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El taxista evitó por los pelos la colisión. Unos peatones se precipitaron a prestar ayuda al conductor, quien salió indemne de su cabina, pero la circulación estaba bloqueada. Daldry le echó una ojeada a su reloj y masculló en muchas ocasiones: «Vamos a llegar demasiado tarde.» Alice, sorprendida, se lo quedó mirando.

– ¿Acabamos de librarnos de un accidente y se preocupa por la hora?

Sin ni siquiera prestar atención, Daldry le pidió al taxista que encontrase una solución para sacarlos de ese atasco. El hombre, que no hablaba una palabra de inglés, se contentó con encogerse de hombros mostrando el caos que había ante ellos.

– Vamos a llegar demasiado tarde -repitió una vez más Daldry.

– Pero ¿adónde llegaremos demasiado tarde? -se enfureció Alice.

– Lo verá a su debido tiempo; en fin, si es que no nos quedamos prisioneros aquí toda la noche.

Alice abrió la puerta y bajó del taxi sin decir una palabra.

– Eso, ¡enfurrúñese! -se quejó Daldry asomándose por la ventanilla.

– ¡Menuda cara tiene! No deja de refunfuñar y ni siquiera es capaz de decirme lo que le tiene tan impaciente.

– Porque no puedo decírselo, ¡eso es todo!

– Bueno, pues cuando pueda, ¡volveré a subir!

– Alice, déjese de chiquilladas y vuelva a sentarse, va a coger frío y, además, no vale la pena complicar una situación que ya lo es bastante de por sí. Vaya suerte, tenía que volcarse esa estúpida camioneta delante de nosotros.

– ¿Qué situación? -preguntó Alice, brazos en jarras.

– La nuestra; estamos bloqueados en este atasco cuando deberíamos estar ya cambiándonos en el hotel.

– ¿Vamos a un baile? -preguntó Alice con tono irónico.

– ¡Casi! -respondió Daldry-. Y no le diré más. Ahora suba, me parece que por fin se está despejando.

– Desde aquí tengo mucha mejor vista que usted, que está sentado en ese coche, y puedo asegurarle que la carretera no se ha despejado en absoluto. Vamos al hotel Sacher, ¿no es así?

– En efecto, ¿por qué?

– Porque, desde donde me encuentro, señor gruñón, veo el letrero. Me imagino que a pie debe de encontrarse a cinco minutos de aquí.

Daldry miró a Alice estupefacto. Como la carrera del taxista estaba pagada por la compañía aérea, salió del vehículo, cogió las dos maletas del maletero y le rogó a Alice que hiciera el favor de seguirle.

Las aceras resbaladizas no impidieron a Daldry caminar apresuradamente.

– Vamos a terminar rompiéndonos la crisma -dijo Alice agarrándose a la manga de Daldry-. ¿Qué es tan urgente, por Dios?

– Si se lo digo, ya no será una sorpresa. Démonos prisa, veo la marquesina del hotel, sólo tenemos que caminar algo menos de un kilómetro y habremos llegado.

El portero fue a su encuentro, recogió las maletas y les abrió la puerta.

Alice contempló la gran araña de cristal que estaba colgada de una larga trenza en medio del vestíbulo. Daldry había reservado dos habitaciones; rellenó las fichas policiales y el conserje le entregó las llaves. Miró la hora en el reloj del bar, que se veía desde la recepción, y puso cara de disgusto.

– Ya está, ¡es demasiado tarde!

– Como usted diga -respondió Alice.

– En fin, qué remedio. Vayamos así, con los abrigos puestos no se darán cuenta.

Daldry le hizo cruzar la calle a la carrera. Ante ellos se erguía un magnífico edificio de arquitectura neorrenacentista. A cada lado del frontispicio se alzaban las estatuas de dos caballeros negros listos para lanzarse al galope. La cúpula de cobre que dominaba la ópera era inmensa.

Hombres de esmoquin y mujeres en vestido de noche se apretujaban en los escalones. Daldry cogió a Alice del brazo y se unió a la muchedumbre.

– No me diga… -susurró Alice al oído de Daldry.

– ¿Que vamos a la ópera? ¡Pues sí! Le había preparado esta sorpresita. La agencia de viajes de Londres lo orquestó todo. Nuestras entradas esperan en la taquilla. Una noche en Viena sin ir a escuchar una obra de teatro lírico era inconcebible.

