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Tras esas palabras, Daldry renunció a pedir un postre y Alice le propuso ir a caminar un poco.

A lo largo de su paseo, Alice no dejó de pensar en Carol, Eddy, Sam y, sobre todo, en Anton. ¿Cómo reaccionarían? Se le ocurrió invitarlos a todos a cenar a su casa. Les haría beber más de lo habitual, esperaría a que se hiciese tarde y, alcohol mediante, les hablaría de sus proyectos.

Vio una cabina telefónica y le preguntó a Daldry si le importaba esperarla un instante.

Después de cuatro llamadas, Alice tenía la impresión de que acababa de dar los primeros pasos de un largo viaje. Su decisión estaba tomada, sabía que ya no daría marcha atrás. Se reunió con Daldry, que la esperaba apoyado en una farola fumándose un cigarrillo. Alice se acercó a él, lo agarró y lo hizo girar sobre sí mismo arrastrándolo a un corro improvisado.

– Vayámonos tan rápido como sea posible. Quisiera escapar del invierno, de Londres y de mis costumbres, quisiera que fuese ya el día de nuestra partida. Voy a visitar Santa Sofía, las callejuelas del gran bazar, embriagarme de aromas, ver el Bósforo, mirar cómo bosqueja a los transeúntes en la encrucijada de Occidente y Oriente. Ya no tengo miedo, y soy feliz, Daldry, muy feliz.

– Aunque sospecho que está un poco borracha, es maravilloso verla tan contenta. No lo digo para seducirla, querida vecina, dicho sea con sinceridad. Le pediré un taxi; yo voy a encargarme de la agencia. Por cierto, ¿tiene pasaporte?

Alice dijo que no, como una niña pillada in fraganti.

– Un buen amigo de mi padre ocupaba un puesto importante en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Le llamaré, hará que se aceleren los trámites, estoy seguro. Pero, antes de nada, cambio de programa: vamos a hacer fotos de carnet; la agencia puede esperar, y, esta vez, me pongo yo al volante.

Alice y Daldry fueron al estudio de un fotógrafo de barrio. Mientras se peinaba por tercera vez delante de un espejo, Daldry le hizo notar que la única persona que abriría su pasaporte sería un aduanero turco. Era muy probable que no les hiciese mucho caso a unas pocas mechas rebeldes. Alice acabó sentándose en el taburete del fotógrafo.

Este último acababa de equiparse con una novísima máquina que fascinó a Daldry. Sacó una lámina de la caja, la separó en dos, y unos minutos más tarde Alice descubrió en ella su rostro, repetido cuatro veces. Luego le tocó a Daldry tomar asiento en el taburete. Puso una sonrisa boba y contuvo la respiración.

Con sus documentos en el bolsillo, fueron a hacerse los pasaportes a St James. Ante el encargado, Daldry informó de la inminencia de su viaje, exagerando su preocupación por ver importantes negocios comprometidos si no podían irse en el debido momento. Alice estaba espantada de la cara que su vecino le estaba echando al asunto. Daldry no dudó en hacer valer la recomendación de un pariente que estaba bien situado en el gobierno, pero del que prefería, por discreción, omitir el nombre. El encargado prometió darse prisa. Daldry se lo agradeció y empujó a Alice hacia la salida, temiéndose que arruinase su superchería.

– Nada le detiene -dijo ella al volver a bajar a la calle.

– Sí, ¡usted! Con las muecas que ponía mientras defendía nuestra causa, no estaba lejos de jorobarlo todo.

– Perdóneme si me he reído cuando le ha jurado a ese pobre hombre que, si no estábamos en Estambul dentro de unos días, la convaleciente economía inglesa no se repondría nunca.

– Las jornadas de ese funcionario deben de ser de una monotonía espantosa. Gracias a mí, ha quedado investido de una misión que considerará de la mayor importancia; no veo en ello sino benevolencia por mi parte.

– A eso me refería: tiene usted la cara más dura del mundo.

– ¡Estoy muy de acuerdo!

