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– Todo está en regla -afirmó este último-, ninguna ley prohíbe venir a casarse a Turquía. Les deseo una estancia agradable entre nosotros y le deseamos que sea muy feliz, señorita. Quiera Dios que se case con un hombre honrado.

Alice le dio las gracias con una sonrisa y recuperó su pasaporte sellado.

– Y qué, ¿quién tenía razón? -fanfarroneó Daldry al salir del aeropuerto.

– Podría haberse contentado con decirle que veníamos de vacaciones.

– Con apellidos diferentes en nuestros pasaportes eso habría resultado ser una completa inconveniencia.

– Es usted exasperante, Daldry -dijo Alice subiéndose al taxi.

– En su opinión, ¿cómo es? -le preguntó Daldry a Alice tras sentarse junto a ella.

– ¿El qué?

– Ese hombre misterioso que al final nos ha traído hasta aquí.

– No sea tonto, lo que he venido a buscar es un nuevo perfume… y me lo imagino colorido, sensual y al mismo tiempo ligero.

– Por el color no me preocupo, es difícil ser tan pálido como nosotros, los pobres ingleses; en lo que respecta a la ligereza…, si hace alusión a mi humor, me temo que no tengo rival; en cuanto a la sensualidad, ¡la dejaré que juzgue por sí misma! Bueno, dejo de hacerla rabiar, veo que no está de humor.

– Estoy de muy buen humor, pero hubiera preferido no pasar como una desaprovechada ante ese aduanero.

– Bueno, piense que lo he distraído de esa foto de carnet que tanto parecía preocuparle en Londres.

Alice le dio un codazo en el brazo a Daldry y se volvió hacia la ventanilla.

– ¡Para que me vuelva a decir que tengo mal carácter! Usted tampoco debía de ser moco de pavo de niña.

– Puede ser, pero al menos tengo el decoro de reconocerlo.

Atravesar las afueras de Estambul puso fin a su riña. Daldry y Alice se acercaban al Cuerno de Oro. Callejuelas estrechas, casas de fachadas abigarradas escalonadas en anfiteatro, tranvías y taxis que peleaban en las principales arterias… La ciudad era un hervidero y captaba toda su atención.

– Es extraño -dijo Alice-, estamos muy lejos de Londres y, en cambio, este lugar me resulta conocido.

– Es por mi compañía -dijo Daldry para hacer rabiar a Alice.

El taxi se detuvo en la curva de una gran avenida adoquinada. El hotel Pera Palace, noble edificio de sillares, de arquitectura francesa, dominaba la calle Mesrutiyet en el distrito de Tepebasi, en el corazón del barrio europeo. Había seis cúpulas con placas de cristal suspendidas sobre el inmenso vestíbulo; la decoración interior ecléctica combinaba con gusto boiseries inglesas y mosaicos orientales.

– Aquí estaba una de las habitaciones favoritas de Agatha Christie -anunció Daldry.

– Este sitio es demasiado lujoso -se quejó Alice-, podríamos habernos podido contentar con una modesta casa de huéspedes.

– El tipo de cambio de la libra turca nos es favorable -replicó Daldry-, y además tengo que tomar medidas draconianas si quiero despilfarrar mi herencia.

– En realidad, si lo he entendido bien, ha sido al envejecer cuando se ha convertido en un mocoso, Daldry.

– En justa compensación, querida, la venganza es un plato que se sirve frío, y créame si le digo que tengo mucho por lo que desquitarme de mi adolescencia. Pero basta de hablar de mí. Vamos a instalarnos en nuestras habitaciones y reencontrémonos en el bar dentro de una hora.

Y fue una hora más tarde, al esperar a Alice en el bar del hotel, cuando Daldry conoció a Can. Solo en la barra, ocupaba uno de los cuatro taburetes, mientras se dedicaba a barrer con la mirada la sala desierta.

Can debía de tener treinta años, tal vez uno o dos más. Llevaba un traje elegantemente cortado. Can tenía los ojos de color oro y arena, y la mirada viva, disimulada detrás de unas gafitas redondas.

Daldry se sentó a su lado. Le pidió un raki al camarero y se volvió discretamente hacia su vecino. Can le sonrió y le preguntó en un inglés más bien decente si su viaje había sido agradable.

