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– Entonces, déjela que crezca de verdad; quedarse a medias le hace parecer desaliñado y, si tenemos que ser socios, quiero que esté presentable.

Daldry se frotó la barbilla.

– ¿Con o sin?

– Y dicen que las mujeres son indecisas -respondió Alice al irse hacia su piso.

Daldry se presentó en casa de Alice a mediodía. Llevaba traje, se había peinado y perfumado, pero no afeitado. Interrumpiendo a Alice, le anunció que, en cuanto a la barba, pensaba darse de plazo hasta el día de la partida para pensarlo. Invitó a su vecina al bar para discutir en terreno neutral, precisó. Pero, al llegar al final de la calle, Daldry la condujo hacia su coche.

– ¿Ya no vamos a comer?

– Sí -respondió Daldry-, pero a un restaurante de verdad, con mantel, cubiertos y platos finos.

– ¿Por qué no me lo ha dicho antes?

– Para darle una sorpresa. Además, probablemente también me lo habría discutido, y tengo ganas de un buen trozo de carne.

Le abrió la puerta y la invitó a ponerse al volante.

– No creo que sea muy buena idea -dijo-, la vez anterior las calles estaban desiertas…

– Le prometí una segunda lección, y siempre cumplo mis promesas. Y, además, quién sabe si en Turquía tendremos que conducir. No quiero ser el único que sepa hacerlo. Vamos, cierre esa puerta y espere a que me haya sentado para dar al contacto.

Daldry rodeó el Austin. Alice estaba atenta a cada una de sus instrucciones. En cuanto le indicaba que girase, se detenía un instante para asegurarse de que no se ponía en el camino de ningún otro vehículo, lo que exasperaba a Daldry.

– A esta velocidad, ¡nos va a adelantar un peatón! La invito a comer, no a cenar.

– ¡No tiene más que conducir usted mismo! ¡Qué pesado es! ¡Está todo el rato refunfuñando! ¡Lo hago lo mejor que puedo!

– Bueno, continúe pisando un poco más el pedal del acelerador.

Poco después le rogó a Alice que se pusiese junto a la acera; por fin habían llegado. Un aparcacoches se precipitó hacia la puerta del pasajero antes de darse cuenta de que había una mujer al volante. De inmediato, dio la vuelta al Austin para ayudar a Alice a bajar.

– Pero ¿adónde me ha traído? -preguntó Alice, inquieta por tantas atenciones.

– ¡A un restaurante! -suspiró Daldry.

Alice quedó subyugada por la elegancia del sitio. Las paredes del comedor estaban forradas de madera; las mesas se encontraban alineadas en perfecto orden, cubiertas por manteles de algodón egipcio, y contaban con más cubiertos de plata de los que había visto en toda su vida. Un camarero los guió hacia un reservado e invitó a Alice a tomar asiento en el banco. En cuanto se retiró, un maître acudió a presentar las cartas. Lo acompañaba un sumiller que no tuvo tiempo de aconsejar a Daldry, pues este último pidió de inmediato un château margaux de 1929.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Daldry al despedir al sumiller-. Parece furiosa.

– ¡Estoy furiosa! -susurró Alice para no atraer la atención de sus vecinos.

– No lo comprendo, le traigo a uno de los restaurantes más famosos de Londres, le hago servir un vino de una finura exquisita, un año mítico…

– Precisamente, habría podido avisarme. Usted va con traje, su camisa es de un blanco que envidiaría la mejor de las lavanderas. ¿Y qué ocurre conmigo? Yo voy emperifollada como una colegiala a la que llevan a tomarse una limonada al final de la calle. Si usted hubiese tenido la delicadeza de informarme de sus planes, al menos habría dedicado algo de tiempo a maquillarme. La gente de alrededor debe de estar diciéndose…

– Que es una mujer encantadora y que tengo suerte de que haya aceptado mi invitación. ¿Qué hombre perdería su tiempo observando su forma de vestir cuando esos ojos que usted tiene pueden acaparar por sí solos toda la atención del género masculino? No se preocupe y, tenga piedad, valore lo que van a servirnos.

Alice miró a Daldry, dubitativa. Probó el vino, largo en la boca y sedoso, que la achispó en seguida.

– ¿No estará tonteando conmigo, Daldry?

A Daldry le faltó poco para ahogarse.

