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– No tienes nada que reprocharte, Carol, yo no habría sido más valiente que tú.

– Sí, ¡desde luego que lo habrías sido! Al día siguiente, volví al hospital, avergonzada pero viva. Los siguientes cuatro días, traté de pasar desapercibida para evitar al doctor Turner. Como la vida nunca se ha ahorrado las ironías conmigo, me destinaron al quirófano para ayudar en una amputación. Quien operaba era…

– ¿El doctor Turner?

– ¡En persona! Y, como si eso no fuese suficiente, nos encontramos los dos a solas en el antequirófano. Mientras nos lavábamos las manos, se lo confesé todo: mi huida, la penosa manera en que me había escondido en un armario. En una palabra, me puse en ridículo.

– ¿Cómo reaccionó?

– Me pidió que le pusiera los guantes y me dijo: «Es maravillosamente humano tener miedo, ¿o a lo mejor cree que no tengo miedo antes de operar? Si fuese así, entonces me habría equivocado de carrera y tendría que haber sido cómico.»

Carol cambió su plato vacío por el de Alice.

– Y luego lo vi entrar en el quirófano, con su mascarilla en la boca; había dejado el miedo atrás. Traté de acostarme con él al día siguiente, pero ese idiota estaba casado y era fiel. Tres días más tarde sufrimos un nuevo bombardeo. Yo no tenía ni guantes ni máscara, me fui con el grupo a la calle. Escarbé en los escombros, más cerca de las llamas de lo que lo estoy de ti en este momento. Y, para que lo sepas, aquella noche, en medio de las ruinas, me hice pis encima. Ahora, escúchame bien, hija mía: desde esa tarde de Navidad en Brighton, no eres la misma. Algo te carcome por dentro, unas llamas pequeñas que no ves, pero que están incendiando tus noches. Así que haz como yo, sal de tu armario y corre. He recorrido las calles de Londres con el miedo agarrado al estómago, pero era más soportable que quedarse en ese cuchitril en el que creí que me iba a volver loca.

– ¿Qué quieres que haga?

– Te estás muriendo de soledad, sueñas con un gran amor y nada te da más miedo que enamorarte. La idea de atarte, de depender de alguien, te da pánico. ¿Quieres que volvamos a hablar de tu relación con Anton? Fuese o no una charlatana, esa vidente te dijo que el hombre de tu vida te esperaba en no sé qué país lejano. Bueno, ¡pues ve! Tienes ahorros, pide prestado dinero si te hace falta y permítete ese viaje. Ve a descubrir por ti misma lo que te espera en ese lugar. Y, aunque no te cruces con ese guapo desconocido que te han prometido, te sentirás liberada y no tendrás remordimientos.

– Pero ¿cómo quieres que vaya a Turquía?

– Ahora mismo, princesa, soy enfermera, no agente de viajes. Tengo que largarme. No te paso factura por la consulta, pero te dejo que pagues la cuenta.

Carol se levantó, se puso el abrigo, le dio un beso a su amiga y se fue. Alice corrió tras ella y la alcanzó cuando salía del bar.

– ¿Hablas en serio? ¿De verdad piensas lo que me acabas de decir?

– ¿Crees que, si no, te habría contado mis hazañas? Vuelve adentro, ¿o es que tengo que recordarte que estabas enferma hace muy poco tiempo? Tengo más pacientes, no puedo ocuparme de ti a jornada completa. Vamos, largo.

Carol se alejó corriendo.

Alice volvió a su mesa y se instaló en la silla que ocupaba Carol. Sonrió al llamar al camarero para pedirle una cerveza… y el plato del día.

*

La circulación era densa; carretas, sidecares, camionetas y automóviles trataban de atravesar el cruce. Si Daldry hubiese estado allí, habría disfrutado. El tranvía se paró. Alice miró por la ventanilla. Atrapado entre una pequeña tienda de ultramarinos y el escaparate cerrado de un anticuario, se encontraba el ventanal de una agencia de viajes. Lo observó pensativa, y el tranvía volvió a arrancar.

