Выбрать главу

Fueron en busca de un restaurante y, al mismo tiempo, rodearon la ópera.

– Esa idiota de la acomodadora nos ha hecho perdernos Don Giovanni. No se me pasa. Al agente de viajes le costó muchísimo conseguirnos esos asientos.

Alice había visto una puertecita por la que acababa de salir un utilero. La puerta no estaba completamente cerrada, y Alice puso una sonrisa traviesa.

– ¿Estaría dispuesto a arriesgarse a una noche en la comisaría por escuchar Don Giovanni?

– Ya le he dicho que por Mozart estaría dispuesto a todo.

– Entonces, sígame. Con un poco de suerte, tal vez sea yo quien le sorprenda ahora.

Alice empujó la puerta de servicio y conminó a Daldry a que la siguiera sin hacer ruido. Cruzaron un largo pasillo que estaba sumido en un claroscuro rojizo.

– ¿Adónde vamos? -le susurró Daldry.

– No tengo ni idea -respondió Alice en voz baja-, pero creo que vamos por buen camino.

Alice se guiaba por las notas musicales, que se aproximaban. Le señaló a Daldry una escalera que trepaba hacia otra crujía, mucho más alta aún.

– ¿Y si nos pillan? -preguntó Daldry.

– Diremos que nos hemos perdido buscando los aseos, ahora trepe y cállese.

Alice se puso en marcha hacia la segunda crujía. Daldry la seguía, paso a paso, y cuanto más avanzaban mejor se distinguían las melodías de la ópera. Alice miró hacia arriba, por encima de ella había una pasarela colgada de cabos de acero.

– ¿No es peligroso? -preguntó Daldry.

– Probablemente, tomamos altura, pero mire abajo, es maravilloso, ¿no cree?

Y, debajo de la pasarela, Daldry descubrió el escenario.

De don Giovanni no veían más que el sombrero y el disfraz, les era imposible ver todo el decorado, pero Alice y Daldry gozaban de una vista impagable de una de las salas de ópera más bellas del mundo.

Alice se sentó, sus piernas se balancearon en el vacío al ritmo de la música. Daldry se instaló a su lado, cegado por el espectáculo que se interpretaba bajo su mirada.

Mucho más tarde, cuando don Giovanni invita al baile a Zerlina y a Masetto, Daldry susurró al oído de Alice que pronto se acabaría el primer acto.

Alice se levantó en el mayor de los silencios.

– Es preferible que nos escabullamos antes del entreacto -sugirió-. Conviene que los tramoyistas no nos sorprendan cuando esté todo iluminado.

Daldry se fue con pesar. Desanduvieron el camino lo más discretamente posible, se cruzaron por el camino con un iluminador que no les prestó demasiada atención, y volvieron a salir por la puerta de los artistas.

– ¡Qué noche! -exclamó Daldry en la acera-. ¡Volvería con mucho gusto para decirle a nuestra acomodadora que el primer acto era magnífico!

– Un mocoso, ¡un auténtico mocoso!

– ¡Tengo hambre! -exclamó Daldry-. Esta escapada me ha abierto el apetito.

Vio una taberna al otro lado del cruce, pero se dio cuenta de repente de que Alice parecía agotada.

– ¿Qué le parecería una cena rápida en el hotel? -le propuso.

Alice no se hizo de rogar.

Cuando acabaron de comer, los dos viajeros se retiraron a sus respectivas habitaciones y, como en Londres, se despidieron en el rellano. Se habían citado al día siguiente por la mañana: a las nueve en el vestíbulo.

Alice se instaló en el pequeño escritorio delante de la ventana de su habitación. Encontró en un cajón lo necesario para escribir, admiró la calidad del papel y anotó las primeras palabras de una carta que le dirigía a Carol. Le contó las impresiones del viaje, le habló de la extraña sensación que había tenido cuando se alejaba de Inglaterra, le describió su increíble noche en Viena, y luego dobló la carta y la tiró al fuego que crepitaba en la chimenea de su habitación.

*

Alice y Daldry se habían reencontrado por la mañana, como estaba previsto. Un taxi los condujo hacia el aeropuerto de Viena, cuyas pistas se veían en la lejanía.