– ¿Al ofrecerle acompañarla de viaje en busca del hombre de su vida? Sería una extraña forma de hacerle la corte, ¿no le parece? Y, dado que vamos a ser socios, seamos sinceros: ambos sabemos que no somos el tipo del otro. Ésa es la única razón por la que puedo hacerle esta propuesta sin la más mínima segunda intención. En fin, casi…

– ¿Casi qué?

– Precisamente para conversar sobre ello era por lo que quería que comiésemos juntos. A fin de que nos pongamos de acuerdo en un ultimísimo detalle de nuestra sociedad.

– Creía que nos habíamos puesto de acuerdo sobre los porcentajes.

– Sí, pero tengo un favorcito que pedirle.

– Le escucho.

Daldry le sirvió otra copa de vino a Alice y la invitó a beber.

– Si las predicciones de esa vidente se confirman, soy, por tanto, la primera de esas seis personas que la llevarán hasta ese hombre. Como he prometido, la acompañaré, pues, hasta la segunda de ellas, y cuando la hayamos encontrado, porque estoy seguro de que la encontraremos, entonces habré cumplido con mi misión.

– ¿Adónde quiere llegar?

– ¡Menuda manía tiene de interrumpirme todo el rato! Precisamente iba a decírselo. Una vez que haya cumplido con mi deber, volveré a Londres y la dejaré proseguir con su viaje. De todos modos, no voy a sujetar las velas en su gran cita, ¡eso sería carecer de tacto! Por supuesto, según los términos de nuestro pacto, financiaré su viaje hasta su término.

– Viaje que le reembolsaré chelín a chelín, aunque tenga que trabajar para usted lo que me quede de vida.

– Déjese de chiquilladas, no le hablo de dinero.

– Entonces, ¿de qué?

– Ese último detallito precisamente…

– Bueno, ¡pues dígalo de una vez por todas!

– Quisiera, en su ausencia, sea cual sea la duración de ésta, que me autorizase a ir cada día a trabajar bajo su lucernario. Su piso estará vacío y no tendrá utilidad alguna para usted. Le prometo cuidarlo, lo que, entre usted y yo, no le vendría mal.

Alice observó a Daldry.

– ¿No estará proponiéndome llevarme a miles de kilómetros de mi casa y abandonarme en tierras lejanas para poder por fin pintar bajo mi lucernario?

A su vez, Daldry miró a Alice con gravedad.

– Tiene los ojos muy bonitos, pero ¡mucha mala leche!

– De acuerdo -dijo Alice-, pero únicamente cuando conozcamos a esa célebre segunda persona y a condición de que nos dé motivos para proseguir la aventura.

– ¡Pues claro! -exclamó Daldry levantando su copa-. Entonces, brindemos ahora que hemos cerrado nuestro trato.

– Brindaremos en el tren -replicó Alice-, todavía me concedo el derecho a cambiar de opinión. Todo esto es bastante precipitado.

– Iré a buscar nuestros billetes esta tarde y me ocuparé también de nuestro alojamiento en Estambul.

Daldry volvió a dejar la copa y sonrió a Alice.

– Le brillan los ojos -dijo-, y le sienta bien.

– Es el vino -murmuró-. Gracias, Daldry.

– No es un cumplido.

– No es por eso por lo que le doy las gracias. Lo que hace por mí es muy generoso. Esté seguro de que una vez en Estambul trabajaré día y noche para crear ese perfume que hará de usted el más feliz de los inversores. Le prometo que no voy a decepcionarle…

– ¡Tonterías! Disfrutaré tanto como usted de abandonar la monotonía londinense. Dentro de unas horas estaremos bajo el sol y, cuando veo la palidez de mi rostro en el espejo que tiene detrás, pienso que buena falta me hace.

Alice se volvió y se miró a su vez en el espejo. Le hizo un gesto de complicidad a Daldry, que la estaba espiando. La perspectiva de ese viaje le daba vértigo, pero, por una vez, saboreaba la embriaguez sin contención alguna. Y, mirando todavía a Daldry en el espejo, le pidió consejo sobre cómo anunciarles a sus amigos la decisión que acababa de tomar. Daldry se quedó pensando un instante y le hizo notar que la respuesta se encontraba en la pregunta. Bastaría con decirles que había tomado una decisión que la hacía feliz; si eran amigos de verdad, no podrían sino animarla.