Al salir de la delegación, Daldry se despidió del policía de guardia e hizo entrar a Alice en el Austin.

– La llevo y me largo a la agencia.

El Austin circulaba a buen ritmo por las calles de la capital.

– Esta noche -dijo ella- me reúno con mis amigos en el bar del final de nuestra calle, si quiere unirse a nosotros…

– Prefiero liberarla de mi presencia -respondió Daldry-. En Estambul no tendrá otra elección que soportarme constantemente.

Alice no insistió, Daldry la dejó en su casa.

*

La noche se hacía esperar; por mucho que Alice se esforzase en su mesa de trabajo, le era imposible anotar en el papel la más mínima fórmula. Empapaba una cinta en un frasco de esencia de rosa, y sus pensamientos volaban hacia los jardines orientales, que imaginaba magníficos. De repente, oyó la melodía de un piano. Habría jurado que provenía del piso de su vecino. A Alice le hubiese gustado saberlo a ciencia cierta, pero en cuanto abrió su puerta, la melodía se detuvo en seco y la casa victoriana se volvió a sumir en el mayor de los silencios.

*

Cuando empujó la puerta del bar, sus amigos ya estaban allí, en plena discusión. Anton la vio entrar. Alice se arregló un poco el cabello y avanzó hacia ellos. Eddy y Sam apenas le prestaron atención. Anton se levantó para ofrecerle una silla antes de retomar el curso de la conversación.

Carol se quedó mirando a Alice y se inclinó hacia ella para preguntarle discretamente al oído qué había pasado.

– ¿De qué hablas? -susurró Alice.

– De ti -respondió Carol mientras los chicos continuaban con un agrio debate sobre el gobierno del primer ministro Attlee.

Eddy deseaba ardientemente el regreso de Churchill a la política; Sam, ferviente partidario de su oponente, predecía la desaparición de la clase media en Inglaterra si el señor de la guerra ganaba las próximas elecciones. Alice quiso dar su opinión, pero se sintió obligada primero a responder a su amiga.

– No me ha pasado nada en particular.

– ¡Mentirosa! Te ha sucedido algo, se te ve en la cara.

– ¡Qué tontería! -protestó Alice.

– Hace mucho tiempo que no te veía tan radiante, ¿has conocido a alguien?

Alice soltó una carcajada, lo que hizo callar a los chicos.

– Es verdad que se te ve distinta -dijo Anton.

– Pero, bueno, ¿qué os pasa? Mejor pídeme una cerveza en lugar de decir burradas, tengo sed.

Anton invitó a sus dos camaradas a seguirle y se encaminó hacia la barra. Había cinco vasos que llenar y no tenía más que dos manos.

Ya sola en compañía de Alice, Carol aprovechó para proseguir su interrogatorio.

– ¿Quién es? A mí me lo puedes decir.

– No he conocido a nadie, pero, por si te interesa, no me extrañaría que me sucediese dentro de poco.

– ¿Sabes con antelación que vas a conocer a alguien dentro de poco tiempo? ¿Te has hecho adivina?

– No, pero he decidido creer lo que me habéis obligado a escuchar.

Carol, al colmo de la excitación, cogió las manos de Alice entre las suyas.

– Te vas, ¿es eso? ¿Vas a hacer ese viaje?

Alice asintió y señaló con la mirada a los tres chicos, que volvían hacia ellas. Carol se levantó de un salto y les ordenó que volvieran a la barra. Los avisarían cuando hubiesen terminado con su conversación de chicas. Los tres muchachos se quedaron desconcertados, se encogieron de hombros a la vez y volvieron sobre sus pasos, puesto que los acababan de echar.

– ¿Cuándo? -preguntó Carol, más excitada que su mejor amiga.

– No lo sé todavía, pero es cuestión de unas semanas.

– ¿Tan pronto?

– Esperamos nuestros pasaportes, hemos ido a pedirlos esta tarde.

– ¿Nuestros? ¿Te vas acompañada?

Alice se sonrojó y le dio a conocer a Carol el trato que había acordado con su vecino.