Alice bajó en la siguiente parada y empezó a subir la calle. Pocos pasos después, dio media vuelta y dudó de nuevo antes de retomar su dirección inicial. Unos minutos más tarde, empujaba la puerta de una tienda que tenía el letrero de los coches cama Cook.

Alice se paró ante un expositor lleno de folletos publicitarios, cerca de la entrada. Francia, España, Suiza, Italia, Egipto, Grecia, tantos destinos que la hacían soñar. El director de la agencia dejó su mostrador para atenderla.

– ¿Tiene pensado hacer un viaje, señorita? -preguntó.

– No -respondió Alice-, en realidad no, simple curiosidad.

– Si es en previsión de un viaje de novios, le recomiendo Venecia, es absolutamente magnífica en primavera; si no, España, Madrid, Sevilla, y luego la costa mediterránea, tengo cada vez más clientes que van allí y vuelven encantados.

– No me caso -respondió sonriendo al director del establecimiento.

– Nada prohíbe viajar sola en nuestros días. Todo el mundo tiene derecho a cogerse vacaciones de vez en cuando. Para una mujer, le aconsejo entonces Suiza: Ginebra y su lago. Es tranquilo y encantador.

– ¿Tendría algo para Turquía? -preguntó tímidamente Alice.

– Estambul, muy buena elección. Sueño con ir allí algún día, la basílica de Santa Sofía, el Bósforo… Espere, debo de tenerlo en alguna parte, pero hay tanto desorden aquí…

El director se inclinó sobre un chifonier y abrió cada uno de sus siete cajones.

– Aquí estaba, un fascículo bastante completo, también tengo una guía turística que puedo prestarle si le interesa ese destino, pero tendrá que prometerme que me la devolverá.

– Me quedaré con el prospecto -respondió Alice, y le dio las gracias al director.

– Le doy dos -dijo tendiéndole los folletos a Alice.

La acompañó a la salida y la invitó a pasarse de nuevo cuando quisiera. Alice se despidió y volvió a la parada del tranvía.

Una nieve fundida caía sobre la ciudad. Una ventanilla del vehículo estaba atascada y un aire glacial se había adueñado del tranvía. Alice sacó los folletos de su bolso y los hojeó, buscando un poco de calor en esas descripciones de paisajes extranjeros donde el sol reinaba en cielos azul celeste.

Al llegar al pie de su edificio, inspeccionó sus bolsillos buscando las llaves, pero fue en vano. Presa del pánico, se arrodilló, le dio la vuelta a su bolso y lo vació en el suelo de la entrada. El manojo apareció en medio del desorden. Alice lo cogió, guardó las cosas de prisa y corrió escaleras arriba.

Una hora más tarde volvía Daldry. Atrajo su atención un folleto turístico que rodaba por el suelo en el vestíbulo. Lo recogió y sonrió.

*

Llamaban suavemente a la puerta. Alice levantó la mirada y dejó su pluma antes de ir a abrir. Daldry tenía una botella de vino en una mano y dos copas en la otra.

– ¿Se puede? -dijo invitándose.

– Como en su casa -respondió Alice dejándole pasar.

Daldry se instaló delante del baúl, puso las copas encima y las llenó generosamente. Le tendió una a Alice y la invitó a brindar.

– ¿Celebramos algo? -le preguntó a su vecino.

– Más o menos -respondió este último-. Acabo de vender un cuadro por cincuenta mil libras esterlinas.

Alice abrió los ojos desmesuradamente y dejó su copa sobre el baúl.

– No sabía que sus obras fuesen tan caras -dijo estupefacta-. ¿Me dejará que vea una algún día, antes de que el mero hecho de mirarlas esté por encima de mis posibilidades?

– Tal vez -respondió Daldry, y se sirvió otra copa de vino.

– Lo menos que se puede decir es que sus coleccionistas son generosos.

– No es un comentario que me anime mucho, pero me lo tomaré como un cumplido.

– ¿De verdad ha vendido un cuadro por ese precio?

– Por supuesto que no -respondió Daldry-, no he vendido nada en absoluto. Las cincuenta mil libras de las que le hablo representan el legado de mi padre. Vengo del notario, al que nos habían convocado esta tarde. No sabía que valía tanto para él, creía que me tenía en menos que eso.