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Había una cierta tristeza en los ojos de Daldry cuando pronunció esa frase.

– Lo que es absurdo -prosiguió- es que no tengo ni la menor idea de lo que voy a hacer con esa suma. ¿Y si le comprase su piso? -propuso animado-. Podría instalarme bajo ese lucernario que me hace soñar desde hace tantos años, tal vez su luz me permitiría pintar un cuadro que emocione a alguien…

– ¡No está en venta y no soy más que una inquilina! Y, además, ¿dónde viviría? -respondió Alice.

– ¡Un viaje! -exclamó Daldry-. He aquí una maravillosa idea.

– Si le apetece, ¿por qué no? Una bella intersección de calles en París, un encrucijada de caminos en Tánger, un puentecito sobre un canal en Ámsterdam… Deben de existir por el mundo gran cantidad de cruces que podrían inspirarle.

– ¿Y por qué no el estrecho del Bósforo? Siempre he soñado con pintar grandes barcos y, en Piccadilly, no es tan fácil…

Alice volvió a dejar su copa y miró a Daldry.

– ¿Cómo? -dijo él fingiendo sorpresa-. No tiene la exclusiva del sarcasmo, tengo derecho a hacerla rabiar, ¿no?

– ¿Y cómo podría hacerme rabiar con sus proyectos de viaje, querido vecino?

Daldry sacó el folleto del bolsillo de su chaqueta y lo puso sobre el baúl.

– He encontrado esto en el hueco de la escalera. Dudo que pertenezca a nuestra vecina de abajo. La señora Taffleton es la más sedentaria de las personas que conozco, sólo sale de su casa los sábados para hacer la compra al final de la calle.

– Daldry, creo que ha bebido bastante por esta noche; debería volver a su casa; no he recibido herencias que me permitan viajar y tengo trabajo por terminar si quiero continuar pagando mi alquiler.

– Creía que una de sus creaciones le aseguraba una renta regular.

– Regular, pero no eterna; las modas pasan y hay que renovarse, lo que intentaba hacer antes de su intromisión.

– Y el hombre de su vida que la espera allá -insistió Daldry señalando con el dedo el folleto turístico-, ¿ya no atormenta sus noches?

– No -respondió Alice secamente.

– Entonces, ¿por qué se ha despertado a las tres de la mañana dando ese grito horrible que casi me hace caer de la cama?

– Me había dado un golpe en el pie con este estúpido baúl al tratar de acostarme. Había trabajado hasta tarde y tenía la vista un poco borrosa.

– ¡Además, mentirosa! Bueno -dijo Daldry-, veo que mi compañía le incomoda, voy a retirarme.

Se levantó y fingió salir, pero apenas dio un paso y volvió hacia Alice.

– ¿Conoce la historia de Adrienne Bolland?

– No, no conozco a esa Adrienne -respondió Alice sin ocultar su exasperación.

– Fue la primera mujer en tratar de cruzar la cordillera de los Andes en avión, un Caudron para ser precisos, que por supuesto pilotaba ella misma.

– Muy valiente por su parte.

Para desesperación de Alice, Daldry se dejó caer en la butaca y llenó de nuevo su copa.

– Lo más extraordinario no era su valentía, sino lo que le pasó unos meses antes de despegar.

– Y, desde luego, va a darme todos los detalles, convencido de que conseguiré conciliar el sueño antes de que me lo haya contado todo.

– ¡Exacto!

Alice levantó la mirada al cielo. Pero, aquella noche, su vecino parecía absorto y con ganas de conversación. Daldry había dado muestras de una gran elegancia cuando estuvo enferma, así que Alice aceptó tomarse las ganas de hablar de su vecino con paciencia y le prestó la atención que merecía.