– Veo nuestro avión, el tiempo es bueno, seguramente saldremos a la hora prevista -dijo Daldry para llenar el silencio que reinaba desde que habían salido.

Alice permaneció en silencio y no dijo una palabra hasta que llegaron a la terminal.

Inmediatamente después del despegue, cerró los ojos y se durmió. Una turbulencia algo más fuerte hizo que dejara caer su cabeza sobre el hombro de su vecino. Daldry estaba paralizado. La azafata se acercó por el pasillo y Daldry renunció a su bandeja de comida para no despertar a Alice. Sumida en un profundo sueño, se apoltronó y dejó la mano sobre su torso. Daldry creyó oír que lo llamaba, pero no era su nombre el que había murmurado con una sonrisa. Entreabrió los labios y pronunció otras palabras inaudibles antes de desplomarse completamente sobre él. Ethan tosió, pero nada parecía poder sacar a Alice de sus sueños. Una hora antes del aterrizaje, volvió a abrir los ojos y Daldry cerró los suyos, fingiendo haberse adormecido también. Alice se sonrojó al descubrir la postura en la que se encontraba. Al constatar que Daldry dormía, le rogó al cielo que no se despertara mientras trataba de incorporarse con suavidad.

En cuanto ella recuperó su sitio en su asiento, Daldry bostezó largo rato, se estiró agitando su brazo izquierdo, dolorido, y se interesó por la hora.

– Creo que vamos a llegar pronto -dijo Alice.

– No me he enterado del vuelo -mintió Daldry masajeándose la mano.

– ¡Mire! -exclamó Alice con el rostro pegado a la ventanilla-, hay agua hasta donde alcanza la vista.

– Me imagino que contempla el mar Negro, yo no veo más que su pelo.

Alice se apartó para compartir con Daldry el paisaje que se ofrecía ante ella.

– En efecto, no vamos a tardar en aterrizar, no estaría en contra de desentumecer los brazos.

Poco rato después, Alice y Daldry se desabrochaban los cinturones. Al bajar del avión, Alice pensó en sus amigos de Londres. Se había ido hacía dos días y, sin embargo, le parecía que habían pasado semanas. Su piso le parecía muy lejos y se le encogió el corazón al pisar el suelo.

Daldry recuperó los equipajes. En el control de pasaportes, el aduanero los interrogó sobre la finalidad de la visita. Daldry se volvió hacia Alice y le respondió al oficial que habían ido a Estambul para encontrarse con el futuro esposo de Alice.

– ¿Su prometido es turco? -le preguntó el aduanero al mirar de nuevo el pasaporte de Alice.

– A decir verdad, todavía no lo sabemos. Puede que lo sea, de lo único de lo que estamos seguros es de que vive en Turquía.

El aduanero titubeó.

– ¿Viene a Turquía para casarse con un hombre que no conoce? -le preguntó.

Y, antes de que Alice pudiera responder, Daldry le confirmó que se trataba exactamente de eso.

– ¿No existen buenos maridos en Inglaterra? -añadió el oficial.

– Sí, probablemente -replicó Daldry-, pero no el que le conviene a la señorita.

– Y usted, señor, ¿también ha venido a nuestro país para buscar una mujer?

– Por Dios, no, no soy más que el acompañante.

– Quédense aquí -dijo el aduanero, al que las palabras de Daldry habían dejado perplejo.

El hombre se alejó hacia un despacho acristalado, y Alice y Daldry lo vieron conversar con su superior.

– ¿Era necesario contarle esa clase de idioteces a un aduanero? -preguntó Alice, furiosa.

– ¿Qué quería que le dijera? Ésa es la finalidad de nuestro viaje, que yo sepa, y me da pánico mentir a las autoridades.

– No parecía molestarle en la expedición de pasaportes.

– Ah, sí, pero era en casa, aquí estamos en tierra extranjera y conviene comportarse como un perfecto caballero.

– Sus chiquilladas al final acabarán por traernos problemas, Daldry.

– Que no, ya verá, decir la verdad siempre compensa.

Alice vio al superior encogerse de hombros y devolverle los pasaportes al aduanero, que volvió con ellos.