– Pero no con la ropa con la que he viajado todo el día -dijo Alice-. Mire a la gente de alrededor, parezco una pordiosera.

– ¿Por qué cree que estaba perdiendo la paciencia en ese maldito taxi? El traje de gala es obligatorio, así que haga como yo y cierre bien su abrigo; nos lo quitaremos cuando la sala esté sumida en la oscuridad. Se lo ruego, ni un comentario; por Mozart, estoy dispuesto a todo.

Alice estaba realmente contenta de ir a la ópera, era su primera vez, por lo que obedeció a Daldry sin chistar. Se colaron entre los espectadores con la esperanza de escapar a la vigilancia de los porteros, acomodadores y vendedores de programas, que se ajetreaban en el vestíbulo principal. Daldry se presentó ante la ventanilla y le dio su nombre a la recepcionista. La mujer se puso las gafas e hizo pasar una larga regla de madera por el registro que se encontraba delante de ella.

– Señor y señora Daldry, de Londres -dijo con un acento austríaco muy marcado y le tendió las entradas a Ethan.

Sonó un timbre anunciando el inicio del espectáculo. Alice hubiese querido tener tiempo para contemplar el lugar, el esplendor de la gran escalera, las arañas gigantescas, los dorados, pero Daldry no le dio ocasión. La tiraba del brazo sin parar para mantenerse ocultos entre la muchedumbre, que avanzaba con sus entradas hacia el jefe de sala. Cuando llegó su turno, Daldry contuvo el aliento. El jefe de sala le pidió amablemente que dejaran sus abrigos en el guardarropa, pero Daldry hizo como si no le entendiera. Detrás de ellos, los espectadores empezaban a impacientarse. El jefe de sala alzó los ojos al cielo, rasgó la esquina inferior de las entradas y los dejó entrar. La acomodadora se quedó mirando a Alice y, a su vez, le rogó que se quitase el abrigo. Estaba prohibido llevarlo en la sala. Alice se sonrojó, Daldry se mostró ofendido, volviendo a hacer como si no comprendiese una palabra de lo que le decían, pero la acomodadora había adivinado su estratagema y les pidió en un inglés muy decente que hicieran el favor de obedecer y hacer lo que se les pedía. Las normas sobre la indumentaria eran estrictas, y el traje de etiqueta, obligatorio.

– Dado que habla nuestra lengua, señorita, podemos solucionarlo entre nosotros. Acabamos de llegar del aeropuerto y un estúpido accidente en el hielo de sus carreteras nos ha impedido cambiarnos.

– Señora, y no señorita -respondió la acomodadora-. Y, sean cuales sean sus motivos, debe llevar imperativamente esmoquin y la señora vestido largo.

– Pero eso qué importa, ¡si vamos a estar a oscuras!

– No soy yo quien hace las reglas; en cambio, estoy obligada a hacerlas cumplir. Tengo más personas que acompañar, señor, regrese a la ventanilla, donde le reembolsarán sus entradas.

– Pero bueno -dijo Daldry perdiendo la paciencia-, cada regla tiene su excepción, ¡su reglamento tendrá la suya! No estaremos más que una noche aquí, simplemente le pido que mire para otro lado.

La acomodadora miró a Daldry de una manera que no dio ninguna esperanza.

Alice le suplicó que no montase un escándalo.

– Venga -dijo-, no pasa nada, era una maravillosa idea y ya estoy más que sorprendida. Vamos a cenar, estamos agotados, tal vez no habríamos aguantado toda una ópera.

Daldry fulminó a la acomodadora con la mirada, cogió sus entradas, que rompió delante de ella, y arrastró a Alice hacia el vestíbulo.

– Estoy furioso -dijo al abandonar la ópera-, no es un desfile de moda, sino música.

– Es la costumbre, hay que respetarla -respondió Alice para calmarlo.

– Bueno, pues esa costumbre es grotesca, y ya está -refunfuñó Daldry al salir a la calle.

– Es gracioso -dijo Alice-, cuando se enfada pone cara de niño. Menudo carácter debía de tener.

– ¡Tenía muy buen carácter y era un niño fácil!

– No le creo ni por un instante -le respondió Alice riéndose.