La iglesia calcinada no es más que un recuerdo, la mujer que la arrastra le hace cruzar una verja, corren ahora en otra callejuela. Alice ya no tiene fuerzas, le flaquean las piernas, la mano que la retiene se afloja y la abandona. Se sienta en el suelo, la mujer se aleja, sin mirar atrás.
Comienza a caer una lluvia insistente. Alice pide ayuda, pero el ruido del aguacero es demasiado fuerte y, pronto, la silueta desaparece. Alice se queda sola, arrodillada, aterida. Chilla, un grito largo, casi una agonía.
Una lluvia de granizo rebotaba contra el lucernario. Jadeante, Alice se incorporó en la cama, mientras buscaba el interruptor de la lámpara de la mesita de noche. Al volver la luz, barrió la habitación con la mirada observando uno a uno los objetos que le eran familiares.
Dio dos puñetazos en la cama, furiosa por haberse dejado llevar una vez más por esa misma pesadilla que la aterrorizaba cada noche. Se levantó, fue a su mesa de trabajo, abrió la ventana que daba a la parte trasera de la casa e inspiró a pleno pulmón. Había luz en el piso de Daldry y la presencia, aunque invisible, de su vecino la tranquilizó. Al día siguiente iría a ver a Carol y le pediría consejo. Debía de existir algún remedio para que su sueño se sosegase. Una noche en la que no la atormentasen miedos imaginarios, que no estuviese poblada de huidas desenfrenadas por calles extranjeras, una noche completa y tranquila, eso era todo lo que Alice deseaba.
Alice pasó los siguientes días en su mesa de trabajo. Cada noche, retrasaba el momento de ir a acostarse, luchando contra el sueño como se resiste ante un miedo, un miedo que la dominaba en cuanto anochecía. Cada noche volvía a tener la misma pesadilla que acababa siempre en medio de una callejuela anegada donde se quedaba postrada sin remedio sobre el pavimento.
Le hizo una visita a Carol a la hora de la comida.
Alice se presentó en la recepción del hospital y pidió que avisasen a su amiga. Esperó media hora larga en un vestíbulo, entre las camillas descargadas de las ambulancias que llegaban con todas las sirenas aullando. Una mujer suplicaba que atendiesen a su hijo. Un viejo errante deambulaba entre los bancos donde otros enfermos esperaban impacientemente su turno. Un joven le dedicó una sonrisa; tenía la tez pálida, el arco superciliar abierto, una sangre densa corría por su mejilla. Un hombre de unos cincuenta años se agarraba las costillas, parecía sufrir atrozmente. En medio de esta miseria humana, Alice de pronto se sintió culpable. Si sus noches eran de pesadilla, el día a día de su amiga no era mucho mejor. Carol apareció empujando una camilla cuyas ruedas chirriaban sobre el linóleo.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó al ver a Alice-. ¿Estás indispuesta?
– Sólo he venido para llevarte a desayunar.
– Qué sorpresa tan agradable. Coloco ésta -dijo señalando a su paciente- y me reúno contigo. Mira que tienen morro, podrían haberme avisado. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
Carol empujó la camilla hacia una colega, se quitó la bata, cogió abrigo y bufanda de su taquilla y apretó el paso hacia su amiga. Llevó a Alice fuera del hospital.
– Ven -dijo-, hay un bar en la esquina de esta calle, es el menos malo del barrio y al lado de nuestra cafetería casi parece un gran restaurante.
– ¿Y todos los pacientes que esperan?
– Ese vestíbulo siempre está lleno de enfermos, las veinticuatro horas del día, todos los días de Dios, y Dios me ha dado un estómago que debo alimentar de vez en cuando si quiero estar en condiciones de atenderlos. Vamos a desayunar.
El bar estaba abarrotado. Carol le dedicó una sonrisa provocativa al dueño, quien, desde la barra, le señaló una mesa al fondo de la sala. Ambas mujeres pasaron por delante de toda la cola.
– ¿Te acuestas con él? -le preguntó Alice al instalarse en el banco.
