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– Vivía aquí mucho antes que usted, señorita Pendelbury, pero desde que se instaló en ese piso, que espero recuperar, mi vida ha quedado como poco trastornada y mi tranquilidad ya no es más que un lejano recuerdo. ¿Cuántas veces ha venido a llamar a mi puerta porque le faltaba sal, harina o un poco de margarina cuando cocinaba para sus amigos, tan adorables ellos, o para pedirme una vela al irse la corriente? ¿Se ha preguntado alguna vez si sus frecuentes intromisiones iban a perturbar mi intimidad?

– ¿Quería vivir en mi piso?

– Quería poner en él mi estudio. Usted es la única en esta casa que disfruta de un lucernario. Por desgracia, sus encantos obtuvieron el favor de nuestro casero, así que me contento con la pálida luz que entra por mis humildes ventanas.

– Nunca me he cruzado con nuestro casero, alquilé ese piso a través de una agencia.

– ¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche?

– ¿Ésa es la razón por la que me trata con tanta frialdad desde que vivo aquí, señor Daldry? ¿Porque he conseguido el estudio que usted deseaba?

– Señorita Pendelbury, los que están fríos, en este preciso momento, son mis pies. Los pobres están sometidos a las corrientes de aire que nuestra conversación les impone. Si no tiene inconveniente, voy a retirarme antes de que me resfríe. Le deseo una noche agradable, la mía se ha acortado gracias a usted.

El señor Daldry volvió a cerrar delicadamente la puerta en las narices de Alice.

– ¡Qué tipo tan raro! -masculló ella volviendo por donde había venido.

– La he oído -gritó en seguida Daldry desde su salón-. Buenas noches, señorita Pendelbury.

De nuevo en su casa, Alice se aseó un poco antes de ir a acurrucarse bajo las sábanas. Daldry tenía razón, el invierno se había adueñado de la casa victoriana y la escasa calefacción no bastaba para hacer subir el mercurio. Cogió un libro del taburete que le servía de mesilla de noche, leyó algunas líneas y lo volvió a dejar. Apagó la luz y esperó a que sus ojos se adaptaran a la penumbra. La lluvia corría por el lucernario. Alice sintió un escalofrío y se puso a pensar en la tierra anegada del bosque, en las hojas que en otoño se descomponían en los robledales. Inspiró profundamente y una nota tibia de mantillo se adueñó de ella.

Alice tenía un don peculiar. Sus aptitudes olfativas, muy superiores a lo normal, le permitían distinguir el más mínimo aroma y conservarlo en la memoria para siempre. Pasaba los días inclinada sobre la larga mesa de su taller, esmerándose en combinar moléculas para conseguir la armonía que tal vez se convirtiese algún día en un perfume. Alice era «nariz». Trabajaba sola, y cada mes visitaba a los perfumistas de Londres para proponerles sus fórmulas. La primavera anterior había logrado convencer a uno de ellos para comercializar una de sus creaciones. Su «agua de gavanza» había cautivado a un perfumista de Kensington y había obtenido cierto éxito entre su distinguida clientela, lo que le procuraba una pequeña suma mensual que le permitía vivir un poco mejor que en años precedentes.

Se instaló en su mesa de trabajo y volvió a encender la lámpara que había encima. Cogió tres tiras de papel secante, las metió en otros tantos frascos y, hasta muy entrada la noche, estuvo pasando a limpio las notas que iba tomando.

*

La alarma del despertador sacó a Alice de su sueño; le lanzó la almohada para hacerlo callar. Un sol velado por la bruma matutina iluminó su rostro.

– ¡Maldito lucernario! -refunfuñó.

Luego, al recordar la cita en el andén de la estación, dejó de remolonear.

Se levantó de un salto, cogió al azar algunas prendas de su armario y se precipitó hacia la ducha.

Al salir de casa, Alice le echó una ojeada a su reloj; en autobús nunca llegaría a tiempo a Victoria Station. Silbó a un taxi y, en cuanto estuvo a bordo, le suplicó al taxista que fuese por el camino más rápido.

Cuando llegó a la estación, cinco minutos antes de la salida del tren, una larga cola de viajeros se extendía ante las ventanillas. Alice miró hacia el andén y se dirigió allí a la carrera.

