– Me dormí y me desperté poco tiempo después. Una pesadilla, por no decir varias.
Daldry había repartido todo su pan, Alice también; él se volvió a levantar y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
– ¿Por qué no me dice lo que esa vidente le reveló ayer?
No había mucha gente en las avenidas nevadas de Hyde Park. Alice hizo un relato fiel de su conversación con la vidente, y abordó incluso el momento en que ésta se había acusado de no ser más que una impostora.
– Qué extraño cambio por su parte. Pero, dado que le confesó su charlatanería, ¿por qué encabezonarse?
– Porque fue precisamente entonces cuando comencé a creer en ella. Sin embargo, soy muy racional, y le juro que, si mi mejor amiga me contase un cuarto de lo que oí, me burlaría de ella sin clemencia.
– Deje a su mejor amiga tranquila y concentrémonos en su asunto. ¿Qué es lo que la desasosiega hasta ese grado?
– Todo lo que esa vidente me ha dicho es chocante; póngase en mi lugar.
– ¿Y le habló de Estambul? ¡Pues menuda idea! Quizá tendría que irse allí para saberlo a ciencia cierta.
– En efecto, menuda idea. ¿Podría llevarme en su Austin?
– Mucho me temo que esa ciudad se encuentra fuera de su radio de acción. Lo decía por decir.
Se cruzaron con una pareja que subía por la avenida. Daldry se calló y esperó a que se hubiesen alejado para retomar su conversación.
– Voy a decirle lo que la desasosiega de esta historia. La vidente le ha prometido que el hombre de su vida la espera al final de ese viaje. No la culpo; es, en efecto, de un romanticismo tremendo y muy misterioso.
– Lo que me inquieta -respondió Alice secamente- es que afirme con tanta seguridad que nací allí.
– Pero su partida de nacimiento prueba lo contrario.
– Me acuerdo, cuando tenía diez años, de haber pasado delante del dispensario de Holborn con mi madre, y todavía la oigo decirme que era allí donde me había traído al mundo.
– Bueno, ¡olvídese de todo eso! No debería haberla llevado a Brighton; creía hacer bien, pero ha sido todo lo contrario y la he empujado a concederle importancia a algo que no la tiene.
– Ya es hora de que vuelva a trabajar, la ociosidad no se me da muy bien.
– ¿Qué se lo impide?
– Ayer tuve la ocurrencia de resfriarme; no se trata de nada grave, pero es bastante incapacitante en mi oficio.
– Se suele decir que, si uno se cuida un resfriado, no dura nada más que una semana, y que, si no se hace nada, hacen falta siete días para curarse -dijo Daldry riéndose maliciosamente-. Me temo que tendrá que tomárselo con paciencia. Si ha cogido frío, más le valdría ponerse a resguardo. Mi coche está aparcado delante de Prince’s Gate, al final de este camino. La acompaño.
El Austin se negaba a arrancar. Daldry le pidió a Alice que se pusiera al volante, iba a empujarlo. En cuanto el coche cogiese un poco de velocidad, no tendría más que soltar el pedal del embrague.
– No es complicado -le aseguró-, pie izquierdo hasta el fondo, luego un golpecito del pie derecho cuando el motor se haya puesto en marcha, y luego los dos pies en los dos pedales de la izquierda, todo ello manteniendo las ruedas paralelas a la calle.
– ¡Es muy complicado! -se quejó Alice.
Los neumáticos patinaban sobre la nieve. Daldry se resbaló y se pegó un golpazo contra la calzada. En el interior del Austin, Alice, que había observado la escena por el retrovisor, se reía a carcajadas. Con la euforia del momento, pensó en girar la llave y tratar de encender el automóvil. El motor tosió y luego arrancó, y Alice se reía cada vez más.
– ¿Está segura de que su padre era farmacéutico y no mecánico? -le preguntó Daldry instalándose en el asiento del copiloto.
Su abrigo estaba cubierto de nieve y su rostro no estaba en su mejor momento.
