con americana y pantalón de franela, con su capacho colgado del brazo.

– A falta de flores, imposibles de encontrar a estas horas, le traigo todo lo que he comprado esta mañana en el mercado; con la tortilla, esto será una delicia.

Daldry sacó una botella de vino de su capacho y un sacacorchos del bolsillo.

– No deja de ser Navidad, no vamos a conformarnos con agua.

En el transcurso de la cena, Daldry le contó a Alice algunos recuerdos de su infancia. Le habló de las relaciones imposibles que mantenía con los suyos: de los sufrimientos de su madre, quien, matrimonio de conveniencia obliga, se había casado con un hombre que no compartía ni sus gustos ni su visión de las cosas, y menos aún su agudeza; de su hermano mayor, carente de talante artístico, pero no de ambición, quien había hecho todo lo posible por alejar a Daldry de su familia, encantadísimo ante la perspectiva de ser el único heredero del negocio de su padre. Le preguntó muchas veces a Alice si no le aburría, y cada vez Alice le aseguraba que, al contrario, encontraba ese retrato de familia fascinante.

– ¿Y usted? -le preguntó-. ¿Cómo fue su infancia?

– Alegre -respondió Alice-. Soy hija única, no le diré que no haya echado terriblemente de menos un hermano o una hermana, porque sí lo hice, pero me beneficié de toda la atención de mis padres.

– ¿Y a qué se dedicaba su padre? -le preguntó Daldry.

– Era farmacéutico, e investigador en sus ratos libres. Fascinado por las virtudes de las plantas medicinales, se las hacía traer de los cuatro puntos cardinales. Mi madre trabajaba con él, se conocieron en la facultad. No dormíamos en sábanas de seda, pero la farmacia era próspera. Mis padres se querían y nos reíamos mucho en casa.

– Ha tenido suerte.

– Sí, lo reconozco, y, al mismo tiempo, ser testigo de tanto amor te hace aspirar a un ideal difícil de alcanzar.

Alice se levantó y llevó los platos al fregadero. Daldry se deshizo de los restos de su comida y se unió a ella. Se paró delante de la mesa de trabajo y examinó detenidamente los tarritos de terracota de donde salían largos tallos de papel, así como la multitud de frascos ordenados por grupos que había en la estantería.

– A la derecha están los absolutos, se obtienen a partir de concretos o de resinoides. En medio están los acordes en los que trabajo.

– ¿Es usted química como su padre? -preguntó Daldry sorprendido.

– Los absolutos son esencias, los concretos se obtienen tras haber extraído los principios aromáticos de ciertas materias primas de origen vegetal, como la rosa, el jazmín o las lilas. En cuanto a esa mesa que parece intrigarle tanto, la llamamos órgano. Perfumistas y músicos tienen muchos vocablos en común, nosotros también hablamos de notas y de acordes. Mi padre era farmacéutico, yo soy lo que se suele llamar una nariz. Trato de crear composiciones, nuevas fragancias.

– ¡Es un trabajo muy original! ¿Y ha inventado ya alguna, quiero decir, perfumes que se compren en las tiendas? ¿Algo que conozca?

– Sí, lo he conseguido -respondió Alice con voz risueña-. Sigue siendo algo bastante desconocido, pero se pueden encontrar algunas de mis creaciones en los escaparates de ciertos perfumistas de Londres.

– Debe de ser maravilloso ver su trabajo expuesto. Tal vez algún hombre haya logrado seducir a alguna mujer gracias al perfume que llevaba y que usted ha creado.

Esta vez, Alice dejó escapar una franca carcajada.

– Lamento decepcionarle, hasta el día de hoy sólo he realizado concentrados femeninos, pero me ha dado una idea. Debería buscar una nota de pimienta, un toque de madera, masculino, un cedro o un vetiver. Voy a pensarlo.

Alice cortó dos trozos del suizo.