Anton la esperaba ante el primer vagón.

– Por Dios, ¿dónde estabas? ¡Date prisa, monta! -le dijo, ayudándola a subir al estribo.

Se acomodó en el compartimento donde la esperaba su pandilla de amigos.

– Según vosotros, ¿qué probabilidades tenemos de que nos pidan el billete? -preguntó al sentarse, sin aliento.

– Ya te daría yo mi billete si hubiese comprado uno -respondió Eddy.

– Yo diría que la mitad de las probabilidades -dijo Carol.

– ¿Un sábado por la mañana? Yo me inclinaría por un tercio… Ya lo veremos al llegar -concluyó Sam.

Alice apoyó la cabeza contra el cristal y cerró los ojos. Había una hora de trayecto entre la capital y la estación costera. Durmió durante todo el viaje.

En la estación de Brighton, un revisor hacía acopio de los billetes de los viajeros a la salida del andén. Alice se paró ante él y fingió buscar en sus bolsillos. Eddy la imitó. Anton sonrió y les dio a ambos sendos tickets.

– Los tenía yo -le dijo al revisor.

Cogió a Alice de la cintura y se la llevó al vestíbulo.

– No me preguntes cómo sabía que llegarías tarde. ¡Siempre llegas tarde! Y, en cuanto a Eddy, lo conoces tan bien como yo; lo de colarse lo lleva en la sangre, y no quería que este día se echase a perder antes de comenzar siquiera.

Alice sacó dos chelines de su bolsillo y se los tendió a Anton, pero él volvió a cerrar la mano de su amiga sobre las monedas.

– Vámonos ya -dijo-. El día pasa muy rápido, no quiero perderme nada.

Alice lo miró alejarse: Anton iba dando saltos. Ella tuvo una visión fugaz del adolescente al que había conocido tiempo atrás, y eso la hizo sonreír.

– ¿Vienes? -dijo, volviéndose.

Bajaron por Queen’s Road y West Street hacia el paseo que había a orillas del mar. Había ya mucha gente allí. Dos grandes escolleras avanzaban hacia las olas. Los edificios de madera que sobresalían de ellas las hacían parecer grandes buques.

Las atracciones de la feria se encontraban en el Palace Pier. La pandilla de amigos llegó al pie de un reloj que indicaba la entrada. Anton compró el ticket de Eddy y, con un gesto, le indicó a Alice que ya se había encargado del suyo.

– No vas a invitarme todo el día -le susurró al oído.

– ¿Y por qué no, si me apetece?

– Porque no hay ninguna razón para que…

– ¿Que me apetezca no es una buena razón?

– ¿Qué hora es? -preguntó Eddy-. Tengo hambre.

A pocos metros de allí, delante del gran edificio que albergaba el invernadero, se encontraba un puesto de fish and chips. El olor a frito y a vinagre llegaba hasta ellos. Eddy se frotó la tripa y arrastró a Sam hacia la caseta. Alice puso una mueca de asco al unirse al grupo. Cada uno hizo su pedido. Alice pagó al vendedor y sonrió a Eddy al ofrecerle una bandeja pequeña de pescado frito.

Comieron acodados en la barandilla. Anton, silencioso, miraba cómo se colaban las olas entre los pilares de la escollera. Eddy y Sam arreglaban el mundo. El pasatiempo favorito de Eddy era criticar al gobierno. Acusaba al primer ministro de no hacer nada o de no hacer lo suficiente por los más necesitados, de no haber sabido poner en marcha grandes obras para acelerar la reconstrucción de la ciudad. Después de todo, hubiese bastado con contratar a todos los que no tenían curro y no tenían qué comer. Sam le hablaba de economía, argumentaba la dificultad de encontrar mano de obra cualificada, y, cuando Eddy bostezaba, lo tachaba de vago y de anarquista, lo cual disgustaba menos a éste que a su propio amigo. Habían estado en el mismo regimiento durante la guerra y la amistad que los unía era incondicional, fueran cuales fuesen sus discrepancias.

Alice se mantenía un poco al margen del grupo para evitar el olor a frito, demasiado intenso para su gusto. Carol se unió a ella, y ambas se quedaron un momento sin decir nada, con la mirada puesta en alta mar.