– Adrienne había ido, pues, a Argentina. Piloto de la casa Caudron, debía realizar algunos festivales y demostraciones aéreas que le permitirían convencer a los sudamericanos de la calidad de aquellos aparatos. ¡Figúrese, Adrienne no tenía en su haber más que cuarenta horas de vuelo! La publicidad hecha por Caudron alrededor de su llegada la precedía, y había dejado correr el rumor de que quizá intentaría cruzar los Andes. Antes de partir, ella había avisado de que rechazaría correr tal riesgo con los dos G3 que Caudron había puesto a su disposición. Pensaría en el proyecto si le enviaba por barco un avión más potente y capaz de volar más alto, lo que Caudron le prometió que haría. La tarde en que desembarcó en Argentina, una nube de periodistas la esperaban. La agasajaron y, a la mañana siguiente, descubrió que la prensa anunciaba: «Adrienne Bolland aprovecha su estancia para cruzar la cordillera.» El mecánico de Adrienne le pidió que confirmase o desmintiese la noticia. Envió un telegrama a Caudron y éste le comunicó que era imposible hacerle llegar el aparato prometido. Todos los franceses de Buenos Aires le conjuraron que renunciase a una locura semejante. Una mujer sola no podía emprender tal viaje sin dejarse la piel en ello. Llegaron a acusarla de ser una loca que haría daño a Francia. Tomó una decisión y aceptó el reto. Después de haber hecho la declaración oficial, se encerró en la habitación de su hotel y se negó a hablar con nadie; necesitaba toda su concentración para preparar lo que se parecía mucho a un suicidio.

»Poco tiempo después, mientras su avión se encaminaba por ferrocarril hacia Mendoza, de donde había decidido despegar, llamaron a su puerta. Furiosa, Adrienne abrió y se disponía a echar a quien estaba molestándola. La intrusa era una joven tímida, se la veía incómoda; la avisó de que poseía el don de la videncia y de que tenía algo muy importante que anunciarle. Adrienne acabó aceptando que pasara. La videncia es algo serio en Sudamérica, se consulta para saber qué decisión tomar o no tomar. Después de todo, me he enterado de que está muy en boga en Nueva York consultar a un psicoanalista antes de casarse, de cambiar de carrera o de mudarse. Cada sociedad tiene sus oráculos. En resumen, en Buenos Aires, en 1920, emprender un vuelo tan arriesgado sin haber consultado a una vidente hubiese sido tan inconcebible como, en otros lugares, ir a la guerra sin que un sacerdote te haya encomendado a Dios. No puedo decirle si Adrienne, francesa de nacimiento, creía en esas cosas o no, pero para su entorno consultar a un vidente era de una importancia capital y Adrienne necesitaba todos los apoyos posibles. Encendió una cerilla y le dijo a la joven que le concedía el tiempo que ésta tardaba en consumirse. La vidente le predijo que saldría viva y triunfante de su aventura, pero que para conseguirlo había una condición.

– ¿Cuál? -preguntó Alice, que se había picado con la historia de Daldry.

– ¡Iba a decírselo! La vidente le hizo un relato completamente increíble. Le confió que, en un momento dado, sobrevolaría un gran valle… Le habló de un lago que reconocería porque tendría la forma y el color de una ostra. Una ostra gigante embarrancada en un valle pequeño en medio de las montañas, no podía equivocarse. A la izquierda de la extensión de agua helada, unas nubes oscurecerían el cielo mientras que, a la derecha, estaría azul y despejado. Todo piloto provisto de sentido común tomaría de manera natural la ruta de la derecha, pero la vidente puso a Adrienne en guardia. Si se dejaba tentar por el camino que parecía más fácil, perdería la vida. Ante ella se alzarían cimas infranqueables. En la vertical del famoso lago, tendría que dirigirse imperativamente hacia las nubes, por oscuras que fuesen. Adrienne encontró estúpida la sugerencia. ¿Qué piloto correría a ciegas hacia una muerte segura? Los planos de sustentación de su Caudron no soportarían que los pusiesen a prueba. Golpeado en un cielo tormentoso, su aparato se rompería. Le preguntó a la joven si había vivido en esas montañas el tiempo suficiente como para conocer así de bien las cimas. La joven respondió tímidamente que nunca había ido allí, y se retiró sin decir una palabra más.

»Pasaron los días, Adrienne dejó su hotel para ir a Mendoza. En lo que tardó en recorrer en tren los mil doscientos kilómetros que la separaban de allí, lo había olvidado todo acerca de su encuentro fugaz con la joven vidente. Tenía otras cosas en la cabeza más importantes que una ridícula profecía, y, además, ¿cómo podía saber una chica ignorante que un avión sólo podía alcanzar una altura determinada y que el tope de su G3 apenas bastaba como para intentar la hazaña?