– Sí, más bien rápido y confortable -respondió.

– Bienvenido a Estambul -replicó Can.

– ¿Cómo sabía que soy inglés y que acabo de llegar?

– Su ropa es inglesa y no estaba por aquí ayer -respondió Can, con voz impostada.

– El hotel es agradable, ¿no cree? -añadió Daldry.

– No sabría decirle… Vivo en lo alto de la colina Beyoglu, pero vengo a menudo por aquí por las noches.

– ¿Negocios o placer? -preguntó Daldry.

– Y usted, ¿cómo es que ha venido a Estambul?

– Oh, yo todavía me hago esa pregunta, es una historia un poco extraña. Digamos que estamos de búsquedas.

– Aquí encontrará todo lo que quiere. Nuestra ciudad rebosa de ricuras. Cuero, caucho, algodón, lana, seda, aceites, productos del mar y de fuera… Dígame lo que busca y le pondré en contagio con los mejores comerciantes de la región.

Daldry tosió en el cuenco de la mano.

– No se trata de eso, no estoy en Estambul como comerciante. Por otra parte, no sé nada de negocios, soy pintor.

– ¿Está usted artista? -preguntó Can con entusiasmo.

– ¿Artista? Tal vez no llegue a tanto todavía, pero creo que tengo una buena pincelada.

– ¿Y qué pinta?

– Cruces.

Y, ante la perplejidad de Can, Daldry añadió de inmediato:

– Intersecciones, si prefiere.

– No las prefiero, la verdad. Pero puedo presentarle a nuestros excepcionales cruces de Estambul si lo desee, sé unos con peatones, carretas, tranvías, automóviles, dolmus [2] y autobuses, eso como usted mire.

– ¿Quién sabe? Si se tercia… Pero tampoco he venido para eso.

– ¿Entonces? -susurró Can, picado por la curiosidad.

– Entonces, como le decía, es una larga historia. Y usted, ¿a qué se dedica?

– Soy guía e intérprete. El mejor de la ciudad. En cuanto le dé la espalda, el camarero le dice lo opuesto, pero únicamente porque tiene un negociete, ¿comprende? Los otros guías le pagan una comisión anónima. Conmigo, nada de propinas, tengo una moral. Un turista, o si ha venido a hacer tiendas, no puede desenvolverse aquí sin un guía y un intérprete de excelencia. Y, como ya le decía, soy…

– El mejor de Estambul -interrumpió Daldry.

– ¿Mi reputación se me ha adelantado? -preguntó Can, lleno de orgullo.

– Quizá necesite sus servicios.

– Sería preferible que lo pesase. Elegir guía es una cosa importante en Estambul y no quiero que tenga remordimientos, no tengo sino clientes satisfactorios.

– ¿Por qué cambiaría de idea?

– Porque luego ese maldito camarero le dirá indecencias sobre mí y a lo mejor le entran ganas de creerlo. Y, además, todavía no me ha decido qué se está rebuscando.

Daldry vio a Alice saliendo del ascensor y cruzando el vestíbulo.

– Hablaremos de ello mañana -dijo Daldry levantándose precipitadamente-. Tiene razón, lo consultaré con la almohada. Nos encontraremos aquí a la hora del desayuno, pongamos hacia las ocho, si le viene bien. No, a las ocho es un poco pronto; con el desfase horario estaré todavía en pleno sueño; pongamos a las nueve. Y, si no le molesta, preferiría que nos viésemos en otra parte, en una cafetería, por ejemplo.

Daldry hablaba cada vez más rápido a medida que Alice se aproximaba. Can le sonrió maliciosamente.

– En el pasado ya me he encontrado con algunos clientes extraños -dijo el guía-. Hay un salón de té y de bollitos muy placenteros en la calle Istikal, en el cuatrocientos sesenta y uno. Dígale al taxi que le lleve a Lebon, es un sitio indispendiable, todo el mundo se lo sabe. Lo esperaré allí.

– Perfecto, ahora debo dejarle, hasta mañana -dijo Daldry precipitándose hacia Alice.

Can se quedó sentado en su taburete, observando cómo Daldry guiaba a Alice hacia el comedor del hotel.

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[2] Taxi colectivo.