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Carol había compartido la cama de Alice, y había sacudido a su amiga con todas sus fuerzas en medio de la noche para despertarla de una pesadilla que se apoderaría desde entonces de todos sus sueños.

El sábado, cuando Alice se alegraba de volver a su mesa de trabajo, oyó pasos en el rellano. Arrastró su butaca y se precipitó a la puerta. Daldry volvía a su casa con una pequeña maleta en la mano.

– Buenos días, Alice -le dijo sin volverse.

Hizo girar la llave en la cerradura y dudó antes de entrar.

– Lo siento, no he podido visitarla, he tenido que ausentarme unos días -añadió dándole la espalda.

– No tiene por qué disculparse, simplemente me preocupaba no oírle.

– He salido de viaje, hubiese podido dejarle una nota, pero no lo hice -dijo con el rostro pegado a la puerta.

– ¿Por qué me da la espalda? -preguntó Alice.

Daldry se volvió lentamente; tenía la cara pálida, una barba de tres días, los párpados morados, los ojos rojos y húmedos.

– ¿No se encuentra bien? -preguntó Alice, preocupada.

– Sí, yo me encuentro bien -respondió Daldry-; mi padre, por el contrario, el lunes pasado tuvo la desafortunada idea de no despertarse. Lo enterramos hace tres días.

– Venga a mi casa -dijo Alice-, le haré un té.

Daldry abandonó su maleta y siguió a su vecina. Se dejó caer en la butaca poniendo una mueca. Ella corrió el taburete y se instaló enfrente de él.

Daldry contemplaba el lucernario con la mirada perdida. Respetó su silencio y se quedó así casi una hora, sin decir una palabra. Luego Daldry suspiró y se levantó.

– Gracias -dijo-, esto era exactamente lo que necesitaba. Ahora voy a volver a mi casa, a tomar una buena ducha y, hale, a la cama.

– Justo antes del hale, venga a cenar, le prepararé una tortilla.

– No tengo mucha hambre -respondió.

– Tendrá que comer algo, lo necesita -respondió Alice.

Daldry volvió un poco más tarde; llevaba un jersey de cuello cisne con un pantalón de franela, el cabello todavía enmarañado y ojeras.

– Perdone mi aspecto -dijo-, me temo que he olvidado mi cuchilla en casa de mis padres y es un poco tarde para encontrar otra esta noche.

– La barba le queda bastante bien -respondió Alice al recibirlo en su casa.

Cenaron ante el baúl, Alice había abierto una botella de ginebra. Daldry bebía de buen grado, pero no tenía apetito alguno. Se obligó a comer un poco de tortilla por mera cortesía.

– Me había jurado a mí mismo -dijo en medio de un silencio- ir un día para conversar de hombre a hombre con él. Para explicarle que la vida que llevaba era la que había elegido. Nunca había juzgado la suya; sin embargo, había mucho que decir de ella, y esperaba que él tampoco opinase sobre la mía.

– Aunque nunca se lo dijera, estoy segura de que él lo admiraba.

– Usted no lo conoció -suspiró Daldry.

– Piense lo que piense, usted era su hijo.

– He sufrido su ausencia durante cuarenta años; en cierta forma, ya me había acostumbrado. Y ahora que ya no está aquí, extrañamente, el dolor parece más intenso.

– Lo sé -dijo Alice en voz baja.

– Ayer por la tarde entré en su despacho. Mi madre me sorprendió mientras yo rebuscaba en los cajones del secreter. Pensó que buscaba su testamento; le respondí que me traía sin cuidado lo que me pudiese legar, les dejaba esa clase de preocupaciones a mi hermano y a mi hermana. Lo único que esperaba encontrar era una nota, una carta que me hubiese dejado. Mi madre me cogió en sus brazos y me dijo: «Pobrecito, no te ha escrito ninguna.» No conseguí llorar cuando bajaban su ataúd; no había llorado desde el verano de mis diez años, cuando me abrí gravemente la rodilla al caer de un árbol. Pero, esta mañana, cuando la casa donde crecí desaparecía en mi retrovisor, no pude contener las lágrimas. Tuve que pararme al borde de la carretera, ya no veía nada. Me he sentido tan ridículo en mi automóvil, llorando como un crío…

– Había vuelto a ser un niño, Daldry, acababa de enterrar a su padre.