– Saboreemos el postre y, luego, le dejaré marcharse. Estoy pasando una noche estupenda, pero me caigo de sueño.

– Yo también -dijo Daldry bostezando-, ha nevado mucho en el camino de vuelta y he tenido que redoblar la atención.

– Gracias -susurró Alice poniendo un trozo de suizo delante de Daldry.

– Soy yo quien debe agradecérselo, hacía mucho tiempo que no comía suizo.

– Gracias por haberme acompañado a Brighton, ha sido muy generoso por su parte.

Daldry alzó la mirada hacia el lucernario.

– La luz de esta habitación debe de ser extraordinaria durante el día.

– Lo es, un día le invito a tomar el té, podrá constatarlo usted mismo.

Cuando se comieron las últimas migas del suizo, Daldry se levantó, y Alice lo acompañó hasta la puerta.

– No voy muy lejos -dijo cruzando el rellano.

– No, en efecto.

– Feliz Navidad, señorita Pendelbury.

– Feliz Navidad, señor Daldry.

3

El lucernario estaba recubierto de una fina película sedosa, la nieve había llegado a la ciudad. Alice se levantó de la cama, tratando de mirar al exterior. Levantó un panel del cristal y lo volvió a cerrar de inmediato, helada por el frío que entraba desde fuera.

Con los ojos todavía empañados por el sueño, titubeó hasta el hornillo y puso el hervidor en la llama. Daldry había tenido el detalle de dejar su caja de cerillas sobre la estantería. Sonrió para sí misma al volver a pensar en la velada del día anterior.

Alice no tenía ganas de ponerse a trabajar. Era Navidad; a falta de familia que visitar, iría a pasear al parque.

Vestida con ropa de abrigo, salió sin hacer ruido de su apartamento. La casa victoriana estaba en silencio, Daldry debía de dormir.

La calle parecía de un blanco inmaculado y esa visión le encantó. La nieve tenía ese poder de cubrir toda la suciedad de la ciudad, e incluso los barrios más tristes hallaban una cierta belleza al llegar el invierno.

Se acercaba un tranvía. Alice corrió hacia el cruce, saltó a bordo, se compró su billete ante el cochero y se sentó en un asiento al final del vehículo.

Media hora más tarde, entró en Hyde Park por Queen’s Gate y subió por la avenida diagonal hacia Kensington Palace. Se detuvo ante el pequeño lago. Los patos se deslizaban por el agua sombría, acercándose a ella con la esperanza de recibir un poco de alimento. Alice lamentó no tener nada que ofrecerles. Del otro lado del lago, un hombre sentado en un banco le hizo una señal con la mano. Se levantó. Sus gestos cada vez más abiertos la invitaban a ir hacia él. Los patos se apartaron de Alice y dieron media vuelta, corriendo a toda velocidad hacia el desconocido. Alice bordeó la orilla y se acercó al hombre, que se había acuclillado para dar de comer a los palmípedos.

– ¿Daldry? Qué sorpresa encontrarle aquí, ¿me seguía?

– Lo que es sorprendente es que un desconocido la llame y corra a su encuentro. Estaba aquí antes que usted, ¿cómo habría podido seguirla?

– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó Alice.

– La Navidad de los patos, ¿lo había olvidado? Al salir a tomar el aire, me he encontrado en el bolsillo de mi abrigo el pan que mangamos en el bar. Y entonces me he dicho: «Dado que voy a dar un paseo, me acercaré a alimentar a los patos.» Y a usted, ¿qué le ha traído aquí?

– Es un sitio que me gusta.

Daldry rompió dos puntas del pan y compartió los trozos con Alice.

– Así que -dijo Daldry- nuestra escapadita no ha servido de mucho.

Alice no respondió, concentrada en alimentar a un pato.

– Una vez más, la he oído pasearse arriba y abajo durante una buena parte de la noche. ¿No ha logrado conciliar el sueño? Pero si estaba agotada.