– Lo siento, no tiene nada de divertido, pero no puedo evitarlo -respondió Alice risueña.
– Bueno, dele -refunfuñó Daldry-; puesto que esta porquería de coche parece haberla adoptado, métase por la carretera; veremos si es así de sumiso cuando intente acelerar.
– Pero sabe que nunca he conducido -replicó Alice, todavía animada.
– Siempre hay una primera vez para todo -respondió Daldry, impasible-. Pise el pedal de la izquierda, embrague y suéltelo suavemente mientras acelera un poco.
Las ruedas patinaban sobre el pavimento helado. Alice, agarrada al volante, volvió a centrar el coche con una destreza que impresionó a su vecino.
En esas últimas horas de la mañana de Navidad, las calles estaban casi desiertas, y Alice conducía atendiendo escrupulosamente los consejos de Daldry. Salvo algunas frenadas un poco bruscas, que le costaron calar el coche dos veces, consiguió llevarlos a su casa sin el más mínimo incidente.
– Ha sido una experiencia genial -dijo girando el contacto-. Me ha encantado conducir.
– Bueno, podemos dar una segunda lección esta semana si le apetece.
– Será un inmenso placer.
Al llegar a su rellano, Daldry y Alice se despidieron. Alice se notaba con fiebre, y la idea de descansar no le resultaba desagradable. Le dio las gracias a Daldry y, una vez en su casa, estiró su abrigo sobre la cama y se acurrucó bajo las sábanas.
Flotaba un fino polvillo en el aire, removido por un viento cálido. De lo más alto de una callejuela de tierra bajaba una escalera hacia otro barrio de la ciudad.
Alice avanzaba, con los pies descalzos, mirando a todos lados. Los cierres metálicos de las tiendecitas, todos ellos pintados de colores abigarrados, estaban echados.
Una voz la llamó en la lejanía. En los escalones de arriba, una mujer le hizo una señal para que se diese prisa, como si las acechase un peligro.
Alice corrió junto a ella, pero la mujer huyó y desapareció.
Bramaba un clamor a su espalda: gritos, chillidos. Alice se precipitó hacia la escalera; la mujer la esperaba al pie de ésta, pero le prohibió avanzar. Le juró su amor y le dijo adiós.
Mientras se alejaba, su silueta se empequeñecía hasta volverse minúscula mientras se agrandaba en el corazón de Alice hasta volverse inmensa.
Alice se lanzó hacia ella; los escalones se resquebrajaban bajo sus pasos, una larga grieta hendió en dos la escalera y el bramido de su espalda se volvió insoportable. Alice alzó la mirada; un sol rojo quemaba su piel, sintió el trasudor de su cuerpo, la sal en sus labios, la tierra en su cabello. Unas nubes de polvo se arremolinaban a su alrededor y volvían el aire irrespirable.
A pocos metros oyó un quejido lancinante, un gemido, palabras murmuradas cuyo sentido no comprendía. Se le hizo un nudo en la garganta. Alice se ahogaba.
Una mano audaz la cogió del brazo y la levantó del suelo justo antes de que la gran escalera se hundiese bajo sus pies.
Alice soltó un chillido, se resistió lo mejor que pudo, pero el que la agarraba era demasiado fuerte y Alice sintió que perdía el conocimiento, una pérdida contra la que era inútil luchar. Por encima de ella, el cielo era inmenso y rojo.
Alice volvió a abrir los ojos, cegada por la blancura del lucernario cubierto de nieve. Tiritaba, la frente le ardía de fiebre. Buscó a tientas el vaso de agua que se encontraba en su mesilla y fue presa de un ataque de tos al tragar el primer sorbo. Estaba agotada. Tenía que levantarse, que ir a buscar una manta, algo con lo que quitarse ese frío que la helaba hasta los huesos. Intentó levantarse en vano, y se quedó dormida de nuevo.
Oyó susurrar su nombre, una voz familiar trataba de tranquilizarla.