– Le estuve tratando el verano pasado de un enorme forúnculo situado en un sitio que exige la mayor de las discreciones. Desde entonces, es mi devoto servidor -respondió Carol riéndose.
– Nunca había imaginado hasta qué punto tu vida era…
– ¿Glamurosa? -terminó Carol.
– Ardua -respondió Alice.
– Me gusta lo que hago, aunque haya días en los que no es fácil. De niña, me pasaba el rato poniéndoles vendas a mis muñecas, lo cual inquietaba terriblemente a mi madre, y, cuanto más disgustada la veía, más crecía mi vocación. Bueno, ¿qué te trae por aquí? Me imagino que no has venido a urgencias en busca de olores para crear uno de tus perfumes.
– He venido a desayunar contigo, ¿necesitas otra razón?
– ¿Sabes? Una buena enfermera no se contenta con curar las pupas de sus pacientes, también vemos cuándo les pasa algo por la cabeza.
– Pero yo no soy una de tus pacientes.
– Pues lo parecías cuando te he visto en el vestíbulo. Dime cuál es el problema, Alice.
– ¿Has leído el menú?
– Olvídate del menú -le ordenó Carol mientras le quitaba la carta de las manos a Alice-. Casi no tengo tiempo de comerme el plato del día.
Un camarero les llevó dos platos de un guiso de cordero.
– Lo sé -dijo Carol-, no tiene una pinta muy apetitosa, pero ya verás, está muy bueno.
Alice separó los trozos de carne de las verduras que nadaban en la salsa.
– Dicho esto -retomó Carol con la boca llena-, recobrarás el apetito cuando me hayas dicho qué te preocupa.
Alice clavó su tenedor en un trozo de patata y puso una mueca de asco.
– De acuerdo -prosiguió Carol-, es probable que sea testaruda y arrogante, pero dentro de un rato, cuando vuelvas a coger tu tranvía, te sentirás idiota por haber perdido la mitad del día sin ni siquiera haber probado ese guiso infecto, y más teniendo en cuenta que pagas tú la cuenta. Alice, dime lo que te ronda, con tanto silencio me estás volviendo loca.
Alice se decidió a hablarle de la pesadilla que atormentaba sus noches, de ese malestar que envenenaba sus días.
Carol la escuchó con la mayor atención.
– Tengo que contarte una cosa -dijo Carol-. El día del primer bombardeo sobre Londres estaba de guardia. Los heridos llegaron muy rápido; estaban quemados en su mayor parte, y venían por sus propios medios. Algunos miembros del personal habían abandonado el hospital para ponerse a cubierto, pero la mayor parte de nosotros nos quedamos en nuestro puesto. Si yo me quedé no fue por heroísmo, sino por cobardía. Tenía mucho miedo a sacar la nariz al exterior, aterrorizada ante la idea de perecer entre las llamas si salía a la calle. Al cabo de una hora, el flujo de heridos se detuvo. Ya casi no entraba nadie. El jefe de servicio, un tal doctor Turner, un hombre guapo, bastante majo y con unos ojos para volver loca a una monjita, nos reunió para decirnos: «Si los heridos ya no llegan aquí es que están debajo de los escombros; nos toca ir a buscarlos.» Todos lo miramos estupefactos. Y luego añadió: «No obligaré a nadie, pero los que tengan agallas, que cojan las camillas y recorran las calles. A partir de ahora hay más vidas que salvar fuera que entre los muros de este hospital.»
– ¿Y fuiste? -preguntó Alice.
– Retrocedí despacito hasta la sala de urgencias, rezando por que la mirada del doctor Turner no se cruzase con la mía, por que no se diese cuenta de mi miedo. Me escondí en un guardarropa durante dos horas. No te burles de mí o me voy. Acurrucada en ese armario, cerré los ojos, quería desaparecer. Acabé logrando convencerme de que no estaba allí, sino en mi cuarto, en casa de mis padres, en St Mawes, y de que toda esa gente que chillaba a mi alrededor no eran más que horribles muñecas de las que tendría que desembarazarme al día siguiente, sobre todo para no convertirme nunca en enfermera.