Выбрать главу

– No, en efecto -respondió lacónico Daldry.

– ¿Y por qué a Harmondsworth?

– Pues porque es donde se encuentra el aeródromo. Quería darle una sorpresa, viajaremos por los aires, será mucho más rápido que el tren para llegar a Estambul.

– ¿Cómo que por los aires? -preguntó Alice.

– He secuestrado dos patos en Hyde Park. Que no, ¡nos vamos en avión, por supuesto! Imagino que para usted también es la primera vez. Volaremos a una velocidad de doscientos cincuenta kilómetros por hora a siete mil metros de altitud. ¿No es simple y llanamente increíble?

Mientras el coche dejaba la ciudad y recorría el campo, Alice vio pasar los pastos y se preguntó si no habría preferido quedarse en tierra firme, aun a riesgo de que el viaje durase mucho más tiempo.

– Piénselo -prosiguió Daldry completamente excitado-; haremos escala en París, luego en Viena, donde pasaremos la noche, y mañana estaremos en Estambul en lugar de llegar allí tras una larga semana.

– No tenemos tanta prisa como para eso -le hizo notar Alice.

– ¿No me diga que montar a bordo de un avión le da miedo?

– Todavía no lo sé.

El aeropuerto de Londres estaba en plena construcción. Había tres pistas de cemento ya operativas, mientras que un batallón de tractores trazaba otras tres. BOAC, KLM, British South American Airways, Irish Airline, Air France, Sabena, las jóvenes compañías estaban unas al lado de las otras bajo tiendas y barracas de chapa ondulada que hacían las veces de terminales. El primer edificio de ladrillo se construía en el centro del aeródromo. Cuando estuviera acabado, el aeropuerto de Londres adquiriría un aspecto más civil que militar.

Sobre la pista había aviones de la Royal Air Force y aparatos de líneas comerciales aparcados en batería.

El taxi se colocó delante de una verja. Daldry cogió sus maletas y condujo a Alice hacia la tienda de Air France. Presentó sus billetes en el mostrador de facturación. El agente de tierra los acogió con deferencia, llamó a un mozo y le dio a Daldry dos tarjetas de embarque.

– Su vuelo sale a la hora prevista -dijo-, en breve vamos a proceder a llamar a los pasajeros. Si desean que sellen su pasaporte las autoridades aduaneras, el mozo les acompañará.

Cumplidas las formalidades, tanto Daldry como Alice se instalaron en un banco. Cada vez que un aparato levantaba el vuelo, el ruido ensordecedor de sus motores impedía cualquier intento de conversación.

– Creo que, con todo, tengo un poco de miedo -confesó Alice entre dos bramidos.

– Parece que a bordo es menos ruidoso. Créame, esas máquinas son mucho más seguras que los automóviles. Estoy convencido de que una vez en el aire estará encantada con el espectáculo que se presentará ante usted. ¿Sabe que nos servirán una comida?

– ¿Vamos a hacer escala en Francia? -preguntó Alice.

– En París, pero sólo para cambiar de avión, desgraciadamente no tendremos el placer de ir a la ciudad.

El empleado de la compañía fue a buscarlos, a continuación se unieron a ellos otros pasajeros y se los escoltó a todos por la pista.

Alice vio un inmenso avión. Una pasarela subía hacia la parte trasera de la carlinga. Una azafata, vestida con un uniforme favorecedor, acogía a los pasajeros en el último escalón. Su sonrisa tranquilizó a Alice. Qué trabajo tan increíble tenía esa chica, pensó Alice al entrar en el DC-4.

La cabina era mucho más grande de lo que había supuesto. Alice tomó asiento en una butaca tan cómoda como la que tenía en su casa, salvo porque estaba equipada con un cinturón de seguridad. La azafata le mostró cómo abrocharlo y cómo abrirlo en caso de emergencia.

– ¿Qué clase de emergencia? -se inquietó Alice.

– No tengo ni idea -respondió la azafata sonriendo cada vez más-, nunca he vivido ninguna. Esté tranquila, señora -le dijo-, todo va a ir bien; realizo este viaje todos los días y nunca me canso de hacerlo.