– Es gracioso, ya ve, si hubiese sido pianista, tal vez él habría sentido cierto orgullo, tal vez incluso me habría venido a oír tocar. Pero la pintura no le interesaba. Para él, no era un trabajo, como mucho un pasatiempo. En fin, su muerte me ha dado la ocasión de volver a ver a mi familia al completo.

– Debería pintar su retrato, volver a casa y colgarlo en un buen sitio, en su despacho, por ejemplo. Estoy segura de que, desde donde está, a su padre eso le emocionaría.

Daldry rompió a reír.

– ¡Qué idea más horrible! No soy lo bastante cruel como para asestarle un golpe tan canalla a mi madre. Basta de lloriqueos, ya he abusado bastante de su hospitalidad. Su tortilla estaba deliciosa y su ginebra, de la que también he abusado un poco, todavía mejor. Puesto que está curada, le daré una nueva clase de conducción cuando esté, digamos, en mejor forma.

– Con mucho gusto -respondió Alice.

Daldry se despidió de su vecina. Él, que se mantenía normalmente tan tieso, tenía la espalda un poco encorvada y los andares vacilantes. En medio del rellano, cambió de opinión, dio media vuelta, entró de nuevo en casa de Alice, cogió la botella de ginebra y volvió a irse a su casa.

Alice se acostó inmediatamente después de la partida de Daldry; estaba agotada y el sueño no se hizo esperar.

*

«Ven -le susurra la voz-, tenemos que irnos de aquí.»

Se abre una puerta a la noche, ninguna luz en la callejuela, los faroles están apagados y las persianas de las casas, cerradas. Una mujer le tiende la mano y la arrastra. Caminan juntas, a pasos quedos, bordean las aceras desiertas, se vuelven discretas, velando porque ninguna sombra nacida de un rayo de luna traicione su presencia. Su equipaje no es muy pesado. Una maletita negra que contiene sus escasas pertenencias. Llegan a lo alto de la gran escalera. Desde allí se ve toda la ciudad. A lo lejos, un gran fuego tiñe de rojo el cielo. «Está ardiendo un barrio entero -dice la voz-. Se han vuelto locos. Avancemos. Allí estaremos seguras, nos protegerán, estoy convencida. Ven, sígueme, amor mío.»

Alice nunca ha tenido tanto miedo. Sus pies magullados la hacen sufrir, no lleva zapatos, imposible encontrarlos con el desorden que reina. Aparece una silueta en el marco de la puerta cochera. Un anciano los mira y les hace una señal para que vuelvan sobre sus pasos, les señala con el dedo una barricada donde jóvenes en armas están al acecho.

La mujer duda, se vuelve, lleva un bebé en un pañolón anudado en bandolera sobre el pecho, le acaricia la cabeza para calmarlo. Prosigue su loca carrera.

Diez escalones pequeños excavados en un camino escarpado suben hacia la cima de un talud. Pasan una fuente; el agua en calma tiene algo tranquilizador. A su derecha, hay entreabierta una puerta en una larga muralla. La mujer parece conocer bien ese lugar, Alice la sigue. Cruzan un jardín abandonado, las hierbas altas permanecen inmóviles, los cardos arañan a Alice en las pantorrillas, como para retenerla. Da un grito y, de inmediato, lo sofoca.

Al fondo de un vergel somnoliento entrevé la fachada reventada de una iglesia. Cruzan el ábside. No hay más que ruinas, han volcado los bancos quemados. Alice alza la mirada y distingue en las bóvedas mosaicos que evocan historias de otras épocas, de tiempos lejanos cuyas huellas se borran. Un poco más lejos, el rostro marchito de un Cristo parece mirarla. Se abre una puerta. Alice entra en el segundo ábside. En el centro se alza una tumba, inmensa y solitaria, recubierta de loza. Pasan a su lado calladas. Están en un antiguo vestidor. En el olor acre de las piedras quemadas se mezclan los aromas del tomillo y la alcaravea. Alice todavía no conoce esos nombres, pero reconoce los olores, le son familiares. Esas hierbas crecían profusamente en un terreno amplio detrás de su casa. Incluso así mezclados en el viento que los hace viajar hasta ella, logra distinguirlos.