La puerta trasera se volvió a cerrar. El piloto saludó uno a uno a los pasajeros y volvió a su puesto, donde el copiloto ejecutaba la lista de verificación. Los motores petardearon, un haz de llamas iluminó cada ala y las hélices giraron con un estrépito ensordecedor; pronto, sus palas se volvieron invisibles.

Alice se hundió en su asiento y clavó las uñas en los apoyabrazos.

La carlinga vibraba, quitaron los calzos de las ruedas, el avión bordeaba ya la pista. Sentada en la segunda fila, Alice no se perdía nada de las comunicaciones entre el puesto de pilotaje y la torre de control. El radiomecánico escuchaba las instrucciones de los controladores aéreos y se las transmitía a los pilotos. Acusaba recibo de los mensajes en un inglés que Alice no lograba descifrar.

– Ese tipo tiene un acento espantoso -le dijo a Daldry-, la gente que le habla no debe de comprender nada de lo que les dice.

– Si me lo permite, lo importante es que sea buen aviador y no experto en lenguas extranjeras. Relájese y disfrute de la vista. Piense en Adrienne Bolland, vamos a volar en unas condiciones que ella nunca conoció.

– ¡Así lo espero! -dijo Alice encogiéndose todavía más en su asiento.

El DC-4 se alineaba para el despegue. Los dos motores ganaban en potencia, la carlinga vibraba todavía más. El comandante soltó los frenos y el aparato cogió velocidad.

Alice había pegado la cara a la ventanilla. Pasaron las infraestructuras del aeropuerto; sintió de repente una sensación desconocida, las ruedas habían abandonado el suelo y el avión oscilaba en el aire ganando altitud lentamente. La pista se empequeñecía a ojos vistas antes de borrarse para dejar paso a la campiña inglesa. Y, mientras el avión subía a toda velocidad, las formas de las granjas que aparecían a lo lejos parecían encogerse.

– Parece magia -dijo Alice-. ¿Cree que vamos a atravesar las nubes?

– Ojalá -respondió Daldry abriendo su periódico.

A la campiña le sucedió pronto el mar. Alice hubiese querido contar las crestas de las olas que aparecían en la inmensidad azul.

El piloto anunció que se verían las costas francesas de un momento a otro.

El vuelo duró menos de dos horas. El avión se acercaba a París y la excitación de Alice aumentó cuando creyó ver la torre Eiffel a lo lejos.

La escala en Orly fue breve. Un empleado de la compañía acompañó a Alice y a Daldry por la pista hasta otro aparato. Alice no escuchaba ni una palabra de lo que le decía Daldry, no pensaba más que en una sola cosa: el próximo despegue.

El vuelo de Air France de París a Viena fue bastante más movido que el de Londres. Alice se divertía con el traqueteo que sufría el avión cada vez que éste atravesaba una zona de turbulencias. Daldry, sin embargo, no parecía tan cómodo. Después de una copiosa comida, se encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Alice, que lo rechazó. Sumida en la lectura de una revista, soñaba despierta con las últimas colecciones de los modistos parisinos. Le dio las gracias a Daldry por enésima vez; nunca había imaginado vivir un momento semejante, y nunca, juró, había sido tan feliz. Daldry le respondió que se alegraba de ello y la invitó a descansar un poco. Esa noche cenarían en Viena.

Austria estaba cubierta de nieve. Las extensiones blancas parecían llegar hasta el infinito por el campo y Alice quedó subyugada por la belleza del paisaje. Daldry había dormido durante una buena parte del vuelo, y se despertó cuando el DC-4 se aproximaba a su destino.

– Dígame que no he roncado -le suplicó Daldry al abrir los ojos.

– Con menos fuerza que los motores -respondió Alice sonriendo.

Las ruedas acababan de tocar la pista; el aparato paró delante de un hangar, acercaron una pasarela y los pasajeros pudieron bajar.

Un taxi los condujo al centro de la ciudad. Daldry le precisó al conductor que iban al hotel Sacher. Mientras se acercaban a Heldenplatz, una camioneta se deslizó por una placa de hielo y se cruzó delante de ellos antes de quedarse tumbada sobre un costado.